El espacio y el tiempo ubican, ordenan, relacionan y guardan memoria de las experiencias, y como consecuencia también ahondan en las condiciones de la existencia. Ambos virtuosos conocimientos caracterizaron al primer personaje literario, el protagonista del Poema de Gilgamesh (XII a.C.): «el sabio en todo, /el que vio lo más hondo, / los cimientos del país /… / sabio perfecto /… / nos trajo noticias / de antes del Diluvio». Gilgamesh, como héroe épico, posee la «totalidad de la sabiduría», la que domina la extensión del espacio y la antigüedad del tiempo.
Los poemas tradicionales chinos de la dinastía Zhou, entre los siglos XI y VII a.C., convierten en materia de un lirismo estremecedor tanto el espacio circundante, que encarna la exaltación temática: «Las trepadoras del campo / cubiertas están de rocío. / ¡Qué hermosa su figura, / qué bellas sus cejas! / El encuentro fue casual / y a mis deseos se avino.»; como el tiempo, que se pliega o extiende a requerimiento del tema: «A por artemisas fuiste. / Un día sin verte / es como tres años».
No es difícil establecer la simetría de espacio y tiempo en las obras literarias de la antigüedad. Ya sea como entendimiento denotativo —la doble condición del «sabio», conocer el «país», el territorio, y las «noticias», la historia—; ya sea como entendimiento connotativo, al constituirse en elementos intensificadores del tema —la capacidad de sugerencia de la naturaleza o la ductilidad subjetiva, casi bergsoniana, de lo temporal.
En el presente, sin embargo, poco queda de aquella antigua e inicial simetría. En las lecturas contemporáneas el espacio y el tiempo pertenecen a magnitudes literarias diferentes. Y disímiles. La mención temporal en cualquier texto se asume de inmediato como la expresión de un tema. Y, de hecho, los temas que contienen el tiempo como esencia se encuentran entre los que son valorados por su mayor hondura de pensamiento. La mención espacial, por el contrario, se concibe solo como el uso de un recurso literario, la descripción, que como tal queda sometida a los designios de un tema. Incluso cuando la descripción ocupa el cuerpo del poema, con frecuencia en su comentario se evoca el tiempo. Es más, la dimensión temática del espacio se establece a través del tiempo. Así, la evocación de unas ruinas se adscribe, por ejemplo, al tema del paso del tiempo y de la caducidad de la existencia.
En algún momento, en el curso de las ideas y de las concepciones, espacio y tiempo empezaron a desarrollarse como valores asimétricos. Es posible que ese punto de inflexión lo haya marcado Cicerón (106-43 a.C.) en una de sus obras juveniles, pero de larga vida didáctica, De inuentione rhetorica, en la que conceptualiza de manera desequilibrada uno y otro concepto, mientras el espacio se concibe como «la oportunidad» que ofrece para la realización de un hecho, el tiempo «constituye una parte de la eternidad». La oportunidad es siempre un recurso; la eternidad, un tema.
Esta asimetría, ya asentada, deja huérfanas de comprensión sobre todo a las obras contemporáneas que sitúan el lugar —sea geográfico, vivencial, abstracto o simbólico— en el centro de sus poéticas; por cierto, cada vez más numerosas y de mayor ambición. Cualquier meditación temporal se inscribe en una tradición exegética en la que es enteramente interpretada; el protagonismo del espacio, sin embargo, carece de un paradigma en el que la crítica pueda señalar variaciones y valores. Por citar solo el más reciente de los ejemplos, el poeta Julián Cañizares Mata (1972), que ha publicado en 2013 su último libro, Lugar y esquema, escribe versos que erigen en el epicentro temático de su poesía el espacio: «Tengo ese lugar en casa, / cuando quiero decir las palabras que siento». Cuando se concibe el «lugar» como generador de escritura, ¿puede analizarse como una mera descripción o como un recurso?
El papel generador de sí mismo del espacio para convertir un simple acontecimiento en un tema literario procede también de la literatura más antigua. Un célebre pasaje de la Ilíada (VIII a.C.), el abrazo de Zeus y Hera, muestra cómo el protagonismo del acto erótico se ve envuelto por la acción maravillosa de la naturaleza, que no solo proporciona la intimidad a la pareja para la que Zeus la convoca, sino que les ofrece una auténtica encarnación de su intensidad creadora: «Dijo así, y el Cronión estrechó a su mujer en sus brazos / y, bajo ellos, la tierra divina creció verde yerba, / loto fresco, azafrán y jacinto muy tierno y espeso / cuyo grueso debía a los dos proteger sobre el suelo. / Acostáronse allí y se cubrieron con una áurea nube / desde donde un brillante rocío perlaba sus gotas» (Canto XIV).
Esta capacidad del espacio para generar intensidad de amor, es decir, tema, cuajó en Roma en un género literario, la poesía bucólica, que estableció la idealidad del paisaje, es más, que delimitó la única visión poética del paisaje durante mil quinientos años. El locus amoenus entrelazó para el pensamiento poético la intensidad de la naturaleza (locus) con la intensidad del amor (amo-enus). De la capacidad creativa de este tópico, que pese a su dilata vida no conoció anquilosamiento, la literatura española tiene un magnífico ejemplo en Garcilaso de la Vega (1501-1536), que escribe en el extremo de la vida del tópico con una vitalidad estilística y temática que asombra: «Corrientes aguas puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas, / verde prado de fresca sombra lleno, / aves que aquí sembráis vuestras querellas…» (Égloga I).
Vitalidad y fortuna tuvo también una ramificación del locus amoenus en el que la naturaleza se alza como fuente inagotable de símbolos místicos. La primera de las visiones de Hildegarda de Bringen (1098-1179), recogida en su libro Scivias (1151), recurre al espacio para comprender el significado de sus sueños: «Miré —y entonces vi algo como una gran montaña de color gris acerado. Sobre ella sentado en un trono una regia figura llena de luz…». Esta suerte de locus misticus, que cede todo el protagonismo imaginativo al espacio, tuvo su cenit, sin duda, en las dos estrofas unitivas del Cántico Espiritual, donde San Juan de la Cruz (1542-1591) evoca el encuentro con la divinidad: «Mi amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos…». Y en la declaración el poeta anota el mayor elogio al concepto de lugar que se haya escrito nunca: «Y es de notar, que en estas dos Canciones se contiene lo más que Dios suele comunicar a este tiempo a un alma». Es decir, la revelación más alta: las montañas, los valles, los ríos…
También en la filosofía antigua el espacio era objeto de reflexiones sobre el conocimiento en las que prendía una dimensión temática. Hay un fragmento de Heráclito (V a.C.), que se lee como central en su pensamiento, que tal vez admita también una lectura literaria: «Muerte es todo lo que vemos, cuando estamos despiertos; mas lo que vemos estando dormidos, es sueño». La interpretación de «muerte» como imposibilidad del conocimiento no impide que, en sí mismo, el término ofrezca una connotación temática: los lugares nos hablan de su fugacidad —no temporal, sino espacial, puesto que también las cosas «mueren» en quien trata de conocerlas—. Es, pues, la observación del lugar la que convoca la idea de la muerte. Reflexión poética que el Barroco enunció casi con literalidad. Recuérdese, por ejemplo, el celebérrimo soneto de Francisco de Quevedo (1580-1645) que estos dos sobrecogedores endecasílabos cierran: «Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte.» (Salmo XVII). Suelen interpretarse estos dos versos, por cierto, siguiendo literalmente sus fuentes en Séneca y Ovidio, como un reflejo biográfico de la vejez. Si se tiene en cuenta que existe una versión del soneto escrita cuando Quevedo tenía 33 años, tal vez el valor de «muerte» no sea exactamente el equivalente a vejez, y esté más próximo al enunciado de Heráclito: la caducidad del espacio. Aquello que afirmó con tanta clarividencia Baudelaire: «Le vieux Paris n’est plus (la forme d’une ville / change plus vite, hélas! Que le cœur d’un mortel» [Nada queda del viejo París, una ciudad / cambia, ay, más veloz que un corazón mortal] («Le Cygne»).
Pero nunca se ha reconocido la capacidad del espacio para conceptualizar un tema esencial como es la desaparición —o la pervivencia— de los lugares donde el ser humano se ha sentido ser. El propio Ernest Robert Curtius (1886-1956) afirma que tampoco lo ha logrado, pese a su persistencia durante milenio y medio, y también pese a su insistencia, el lugar del amor: «Al locus amoenus no se le ha reconocido hasta ahora categoría de tema retórico-poético independiente; sin embargo, constituye, desde los tiempos del Imperio romano hasta el siglo XVI, el motivo central de todas las descripciones de la naturaleza» (Literatura europea y Edad Media Latina). El «hasta ahora» de Curtius se refería a 1948, fecha de la primera edición alemana del libro, pero sin dificultad se puede leer literalmente: hasta hoy. No se le ha reconocido al espacio un paradigma temático análogo al desarrollado para el tiempo. La antigua simetría de conocimientos y de valores connotativos ha quedado, con el paso de los siglos, desvirtuada. El tiempo es un tema esencial del ser humano. El espacio, un mero recurso que lo acompaña, una circunstancia. Y es, sobre todo, la incapacidad para ser comprendido de otra manera, en otra dimensión más compleja. Porque «al locus… no se le ha reconocido hasta ahora categoría de tema… independiente».
En ausencia de este paradigma temático del espacio a la crítica se le hace difícil percibir el calado de ciertas propuestas poéticas contemporáneas, e imposible establecer una referencia que las convoque y relacione. La intuición de un lector de poesía actual sugiere que los autores han ido mucho más allá de lo que los exégetas han sido capaces de entender. La concepción de lo temporal supuso, por ejemplo, un eje en torno al cual vertebrar tanto la ascendencia como la creatividad de las poéticas de posguerra. En los últimos treinta años, sin embargo, la crítica carece de un concepto inmanente alrededor del cual comprender las aspiraciones poéticas. Se suele suplir esta ausencia con apelaciones, más o menos disfrazadas, a lo externo, a lo enunciado como idea de la poesía, incluso a lo polémico. Cuando es posible —mera intuición de lector, repito— que el elemento vertebrador de las obras más significativas del presente sea la construcción poética a partir de una particular idea del lugar —desde sociológica hasta simbólica, desde fenomenológica hasta mítica, desde geográfica hasta metafísica, pues con todos estos matices del conocimiento poético ha trabajado, y se han diferenciado entre sí sus integrantes, la actual generación—. El desconocido nexo común de la poesía del presente posiblemente se descubra en el protagonismo del espacio en la comprensión poética del sujeto y de la realidad, en la conceptualización del espacio no como recurso literario, sino como tema central del ser contemporáneo, que tal vez haya empezado a dejar de sentirse tiempo para comprenderse como lugar. Como encarnaciones de un lugar.
[Quimera nº 365. Abril de 2014 / Cão Celeste nº 5. Lisboa, Maio, 2014 / in: José Ángel Cilleruelo, Almacén. Dietario de lugares, Ed. Polibea, Madrid, 2014. Págs. 96-104]
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