domingo, 18 de febrero de 2018

Revolucionario y conservador. Juan Eduardo Cirlot


BRONWYN, de Juan Eduardo Cirlot 
Siruela, Madrid, 2001 

Un verso de Joseph Vicenç Foix hizo célebre una actitud que mantuvieron muchos vanguardistas solitarios: «Me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo». También Juan Eduardo Cirlot (1916-1973), poeta extraño y singular donde los haya, decía de sí mismo algo parecido, aunque con menos gracia: «Realmente —escribe en una carta de 1971— soy un hombre antinómico y con frecuencia conflictual. Vanguardista y reaccionario, revolucionario y conservador». El acierto verbal de Foix tiene, sin embargo, un inconveniente: presenta los opuestos en completa armonía. La rudeza expresiva de Cirlot le aventaja en este aspecto: la reunión de los opuestos es antinómica y conflictiva, y lo subraya con el uso de palabras que no admiten reconciliación entre sí: reaccionario y revolucionario. Esta incomodidad que Cirlot reconocía en su obra se percibe latente en cada uno de los estratos de comprensión del ciclo final de su obra poética: los dieciséis libros que forman Bronwyn.
     Tan radical es la reunión de contrarios en la personalidad artística de Cirlot que impregna Bronwyn desde su misma génesis. Este ciclo, que propició una erudición posiblemente única en la España de su época, cuyos frutos van desde su importante Diccionario de símbolos hasta su magnífica colección de armas medievales, nació del más trivial de los actos: una película contemplada al acaso de una noche de verano. Y la obsesión por esa mítica figura de mujer mesiánica, Bronwyn, que tantos matices de pensamiento y belleza poética le permitió alcanzar, nació de la pasión por la actriz Rosemary Forsyth, que encarnaba ese papel en la película El señor de la guerra. Que tan ambicioso proyecto poético, que tuvo además implicaciones en muchos ámbitos de su trabajo intelectual, tuviera su génesis en una simple película de aventuras resulta, cuando menos, inquietante; signo inequívoco de una verdadera simbiosis contra natura entre lo viejo y lo nuevo.
     Cada uno de los dieciséis libros que desarrollan la obsesión poética de Bronwyn contiene implicaciones estéticas que lo enfrentan a los demás. A veces son evidentes, como el misticismo del conjunto VIII frente a las pueriles aliteraciones pseudovanguardista del V, o el deliberado prosaísmo del libro Z. En otras ocasiones, sin embargo, son más sutiles y enfrentan la dicción clara al hermetismo, el verso métrico impecable a la ruptura sintáctica, el collage a la sentencia... También la experimentación en la escritura sigue dos sendas divergentes; una, exterior, conduce directamente a las técnicas de la poesía experimental y neovanguardista; pero existe también otra indagación de mayor envergadura, en los libros VII y W, mediante la creación de fragmentos de doce versos (agrupados en tres o cuatro estrofas) con vibrantes y lúcidos juegos de repeticiones que sugieren una ambiciosa relación entre la música dodecafónica y la escritura. El hecho de que Cirlot, que era capaz de elaborar ritmos poéticos que aún hoy resultan de una novedad escalofriante, no renunciara a adoptar los vestigios más triviales de su época (versos como: «Hablo sin canto / lloro sin llanto») da la razón profunda de su íntima conflictividad. No creo que exista un lector tan aséptico que ensalzado una de las partes de este libro no deseara que hubieran permanecido inéditas otras.
     Activo militante de todas las escrituras poéticas, capaz de pensar su obsesión por el mito inasible de Bronwyn al mismo tiempo como poesía fonética y como un impecable soneto, Juan Eduardo Cirlot reescribe en este magno, complejo y extraordinario ciclo el sentido profundo de la vanguardia verdadera, que no consiste en cantar lo nuevo, ni en soñar lo inaudito, sino en la incesante e insaciable superación —traición incluso— de las convicciones y convenciones más arraigadas.

[El Ciervo nº 602. Enero de 2002]

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