POESÍA, de Pierre de Ronsard.
Pre-Textos, Valencia, 2000.
En 1531, en las proximidades de Viena, el emperador ordenó detener y encarcelar en una isla del Danubio a su contino Garcilaso de la Vega. El rey le acusaba de haber asistido a una boda prohibida, pero los biógrafos dudan de que falta tan venial ocasionara tal castigo. Parece un pretexto. El motivo habría que buscarlo, seguramente, dos años atrás, en 1529, cuando Carlos V fue coronado emperador en Bolonia y Garcilaso formaba parte de la corte como asistente real, y también amigo. El poeta sin embargo no escribió ni un simple soneto sobre el trascendente acontecimiento. Ni siquiera un endecasílabo rimó que no hablara de su amor ideal. Nada más empezar a leer a Pierre de Ronsard (1524-1585) surge nítido el recuerdo de Garcilaso: el emperador jamás hubiera ordenado detener a Ronsard, pues éste hubiera escrito sin arrobo miles de versos loando su figura y milagros. El hecho de que el Renacimiento llegara aquí de la mano de un poeta tan «puro» como Garcilaso convierte la lectura del «impuro» Ronsard en una aventura contra las conceptos esenciales.
Del primer soneto a la última égloga, para Garcilaso sólo hubo un nombre de mujer ideal, Elisa; Ronsard entre tanto dedicó cancioneros a Casandra, a María, a Astrea, a Helena... Si para el toledano la mitología era fuente de significados verdaderos, a Ronsard no le dolían prendas al convertirla en mero chiste: «Para aliviar mi pena, bien quisiera / ser Narciso y saber que ella es la fuente, / y sumergirme allí toda una noche». Si aquel tenía una concepción trascendente de la naturaleza, el francés no se arredra ante los elementos si convienen a su malicia: «El Cielo no es perfecto por ser grande, / sino por ser redondo como un pecho». Y finalmente, si en el uso del carpe diem como argumento para conseguir los favores de la dama Garcilaso siempre mantuvo la elegancia en sus metáforas sobre lo que aguarda tras la juventud («la nieve [en] la hermosa cumbre»); Ronsard no dudó en cargar las tintas: «en tu cara no habrá más que los dientes, / como los puedes ver en las calaveras / que rebosan en tantos composantos». Ronsard no fue, desde luego, poeta de la estirpe de Garcilaso.
Tal vez por esta frescura deshinibida y por este gusto hacia el juego, Antonio Machado confesó haber cortado las rosas en su jardín y no en otros cancioneros renacentistas. Hay en Pierre de Ronsard un guiño irónico y una distancia con los sentimientos que está poetizando que ha resultado ser uno de los escasos elementos que la poesía contemporánea, tan dada a quitarse pesos de encima, ha conservado de la tradición. Y este es, desde luego, un buen motivo para recuperar su lectura —sus traducciones son escasísimas— y liberarle de aquella cárcel alejandrina donde le encerrara el verso feliz de Campos de Castilla. Carlos Pujol propone un magnífico itinerario para adentrarnos en el laberinto que es su obra desmesurada, primero en un prólogo de dimensiones exactas, y después en una selección y traducción certeras. La mala suerte de Ronsard en España ha concluido con la edición de este libro.
El carpe diem fue el tema estrella del Renacimiento, no tanto porque apesadumbrara la juventud de los poetas como porque proponía aligerar el largo proceso de cortejar a una dama. Y aquí hay otra diferencia entre el malogrado Garcilaso y Ronsard. Éste conoció la verdad que anidaba en su tema: la vejez, el dolor y la proximidad de la muerte. Y lo dejó escrito en unos poemas —verdaderos— que estremece leer: «pero nada su musa pudo contra la Muerte».
[El Ciervo nº 601. Abril, 2001]
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