I
[Sur Cultural 185. Sur. Málaga, 14 de enero de 1989]
II
Hace exactamente treinta años y una semana apareció el artículo titulado «El mito de Eróstrato en el arte actual» en un periódico de Málaga. Se publicó también en Jerez y en Tenerife. Los periódicos locales, entonces, eran la prensa universal.
Treinta años después no
podría escribir de otra manera este artículo. Como cuenta la fábula de Sung-Iü,
por regla general la calidad de artista y obra es inversamente proporcional a
la cantidad de público interesado. Ahora bien, si en el Renacimiento lo esencial
era la construcción de la obra, sin que receptores —ni tampoco el emisor—
importaran demasiado, y si en el Romanticismo lo esencial era el poeta —aunque
no escribiera o nadie lo hubiese leído—, la nuestra es la edad del público. La de
Eróstrato. Treinta años después no existe otra opción: el público es el que
otorga la condición de artista. Lo saben bien los novelistas que al conocerse
no se preguntan por el nombre, sino por el estadillo de ventas. Y lo saben aún
mejor los políticos cuyos votantes borran del mapa en cuanto sienten que no han
sido emocionados lo suficiente. La
emoción, el público, Eróstrato —quien prendió fuego al templo de Artemisa para
hacerse famoso— parece ser ya el gran juez universal.
Ahora bien, en aquel artículo realizaba un vaticinio. La emoción sería bienvenida si, por ejemplo, acrecentaba los géneros privados —donde un emisor buscaba emocionar a un único receptor—, como el epistolar. No sé si me equivoqué o acerté. Ahora es el momento de juzgarme. Creo que acerté en algo: aunque no pudiera entonces —hace exactamente treinta años— ni siquiera soñar la invasión en los hábitos personales de lo que en su momento se denominó la red 2.0, los géneros privados se han multiplicado hasta el infinito: blogs —primero—, luego Facebook, Twitter, Instagram… No podía ni siquiera imaginar, sin embargo, la gran transformación que supuso en la mentalidad de quien desea escribir algo este fenómeno: los géneros privados se han convertido en públicos. La escritura personal se ha igualado en sus posibilidades de difusión con la escritura profesional (críticos, historiadores, comentaristas…) y con la escritura artística (escritores). Aunque su principio sigue siendo el mismo: quien consigue las llamas más altas en el incendio que sus palabras crean —la emoción en bruto, el invento de Eróstrato— atrae más gente, más tráfico, más prestigio.
Y ahí volví a fallar. Mi pronóstico pecaba de optimismo juvenil. Aunque tal vez me equivoque ahora con mi pesimismo senil y esta explosión de géneros privados (el gran poema del presente escrito cooperativamente por todos cuantos vuelcan en la red su conocimiento o su ignorancia, sus buenos sentimientos o sus rencores, su esfuerzo o su vagancia) sea la auténtica revolución literaria de la época (frente a los libros que se publican como literatura y que quizá no sean más que «el eco del eco del eco de un resplandor»). Un palimpsesto infinito que estamos empezando a leer, aunque aún no entendamos nada. Este vaticinio, me temo, ya no tendré tiempo de comprobarlo… en 2049.
Ahora bien, en aquel artículo realizaba un vaticinio. La emoción sería bienvenida si, por ejemplo, acrecentaba los géneros privados —donde un emisor buscaba emocionar a un único receptor—, como el epistolar. No sé si me equivoqué o acerté. Ahora es el momento de juzgarme. Creo que acerté en algo: aunque no pudiera entonces —hace exactamente treinta años— ni siquiera soñar la invasión en los hábitos personales de lo que en su momento se denominó la red 2.0, los géneros privados se han multiplicado hasta el infinito: blogs —primero—, luego Facebook, Twitter, Instagram… No podía ni siquiera imaginar, sin embargo, la gran transformación que supuso en la mentalidad de quien desea escribir algo este fenómeno: los géneros privados se han convertido en públicos. La escritura personal se ha igualado en sus posibilidades de difusión con la escritura profesional (críticos, historiadores, comentaristas…) y con la escritura artística (escritores). Aunque su principio sigue siendo el mismo: quien consigue las llamas más altas en el incendio que sus palabras crean —la emoción en bruto, el invento de Eróstrato— atrae más gente, más tráfico, más prestigio.
Y ahí volví a fallar. Mi pronóstico pecaba de optimismo juvenil. Aunque tal vez me equivoque ahora con mi pesimismo senil y esta explosión de géneros privados (el gran poema del presente escrito cooperativamente por todos cuantos vuelcan en la red su conocimiento o su ignorancia, sus buenos sentimientos o sus rencores, su esfuerzo o su vagancia) sea la auténtica revolución literaria de la época (frente a los libros que se publican como literatura y que quizá no sean más que «el eco del eco del eco de un resplandor»). Un palimpsesto infinito que estamos empezando a leer, aunque aún no entendamos nada. Este vaticinio, me temo, ya no tendré tiempo de comprobarlo… en 2049.
[2019]
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