waqt
[«momento», estado en el tiempo actual, sin conexión ni con el pasado ni con el futuro]
A las citas más importantes de una vida se llega a veces con unos minutos de adelanto que se malgastan frente a un café en cualquier bar que nunca reclamará su lugar en la memoria. Junto al descubrimiento y la belleza existen otros momentos olvidadizos en la sala interior de un restaurante de menú, con esas sillas de plástico, esas servilletas de papel y esas anodinas láminas enmarcadas que también hay, por ejemplo, en Venecia.
Antes de que se dibujen en los ojos del viajero las imágenes anheladas, tal vez durante años, existe un instante hueco e indiferente que con frecuencia adquiere el color anaranjado de un zumo. Un zumo con sabor a polvos rancios que jamás se aceptaría en otras circunstancias, pero que entonces uno sorbe despacio, absorto en su propia estampa. Podría estar bebiéndolo en cualquier país del planeta, frente a los mismos cortinajes de terciopelo granate, la misma mantelería, los mismos cubiertos. Y sobre todo el mismo orden en lo inmutable; por eso tal vez se actúe con tanta intransigencia en los hoteles: sus errores son agujeros por donde de súbito se cuela el tiempo.
Los visillos de este hotel ocultan la llegada del amanecer a las calles desangeladas de Wadi Moussa. Mientras bebo mi zumo no existen sus calzadas sin acabar ni su caótica proliferación de edificios sin gracia, dispersos por la pronunciada pendiente del valle. Tampoco se vislumbra la antigua Petra. Ni siquiera se consigue el dominio sobre la acostumbrada corporeidad. Y es que el tiempo no ha pronunciado aún su sentencia, seducido por el embeleco anaranjado de un zumo con gusto a medicina.
tariq
[«camino»]
Con ser impresionante la estrechura que el capricho de las aguas ha excavado en el corazón de las montañas, esta garganta natural debe su extraordinario carácter sobre todo al hecho de haber sido la puerta de una ciudad. Una puerta cuyo umbral se prolonga más de un kilómetro en forma de un angosto desfiladero, cuya anchura no supera a veces los dos metros entre paredes que ascienden desnudas hasta alcanzar los doscientos. Una puerta capaz de convertir en inexpugnable una ciudad.
Este paisaje agreste perteneció durante siglos al país de los edomitas. Su reino bíblico, Edom, ocupó una estrecha y estirada franja entre el desierto, que se extiende con tozudez hacia oriente, y las feraces tierras de Palestina. Tras su decadencia, en el siglo VI anterior a nuestra era, la parte oriental cayó en manos de un pueblo de pastores y mercaderes procedentes del desierto, los nabateos. Esta tribu aprovechó el refugio natural que forman las altas montañas en torno al valle secreto para guardar rebaños y especias. Dos siglos más tarde, mientras sus caravanas recorrían las rutas de comercio, los seléucidas atacaron el desguarnecido enclave y saquearon ganado y riquezas. En la historia de ciertas ciudades poderosas hay siempre un episodio similar. Tras el expolio los nabateos decidieron convertir las altas montañas en muros inexpugnables y la larga y angosta garganta, única entrada al valle secreto, en puerta de una ciudad. Transformaron sus costumbres nómadas de pueblo beduino en un reino organizado y sedentario. Y más tarde opulento. Aquel agreste paisaje del antiguo país edomita, ahora en manos de una tribu del desierto, estaba a punto de erigirse en Petra.
Aunque me quiten el aliento la cortadura natural y los juegos de la erosión sobre las rocas de arenisca, cuando me adentro en el desfiladero me ronda una leve inquietud que no procede del encanto de recovecos y sombras, sino de la conciencia, más o menos difusa, de que entro en una Ciudad. Una ciudad, además, que sólo quiso guardar memoria de sus muertos.
gayb
[«ausencia», el corazón está ausente del conocimiento de lo que está ocurriendo en situaciones humanas, por la preocupación que los sentidos tienen con lo que les está influyendo]
Los mil doscientos metros de desfiladero, recorridos a pie y en silencio, sumados a la tensión que provoca el cruce entre naturaleza e historia, redoblada por pequeños monumentos funerarios, precipitan un pensamiento que no colma lo que los ojos ven; que necesita algo más donde nutrirse: un mito, un recuerdo, una fantasmagoría. Algo.
Un escritor francés, Jean-Marie G. Le Clézio, ha sublimado esa visión del europeo al adentrarse en Petra. Su personaje, un turista actual, incluso se llama Johan Lewis Burckhardt, como el explorador suizo que, convertido al islam, descubrió Petra para occidente en 1812. Tras el abandono y el olvido, desde el siglo XII sólo los beduinos habían habitado entre sus ruinas.
El personaje de Le Clézio no permite que sea su propia experiencia quien descubra Petra. Necesita evocar una primera vez. La vez primera que unos ojos nacidos en Europa vieron aquello, como si ese mito del descubrimiento (¿reminiscencias de la virginidad, tal vez?) tuviera más valor que la visión personal. No resulta extraño oír, en el último tramo de la garganta, exclamaciones parecidas a ésta: «¡qué impresión debió sentir el primer hombre que veía esto!». También el turista de Le Clézio renuncia a ser él mismo: «De repente, lo he visto. El Tesoro, la levedad, la ternura. La novedad. Una idea, antes que una idea, un sueño... Tal como ha aparecido, en esta mañana del 22 de agosto de 1812».
Los mitos endebles y las fantasmagorías forman parte de una misma distorsión. Al anochecer, el turista que se imagina ser Burckhardt no regresa al hotel. Vaga entre las tumbas. Se adentra en una de ellas y se acuesta. Una beduina -obvio será decir que se trata de una «jeune fille» que ha estado siguiéndole durante todo el día- aparece de repente y se sienta a su lado. Él «se hunde en el sueño del tiempo» y la narración concluye. Autor y personaje ignoran que tras su relato, al amanecer, el padre, el hermano o un tío de la joven beduina posiblemente la sacrifique para lavar la honra mancillada de la familia.
simsima
[«semilla de sésamo», una percepción demasiado sutil para ser expresada.]
De súbito, las paredes, que caen como deslucidos cortinones de teatro, y la penumbra de armarios arrumbados que reina en la garganta se resquebrajan. Entre la silueta atropellada de la roca se abre una fisura vertical por donde mana la luz. Conforme se acostumbran a la nueva claridad, mis ojos ven a lo lejos el ángulo de un frontón con su cornisa y su friso bien labrados, y el arquitrabe pulido que descansa sobre el acanto de un capitel. Si avanzo, la herida se descarna un poco más y el ángulo forma el tímpano y el capitel la columna, y entre la columnata corintia del pórtico aparece sobre la piedra rosácea la figura amputada de un jinete y su caballo. Es el Tesoro. Así lo llamó la malicia de los beduinos, incrédulos de que tanta belleza se debiera sólo a sí misma, de que no ocultara ningún tesoro más allá del que mostraba.
sirr al-hal
[«el secreto del conocimiento», la realidad que existe para uno que posee ese conocimiento]
Todo lo que se cree saber sobre el reino nabateo y sobre su capital resulta un pequeño montón de ganga frente a la contundencia de la roca labrada. ¿Fue un pueblo de origen arameo o árabe? ¿Procede el nombre de la ciudad del étimo griego que significa roca o del árabe batara («cortar»)? ¿El Tesoro es un templo en honor a Isis, o la cámara funeraria del gran rey Aretas III? Tan escasas son las certidumbres que los enigmas aumentan el valor de cuanto se conserva en la ciudad secreta.
Pese a la ausencia de datos, al recorrer las intrincadas sendas del valle, el viajero -se crea Burckhardt, Indiana Jones, o él mismo- anhela encontrar en Petra también una teoría sobre la perfección y grandiosidad de las construcciones que ve, alguna de las cuales alcanza 45 pasmosos metros de altura; sobre la belleza de un estilo de inspiración romana y de las múltiples influencias que se observan (egipcias, asirias...); sobre lo depurado de una técnica mediante la cual columnas, frisos, urnas, bajorelieves y cámaras funerarias (triclinios) surgen excavados de la montaña, concebidos y resueltos como una única piedra; y por último sobre el número extraordinario de templos y monumentos, más de 500, que en ciertos tramos muestran un hacinamiento tal que recuerda al de las ciudades más densas.
Hay un dicho árabe que emparenta a quienes sólo actúan por razones crematísticas con los nabateos. Plinio el Viejo indica su acuerdo al señalar que en Petra se ha de pagar hasta «por el aire que se respira». Al parecer el control que los nabateos ejercieron sobre las rutas comerciales fue rigurosísimo; y esa riqueza que empezaron a acumular en el valle secreto fue la que saquearon sin encontrar resistencia los seléucidas. La defensa de sus ganancias exigió a los nómadas la creación de un estado y la fundación de una ciudad, es decir, la conversión de lo natural (montañas, rocas...) en construcción y símbolo. Esa ciudad, encerrada entre altas montañas y sólo accesible a través de un largo e impenetrable desfiladero, fue el mejor baluarte de una riqueza que en los cinco siglos posteriores debió alcanzar un poder inimaginable, como difíciles de imaginar resultan, aun después de verlos, los monumentos de Petra en mitad del desierto.
Pese a existir un enorme número de templos en Petra, cuanto ha quedado en pie sólo habla de los muertos. A veces también de los dioses, que conocemos superficialmente, pero resulta evidente que a los nabateos les preocupó sobre todo la memoria de los ausentes. A ellos dedicaron lo mejor de su ciencia y, por lo que parece, las fiestas y ritos más distinguidos. Alguien ha aventurado que posiblemente los ciudadanos nabateos, tras su muerte, pasaban a formar parte del elenco de dioses. Esta hipótesis proporciona una explicación razonable a lo que los ojos ven: riqueza y religión aparecen como un mismo argumento que ampara la creación de la Ciudad y la devoción hacia quienes fueron capaces de crearla.
El destino —pienso al ascender por un escarpado sendero, camino del lugar de los sacrificios— convirtió a Petra en metáfora de su propia concepción. Su valor fundamental fue negar lo único que distorsionaba el cenit alcanzado por la privilegiada y ostentosa civilización nabatea: el hecho de que los hombres mueran.
Hay algo, sin embargo, que me impresiona más que la metáfora de la inmortalidad que Petra encarna, y es la actual visión de la muerte de esa inmortalidad: las figuras mutiladas en los frisos, las aristas mordidas por la erosión, las piedras arrancadas de la única piedra, los colores irisados de la arenisca —maravillosos rojos, granas, azules, ocres, violetas— que el azar de las aguas ha pintado con indiferencia hacia lo que se concibió como símbolo de lo eterno...
Esos enigmas que oscurecen la rotunda claridad de la roca tallada, igual que la luz se abrevia en el súbito atardecer de abril.
Clarín nº 9. Mayo-junio, 1997
A las citas más importantes de una vida se llega a veces con unos minutos de adelanto que se malgastan frente a un café en cualquier bar que nunca reclamará su lugar en la memoria. Junto al descubrimiento y la belleza existen otros momentos olvidadizos en la sala interior de un restaurante de menú, con esas sillas de plástico, esas servilletas de papel y esas anodinas láminas enmarcadas que también hay, por ejemplo, en Venecia.
Antes de que se dibujen en los ojos del viajero las imágenes anheladas, tal vez durante años, existe un instante hueco e indiferente que con frecuencia adquiere el color anaranjado de un zumo. Un zumo con sabor a polvos rancios que jamás se aceptaría en otras circunstancias, pero que entonces uno sorbe despacio, absorto en su propia estampa. Podría estar bebiéndolo en cualquier país del planeta, frente a los mismos cortinajes de terciopelo granate, la misma mantelería, los mismos cubiertos. Y sobre todo el mismo orden en lo inmutable; por eso tal vez se actúe con tanta intransigencia en los hoteles: sus errores son agujeros por donde de súbito se cuela el tiempo.
Los visillos de este hotel ocultan la llegada del amanecer a las calles desangeladas de Wadi Moussa. Mientras bebo mi zumo no existen sus calzadas sin acabar ni su caótica proliferación de edificios sin gracia, dispersos por la pronunciada pendiente del valle. Tampoco se vislumbra la antigua Petra. Ni siquiera se consigue el dominio sobre la acostumbrada corporeidad. Y es que el tiempo no ha pronunciado aún su sentencia, seducido por el embeleco anaranjado de un zumo con gusto a medicina.
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tariq
[«camino»]
Con ser impresionante la estrechura que el capricho de las aguas ha excavado en el corazón de las montañas, esta garganta natural debe su extraordinario carácter sobre todo al hecho de haber sido la puerta de una ciudad. Una puerta cuyo umbral se prolonga más de un kilómetro en forma de un angosto desfiladero, cuya anchura no supera a veces los dos metros entre paredes que ascienden desnudas hasta alcanzar los doscientos. Una puerta capaz de convertir en inexpugnable una ciudad.
Este paisaje agreste perteneció durante siglos al país de los edomitas. Su reino bíblico, Edom, ocupó una estrecha y estirada franja entre el desierto, que se extiende con tozudez hacia oriente, y las feraces tierras de Palestina. Tras su decadencia, en el siglo VI anterior a nuestra era, la parte oriental cayó en manos de un pueblo de pastores y mercaderes procedentes del desierto, los nabateos. Esta tribu aprovechó el refugio natural que forman las altas montañas en torno al valle secreto para guardar rebaños y especias. Dos siglos más tarde, mientras sus caravanas recorrían las rutas de comercio, los seléucidas atacaron el desguarnecido enclave y saquearon ganado y riquezas. En la historia de ciertas ciudades poderosas hay siempre un episodio similar. Tras el expolio los nabateos decidieron convertir las altas montañas en muros inexpugnables y la larga y angosta garganta, única entrada al valle secreto, en puerta de una ciudad. Transformaron sus costumbres nómadas de pueblo beduino en un reino organizado y sedentario. Y más tarde opulento. Aquel agreste paisaje del antiguo país edomita, ahora en manos de una tribu del desierto, estaba a punto de erigirse en Petra.
Aunque me quiten el aliento la cortadura natural y los juegos de la erosión sobre las rocas de arenisca, cuando me adentro en el desfiladero me ronda una leve inquietud que no procede del encanto de recovecos y sombras, sino de la conciencia, más o menos difusa, de que entro en una Ciudad. Una ciudad, además, que sólo quiso guardar memoria de sus muertos.
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gayb
[«ausencia», el corazón está ausente del conocimiento de lo que está ocurriendo en situaciones humanas, por la preocupación que los sentidos tienen con lo que les está influyendo]
Los mil doscientos metros de desfiladero, recorridos a pie y en silencio, sumados a la tensión que provoca el cruce entre naturaleza e historia, redoblada por pequeños monumentos funerarios, precipitan un pensamiento que no colma lo que los ojos ven; que necesita algo más donde nutrirse: un mito, un recuerdo, una fantasmagoría. Algo.
Un escritor francés, Jean-Marie G. Le Clézio, ha sublimado esa visión del europeo al adentrarse en Petra. Su personaje, un turista actual, incluso se llama Johan Lewis Burckhardt, como el explorador suizo que, convertido al islam, descubrió Petra para occidente en 1812. Tras el abandono y el olvido, desde el siglo XII sólo los beduinos habían habitado entre sus ruinas.
El personaje de Le Clézio no permite que sea su propia experiencia quien descubra Petra. Necesita evocar una primera vez. La vez primera que unos ojos nacidos en Europa vieron aquello, como si ese mito del descubrimiento (¿reminiscencias de la virginidad, tal vez?) tuviera más valor que la visión personal. No resulta extraño oír, en el último tramo de la garganta, exclamaciones parecidas a ésta: «¡qué impresión debió sentir el primer hombre que veía esto!». También el turista de Le Clézio renuncia a ser él mismo: «De repente, lo he visto. El Tesoro, la levedad, la ternura. La novedad. Una idea, antes que una idea, un sueño... Tal como ha aparecido, en esta mañana del 22 de agosto de 1812».
Los mitos endebles y las fantasmagorías forman parte de una misma distorsión. Al anochecer, el turista que se imagina ser Burckhardt no regresa al hotel. Vaga entre las tumbas. Se adentra en una de ellas y se acuesta. Una beduina -obvio será decir que se trata de una «jeune fille» que ha estado siguiéndole durante todo el día- aparece de repente y se sienta a su lado. Él «se hunde en el sueño del tiempo» y la narración concluye. Autor y personaje ignoran que tras su relato, al amanecer, el padre, el hermano o un tío de la joven beduina posiblemente la sacrifique para lavar la honra mancillada de la familia.
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simsima
[«semilla de sésamo», una percepción demasiado sutil para ser expresada.]
De súbito, las paredes, que caen como deslucidos cortinones de teatro, y la penumbra de armarios arrumbados que reina en la garganta se resquebrajan. Entre la silueta atropellada de la roca se abre una fisura vertical por donde mana la luz. Conforme se acostumbran a la nueva claridad, mis ojos ven a lo lejos el ángulo de un frontón con su cornisa y su friso bien labrados, y el arquitrabe pulido que descansa sobre el acanto de un capitel. Si avanzo, la herida se descarna un poco más y el ángulo forma el tímpano y el capitel la columna, y entre la columnata corintia del pórtico aparece sobre la piedra rosácea la figura amputada de un jinete y su caballo. Es el Tesoro. Así lo llamó la malicia de los beduinos, incrédulos de que tanta belleza se debiera sólo a sí misma, de que no ocultara ningún tesoro más allá del que mostraba.
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sirr al-hal
[«el secreto del conocimiento», la realidad que existe para uno que posee ese conocimiento]
Todo lo que se cree saber sobre el reino nabateo y sobre su capital resulta un pequeño montón de ganga frente a la contundencia de la roca labrada. ¿Fue un pueblo de origen arameo o árabe? ¿Procede el nombre de la ciudad del étimo griego que significa roca o del árabe batara («cortar»)? ¿El Tesoro es un templo en honor a Isis, o la cámara funeraria del gran rey Aretas III? Tan escasas son las certidumbres que los enigmas aumentan el valor de cuanto se conserva en la ciudad secreta.
Pese a la ausencia de datos, al recorrer las intrincadas sendas del valle, el viajero -se crea Burckhardt, Indiana Jones, o él mismo- anhela encontrar en Petra también una teoría sobre la perfección y grandiosidad de las construcciones que ve, alguna de las cuales alcanza 45 pasmosos metros de altura; sobre la belleza de un estilo de inspiración romana y de las múltiples influencias que se observan (egipcias, asirias...); sobre lo depurado de una técnica mediante la cual columnas, frisos, urnas, bajorelieves y cámaras funerarias (triclinios) surgen excavados de la montaña, concebidos y resueltos como una única piedra; y por último sobre el número extraordinario de templos y monumentos, más de 500, que en ciertos tramos muestran un hacinamiento tal que recuerda al de las ciudades más densas.
Hay un dicho árabe que emparenta a quienes sólo actúan por razones crematísticas con los nabateos. Plinio el Viejo indica su acuerdo al señalar que en Petra se ha de pagar hasta «por el aire que se respira». Al parecer el control que los nabateos ejercieron sobre las rutas comerciales fue rigurosísimo; y esa riqueza que empezaron a acumular en el valle secreto fue la que saquearon sin encontrar resistencia los seléucidas. La defensa de sus ganancias exigió a los nómadas la creación de un estado y la fundación de una ciudad, es decir, la conversión de lo natural (montañas, rocas...) en construcción y símbolo. Esa ciudad, encerrada entre altas montañas y sólo accesible a través de un largo e impenetrable desfiladero, fue el mejor baluarte de una riqueza que en los cinco siglos posteriores debió alcanzar un poder inimaginable, como difíciles de imaginar resultan, aun después de verlos, los monumentos de Petra en mitad del desierto.
Pese a existir un enorme número de templos en Petra, cuanto ha quedado en pie sólo habla de los muertos. A veces también de los dioses, que conocemos superficialmente, pero resulta evidente que a los nabateos les preocupó sobre todo la memoria de los ausentes. A ellos dedicaron lo mejor de su ciencia y, por lo que parece, las fiestas y ritos más distinguidos. Alguien ha aventurado que posiblemente los ciudadanos nabateos, tras su muerte, pasaban a formar parte del elenco de dioses. Esta hipótesis proporciona una explicación razonable a lo que los ojos ven: riqueza y religión aparecen como un mismo argumento que ampara la creación de la Ciudad y la devoción hacia quienes fueron capaces de crearla.
El destino —pienso al ascender por un escarpado sendero, camino del lugar de los sacrificios— convirtió a Petra en metáfora de su propia concepción. Su valor fundamental fue negar lo único que distorsionaba el cenit alcanzado por la privilegiada y ostentosa civilización nabatea: el hecho de que los hombres mueran.
Hay algo, sin embargo, que me impresiona más que la metáfora de la inmortalidad que Petra encarna, y es la actual visión de la muerte de esa inmortalidad: las figuras mutiladas en los frisos, las aristas mordidas por la erosión, las piedras arrancadas de la única piedra, los colores irisados de la arenisca —maravillosos rojos, granas, azules, ocres, violetas— que el azar de las aguas ha pintado con indiferencia hacia lo que se concibió como símbolo de lo eterno...
Esos enigmas que oscurecen la rotunda claridad de la roca tallada, igual que la luz se abrevia en el súbito atardecer de abril.
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