martes, 30 de mayo de 2017

El trazo del bosque. Tres libros de Vicente Valero


1
VIGILIA EN CABO SUR (1999) 
La poesía contemporánea debate con frecuencia el papel de la tradición en sus raíces. Hay quienes no reconocen nada fuera de sus roderas y otros lo convierten en término de uso peyorativo. Existen también los que consideran este debate estéril, bien porque no creen que haya algo que pueda escapar a la tradición, bien porque sólo dan validez a su transgresión. Y así sucesivamente. Sin duda sería más interesante el debate si las palabras no hubieran perdido (de tanto debatir) parte de su almacén de sentidos. Así, tradición apenas significa el uso de un verso regular y entonces se comprende que todos anden un poco cansados de un asunto incapaz de huir de las respuestas simples —sí o no, o mejor ¡sí! o ¡no!— y olviden la complejidad y el calado de la palabra.
   La tradición es también aquello que viaje en las formas métricas y el cansancio que acumula durante el viaje. Es sobre todo eso. El petrarquismo que inflama a Garcilaso y a Ronsard, se retuerce agónico en Góngora, ya incapaz de hacer que las palabras brillen a la primera, y Lope (su Tomé de Burguillos) lo convierte en chiste. Muchas ideas modernas de la poesía, que han mantenido erguidas las formas durante dos siglos, poco a poco se desmoronan sin que nadie acierte a asumir ni su agonía ni siquiera su parodia. Vicente Valero —poeta ibicenco de 36 años— parte, para la concepción de sus poemas, de dos de estas ideas desvaídas y decrépitas, ambas con origen en el romanticismo: el valor absoluto de la palabra poética y la alteridad (la poesía de la otredad —que traza una línea por el «monólogo dramático» de Browning, los «correlatos objetivos» de Eliot, los «heterónimos» de Pessoa o los «apócrifos» de Machado— ha creado una de las tradiciones más densas de la modernidad). En la serie «Con el buscador de fósiles», tercera de Vigilia en Cabo Sur, aparece explícito este diálogo con ambas ideas que en otros poemas está implícito. Pero no con las ideas tal como se han enunciado aquí, sino con su legado cuarteado y deteriorado por el tiempo: el cansancio y la incapacidad de lo sagrado para significar y la paulatina inmersión de lo «otro» en lo simplemente amorfo. 
    El «buscador de fósiles» declara que conoce los lugares donde aparecen las mejores piedras (lo que equivale a decir los símbolos más valiosos), sin embargo, —confiesa— «ya no salgo cada día. / Me digo para qué, y ya no salgo. / Los que ahora vienen (nos dijo) se conforman / con muy poco. No saben / distinguir una piedra de otra». Y va quedándose a solos con «la verdad / de las cosas que nunca han existido» y con sus palabras «gastadas», «casi petrificadas» por el sol; un sol que arrasa bancales y caminos, y acentúa los signos que ya nada significan, las ausencias que todo lo presiden y cuanto «queda / donde no queda nunca nada más por ver». Voz exhausta que, además, habla desde su alteridad de personaje que ha remontado el cauce del lirismo en busca de un sentido que no encuentra: «he recorrido a ciegas todos sus pensamientos, / todas sus ilusiones para nada». 
   Con esos retazos de sentido, estos significados que se ven y no se ven, como afirma Pascal en la cita inicial, Vicente Valero ha construido un verdadero «mapa manuscrito de la noche», de lo que fue luz y esplendor un día y hoy es «vigilia». Por eso el libro se cierra con un «Himno» donde se canta lo que todavía queda: «Toda la muerte aún por recorrer». 
[El Ciervo nº 580-581 Julio-agosto, 1999]

2
EL LIBRO DE LOS TRAZADOS (2005)
Hay que imaginar, en primer término, una senda que asciende por el bosque hacia el árbol más alto, cuyo verdor interrumpen abruptos acantilados. En cierto momento el sendero en cuesta abraza el bosque y una de las curvas del camino se abre hacia el valle, la llanura, más allá, y al fondo, en días claros, la masa apretada del mar. Este es exactamente el lugar desde donde el poeta Vicente Valero (1963) ha escrito cuatro de los cinco admirables poemas del Libro de los trazados. Suele considerarse el espacio como un asunto subalterno de la condición temporal de la vida; es uno de los lugares comunes de nuestra época. Otro es aquel que valora el espacio sólo como oposición a los lugares cotidianos; un eco tal vez de la huida romántica o del prestigio contemporáneo –también comercial- de los viajes. Nada más lejos de este libro que ha sido construido en torno al caminante que asciende con esfuerzo cada día por el mismo sendero y desde la curva en la que se detiene a contemplar las mismas vistas que ve diariamente. Ahí se expresa todo el tiempo pasado y el porvenir, todo lo que un hombre es, su dolor y su saber. 
    El ascenso por el camino del bosque es en sí mismo un símbolo. «La subida», extenso poema que abre el Libro de los trazados, es un soberbio ejercicio de arraigo. Este diario caminar ha de tener un sentido para que la vida lo tenga, y su primer significado prende en la herencia revivida. Escrito como los grandes poemas místicos de nuestra tradición, «La subida» no habla de nieblas celestes, sino del esfuerzo concreto del caminar por un bosque concreto, entre los pájaros, los árboles y los matices de la luz, para nombrar al fin lo inefable, la primavera. Este caminante que asciende atento a conocer de nuevo lo que ya tan bien conoce («Cómo aprender lo que se sabe / a oscuras sin saberlo») se cruza en una curva del camino con el paisajista que se ha sentado frente a una tela en blanco a describir lo mirado: «El secreto de todos los paisajes / está en su movimiento oculto, sin descanso». La poesía de Vicente Valero transcurre por dos cauces paralelos, uno densamente lírico –cuyo hermetismo habitual cede a la claridad en este libro- y otro dramático, dialógico, en la que un personaje encarna y desgrana su peculiar circunstancia. Es el caso de las lecciones que el paisajista imparte desde su «taller», un lúcido compendio que enseña a mirar. 
    Dos poemas más se alzan desde la misma «curva en el camino del bosque». El que luce este título vuelve a la intensidad lírica en forma ahora de una estremecedora elegía. El dolor de la muerte presentida de un ser querido («el pulso lento y oscuro de la despedida») se convierte, desde la memoria, en el territorio que uno es, con una fértil simbiosis entre lugar, sujeto y circunstancia: «Y hablamos / cada día, las sombras, yo, / el verde de los árboles, las nubes, / hablamos sin parar». El libro acaba con un último poema extenso, «El río», contrapunto de esperanza y consuelo, y de nuevo cierre simbólico que emerge de la tradición para elevarse afirmando, pese a todo, la vida, el «hilo que une / el que soy y el que he sido / muchas veces». 
    Todos los tiempos aparecen reunidos en el espacio —una senda, el bosque, una curva, el valle y el mar— donde el ser se reconoce a sí mismo: como elevación y como descenso al mundo, como dolor y como consuelo 
[El Ciervo nº 649 Abril, 2005]

3
DÍAS DEL BOSQUE (2008) 
Ahora, que la poesía lleva casi doscientos años admitiendo en su territorio la prosa, y la considera en pie de igualdad con el verso, tal vez sea un buen momento para, a la luz de esta ampliación formal del género, releer la tradición literaria. Junto a los versos de sus tres poemas místicos, San Juan de la Cruz escribió amplios y minuciosos comentarios, denominados «Declaración», a los que se les ha otorgado, en general, un valor secundario, cuando no redundante. ¿Cabría releer ahora aquellas «declaraciones», no bajo la perspectiva de la prosa didáctica, sino a la luz del poema en prosa? Que lo sugiera un crítico carece, en realidad, de interés; pero que sea un poeta quien lo encarne, quien tome aquellas «declaraciones» como recurso que enriquece —y con qué intensidad— el género, es una idea singular, rotunda e iluminadora. 
    A la manera de San Juan de la Cruz, Vicente Valero (1963) divide Días del bosque en tres partes —«Poemas», «Declaraciones» y «Discurso en verso»— que desarrollan, las tres, un mismo texto poético. Así, por ejemplo, al verso del «Poema XV»: «Lengua del bosque: lame mi alma», le corresponde la «Declaración XV», donde se lee: «No quiero un alma pura que solamente mire el cielo. Quiero un alma que lleve su gemido hasta la boca del bosque, y que la salven si pueden los ríos subterráneos, las promesas del liquen. Y por eso le he pedido al bosque también que lamiera mi alma con su lengua invisible». Y el «Discurso en verso» reinterpreta el verso de este modo: «El aire / entonces lame con su lengua limpia y dulce / los ojos y los pies del emboscado, / sus manos muchas veces». Cada imagen poética de cuantas convoca la experiencia del caminante en el bosque se presenta de esta manera calidoscópica que, muy lejos de explicarla, multiplica sus matices, genera en la lectura una suerte de salmo contemporáneo, en el que la repetición que lo vertebra no es formal sino conceptual. Y tampoco es repetición fonética, sino intensificación semántica. 
    Días del bosque es, al mismo tiempo, el relato de quien camina «y se prepara para ver», y el camino que —en la tradición mística que Valero reivindica con tanto acierto—trasciende. «El bosque», como símbolo medular del libro, posee también la misma doble condición: es experiencia —del caminar— y aspiración —del camino—. Ambas naturalezas del bosque, la física y la metafísica, aparecen siempre fundidas en la imagen poética. La poesía recobra con ello uno de sus valores esenciales, el hecho de que materia y espíritu puedan iluminar la misma metáfora, herencia también de la mística que el libro reivindica: «Ya en la palabra bosque / hay un crujir de ramas / y pasan los ciervos junto al río» —de nuevo surgen aquí las tres caras (palabra-crujir-ciervos) de la misma imagen, es decir, el calidoscopio es también un recurso interno de los versos—.
    Para Vicente Valero, la experiencia del bosque es una escritura: «Como palabras son las hojas de esta higuera» es el primer verso del libro. Por las «Declaraciones» conoceremos sus cualidades: «abandonada», «mortal», «imposible». Así es el árbol y, a través de su metáfora, la poesía y, a través de su extensión, la vida. La triple proyección calidoscópica, ahora conceptual, se reproduce en cada palabra-imagen-verso. El bosque es, en segundo término, también según la tradición mística, la oscuridad que ofrece claridad: «el río de la noche los alumbra». Pero al mismo tiempo es una realidad contemporánea: El «aviador», que sobrevuela el bosque junto al «comprador», o el cazador, cuyo «pensamiento más profundo…es su disparo», amenazan seriamente su existencia.
[El Ciervo nº 686 Mayo, 2008]

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