sábado, 14 de julio de 2018

Biografía vestida de blanco. Christian Bobin sobre Emily Dickinson


La primera vez que la editorial Árdora tradujo un libro de Christian Bobin (1951) lo hizo en una colección de tamaño pequeño, arriesgado diseño minimalista y cubiertas levemente onduladas donde aparecían libros solitarios, como las desmemorias de Satie, el Silencio de John Cage o una Antología de poetas suicidas. El de Bobin que publicaron en 2006, Autorretrato con radiador, resulta un libro tan solitario como sus compañeros: «es la palabra la que nos hace ver, no son los ojos, nunca son los ojos». Este dietario escrito entre 1996 y 1997 posiblemente sea uno de los mejores libros de Bobin. Una década más tarde, la primera edición aún se podía encontrar en los estantes de las librerías, lo que resultaba asombroso: no creo que hubiera otros títulos de 2006 aún a la venta.
    Ahora que la editorial Árdora ha decidido renacer, con mudanza de tamaño y cubierta más convencional (tipográficamente algo despistada: cuatro tipos diferentes para cinco palabras), lo hace de nuevo con un Bobin. Pero algo esencial también ha cambiado: ya no es un libro solitario. A su lado, en la mesa de novedades, hay hasta media docena de traducciones recientes de Christian Bobin. Se diría que está de moda si no fuera porque todos ellos han sido publicados por editores independientes y quizá también algo solitarios.
    Autor prolífico —supera los cincuenta títulos publicados desde 1977, en ocasiones hasta cuatro por año, aunque nunca con demasiadas páginas—, tiende a veces hacia el ensayo y otras hacia la escritura memorialista e incluso nítidamente poética, aunque siempre en prosa. La dama blanca pertenece a los primeros y es —junto al también traducido Las ruinas del cielo (Zaragoza, 2012)— una de las obras maestras de su especial manera de abordar el ensayo, en este caso, de carácter biográfico.
    A diferencia de Pascal Quignard o de Ramón Andrés, por ejemplo, Bobin no es un escritor erudito. Esta biografía de Emily Dickinson, «la dama blanca», reproduce menos nombres y menos fechas que cualquier recensión de internet. Su interés ensayístico es exclusivamente moral. Si «moralista» fuera una palabra que hubiera mantenido la dignidad se le podría aplicar sin rubor. En una vida Bobin busca los vestigios que puedan enseñar algo sobre la vida. Rastrea el sentido moral que deja lo vivido. El fragmento donde trata de la aversión de la poeta norteamericana a la fotografía («¿Os lo podéis creer? No tengo retrato…») concluye con esta intempestiva aseveración: «La tiranía de lo visible nos convierte en ciegos. El resplandor del verbo atraviesa la noche del mundo».
    La elección de Emily Dickinson como protagonista del pensamiento moral de Bobin no es casual. Sus vivencias (el modo de «desaparecer», la reclusión, el alejamiento) sirven como exacto contraste ante las vivencias del presente (la obsesión por aparecer, la impunidad, la centralización). Frente a la época «del exterior» (la de entonces, pero también la actual), que «cree que no hay nada más intenso que lo que llamamos un “acontecimiento” —algo que hace ruido, que va rápido y que en ningún caso nos podemos perder», Bobin le descubre al lector «la mujer de lo interior. También ella quiere la más intensa vida, pero la busca en la zona de la vida tímida, lenta y silenciosa, en la vertiente sombría de los días…». Un propósito vital que comparte el escritor Bobin, quien como Emily vive en su región de origen, en una casa apartada, con un pensamiento a contracorriente de los «acontecimientos».
    Existe también otra razón importante. Cuanto más se acendra en su retiro, más leve y emocional se convierte la imagen dickinsoniana de Dios —«La casa es mi definición de Dios», llega a escribir la dama de blanco—. Bobin, escritor católico en busca siempre de una comprensión de lo religioso que entrelace la realidad, la naturaleza y lo espiritual, descubre en la jardinera de Amherst que cocía su propio pan, en la escritora que guardaba los poemas para nadie y en «su lucha a muerte con la muerte» una idea modélicamente humanizada de la divinidad: «Dios es el lector absoluto».

[Clarín nº 135. Mayo-Junio, 2018]

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