lunes, 10 de julio de 2017

Colección de lugares. «Estació de França», de Joan Margarit


ESTACIÓ DE FRANÇA, de Joan Margarit. 
Edición bilingüe. Poesía Hiperión, Madrid, 1999

Cuando Salicio lamenta el rechazo de Galatea, en la célebre Égloga I de Garcilaso, la naturaleza acompaña ese despropósito con inarmónicos y aberrantes emparejamientos y con catástrofes y delirios. Cuando Nemoroso recuerda sus paseos de la mano de Elisa, recrea un paisaje pletórico y exacto. Hasta los malos estudiantes saben que todo ello —esa combinación secreta de naturaleza y sentimiento tiene detrás una clave biográfica. Algo parecido podría decirse de esta «égloga urbana» que ha escrito Joan Margarit (1938), de este extenso conjunto de poemas que también busca fundir conceptualmente lo externo que ahora es la ciudad— con lo interno, los sentimientos. Y también aquí los malos estudiantes hallarán la clave biográfica: se encuentra en unas «notas» finales que nada añaden a la lectura de los poemas, aunque sea una suerte que se encuentren ahí, pues son otro libro de memorias oculto en el precio de un libro de versos. 
   El tercer factor de esta ecuación que desde Garcilaso caracteriza la mejor poesía, la vida, parece el más frágil incluso para el autor: «No és gran cosa, però és la meva vida» («No es gran cosa, pero hablo de mi vida»), y sin embargo es el factor que al final ha de otorgar autenticidad a esta fusión del espacio y del tiempo con la mirada que los encuentra y encara. Las reflexiones poéticas sobre los padres, sobre una historia de amor que entrevera tantos poemas o sobre los hijos ofrecen, lejos de cualquier consideración estética, la verdad que siempre ha perseguido la poesía. 
    La reunión literaria que Joan Margarit ha pretendido consolidar en Estació de França entre la ciudad y el sentimiento lírico tiende sus razones en el recuerdo. El recuerdo es quien crea la ciudad verdadera que hay detrás de la ciudad aparente, inútil para la poesía. El libro parece escrito como tributo a verso y medio de Baudelaire: «la forma de una ciudad / cambia más rápido que el corazón de un mortal». En la aséptica y en apariencia inocente urbe actual, cuyo símbolo es su antigua estación, la voz poética no ve el brillo de los mármoles nuevos sino las sombras que le dan sentido a los espacios: los trenes que partían con los soldados hacia el frente en la infancia, los lentos trenes de posguerra que se llevaban y traían al padre, los trenes nocturnos a París y su sabor a liberación... cuantas señales ocultas, tantas veces arrasadas por las excavadoras que cambian la ciudad pero no pueden con el corazón de los mortales, dan forma a los sentimientos. A la vida. 
    La obra de Margarit, que puede emparentarse con una tradición elegíaca de poesía de la temporalidad, posee no obstante una curiosa singularidad: el paso de tiempo no es un elemento decisivo en la concepción del poema, y sí lo es, en su lugar, el espacio. Muchos poemas son descripciones con sujeto, es decir, con una voz que interpreta y glosa cuanto describe, y en ese dibujo prenden unas veces las ideas o las sensaciones que dan vida al poema, y otras veces la meditación «temporal» que persiguen. De hecho el propio Margarit recurre a una imagen espacial para definir el tiempo: «El temps és una platja on vas minvant, / amb la distància, al gran arc de sorra» («El tiempo es una playa donde, con la distancia, / vas menguando en el gran arco de arena»). Y el tono elegíaco de los mejores poemas, como «La maleta» o «A la deriva», no parece tanto depender del final del tiempo sino del final de los lugares de una vida.

[El Ciervo nº 582-583. Septiembre-octubre de 1999]

No hay comentarios:

Publicar un comentario