sábado, 28 de octubre de 2017

Elegía. «El ensayo del organista» de José Luis Giménez-Frontín


EL ENSAYO DEL ORGANISTA, de José Luis Giménez-Frontín 
Ed. Lumen, Barcelona, 1999 

Veinte años antes de que existiera este libro, José Luis Giménez-Frontín (1943) había situado al frente de Las voces de Laye (1980), un pequeño hito en la poesía de aquellos años, una sección denominada «Poética» a la que se puede recurrir para enraizar el tono elegíaco del volumen actual. Si un verso desvela el lema sobre el que el poeta ha construido su obra con lentitud, «Entre tanto, el poema. Vida propia.»; otros parecen presagiar El ensayo del organista: «Fundirse en piedra y escuchar los ecos / que de los muertos, indaudibles, brotan. / Descifrar la escritura multiforme del tiempo». 
   Aquellos muertos pétreos de entonces poseen ahora nombres que responden a una proximidad: en especial Ángel Crespo, cuya figura sobrevuela el libro no sólo donde aparece explícito, pero también Carlos de la Rica o Bohumil Hrabal. Con éste la cercanía se dio en los libros, que es donde cualquier nombre distante es capaz de cobrar en nosotros familiaridad, pero a los dos primeros, dueños de una heredad en los campos de la poesía española contemporánea, Giménez-Frontín parece vincularse desde su biografía. Y este vínculo, que se intuye vivencial pero también ético y poético, se sustenta, curiosamente, en negativos: «Nunca fue como el mármol» empieza uno de los poemas, y un anafórico «Ni...» inicia las siguientes estrofas. También los cuatro primeros versículos que se dedican a Carlos de la Rica coinciden en un «No» inicial: «No se expresa en los dogmas». En tiempos difusos e indeterminados, tal vez Giménez-Frontín tenga razón y la impronta más cristalina de alguien sea la constelación de noes que forman su aureola. 
    El tono elegíaco del libro queda bien definido en el título. Un poema evoca ese ensayo del organista: «La pasión juvenil no le inflama, la fama no conoce, la fe no le consuela. / Toca ahora un acorde, moroso y repetido, para un mundo apagado. / Luego una sola nota como fúnebre tuba de una lamasería invocando la noche...». Este tono moroso y apagado es también el acorde que parece predominar en muchos poemas. Detrás se adivina la sombra de Que no muera ese instante, su anterior libro, de 1993, y sin duda el título central en la obra de Giménez-Frontín, donde culmina un proceso paralelo de despojamiento formal y de reflexión moral que se dan la mano en un verso emblemático para el poeta, el heptasílabo. En heptasílabos está escrita la primera sección, pero no las dos siguientes, que se desarrollan en una suerte de poema en prosa elaborado con versículos. Este cambio métrico, al que Frontín hace una vaga referencia en la nota final, tiene un especial relieve. Importancia que se trasluce desde el título: es un ensayo, un punto de partida tras la cima poética de Que no muera ese instante, y es también una música, es decir, el anhelo de un tono, buscado ahora ya no tanto en la meditación desnuda y áspera, sino en el verso extenso, en un versículo poblado de sensaciones. 
    Los sonidos del mundo, su sensualidad, es lo que recoge la nueva estructura métrica. En estos poemas en prosa predomina ese tono elegíaco, ese acorde fúnebre de tuba que los reúne y da vida. Es este Ensayo del organista un libro de transición, necesario por otra parte tras la tensión lograda en el libro anterior; es una inflexión que devuelve en cierto modo al Giménez-Frontín de sus orígenes, a la exuberante sensualidad de sus primeros libros. Lo que entonces se intuía, ese «escuchar los ecos de los muertos», ahora es el eco de una música que «entre tanto» ha acontecido, se llame vida o se llame poema.

[El Ciervo nº 594. Septiembre-octubre, 2000]

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