sábado, 9 de marzo de 2019

Hacerse el mayor | Daniel Fernández Rodríguez, «Las cosas en su sitio»



Las cosas en sus sitio es un título de un extraño conformismo para ser el de un primer libro, pero es el que ha elegido Daniel Fernández Rodríguez (1988) para el suyo, que publica Siltolá Poesía (Sevilla, 2018). Lo saluda en contracubierta Luis Alberto de Cuenca con una primera frase donde desliza el adjetivo «clara», que es casi un manifiesto poético. Y en el centro de su texto inscribe un único nombre, Jaime Gil de Biedma. No sé si resultan alicientes para la lectura estos paratextos, quién sabe. El primer poema y el último sí parecen escritos en papel cebolla encima de otros poemas del poeta barcelonés; a propósito, el homenaje es explícito. El segundo poema, sin embargo, amplía la perspectiva de lectura. Su verso inicial —«Qué poco, Giulia, nos importa»— tiene ya un sabor inequívocamente horaciano. Y el tercero, «Adultos», que parece escrito años atrás, «Cuándo los niños / dejaremos de hacernos los mayores…», exhala un aire sentencioso indiscutible (incluso en el nivel irónico que puede suponer el poema leído en un autor de 31 años). Estas tal vez sean las dimensiones del campo que el poeta recién estrenado ha querido establecer: una poesía que restaure el sentido moral en sus temas tras, quizá, décadas de distorsiones diversas. Así, el título cobra tal vez su significado, no es un principio o una orden, sino un deseo.
     Las cosas en su sitio tiene, además de este propósito moral de restablecimiento del sentido primordial del pensamiento poético, otras dos líneas temáticas. La primera es el otoño, estación que ampara la mayor parte de los poemas. Es un símbolo amoroso. La mayoría de los poemas evocan relaciones, con la memoria del brillo que vivieron aún en los ojos, una vez han concluido. En tono distante, horaciano, sea de recuerdo o de lamento. Algunos finales de poema resultan explícitos: «…Qué poco valen / las monedas de plata que me llevo», «Tengo la casa llena de pétalos de antaño» o «Y ya te pierdo, / y ya te olvido». Son tres poemas que van seguidos en el libro. Esta perspectiva otoñal, propia del final de la vida y ajena al modo de vivir la juventud, remite a otro gran libro de finales de los 50: Las brasas (1960), de Francisco Brines, uno de cuyos libros tuvo por título El otoño de las rosas. Hay en este precipitar la edad, o cuando menos el punto de vista desde el que contar las vivencia, el tiempo por lo otoñal y la vida por sus pérdidas, una voluntad poética singular. Acaso la de regresar a una concepción clásica del poema —en temas, en métrica y también en perspectiva—, a un clasicismo cuyo marco ha definido bien con sus devociones: Horacio y Gil de Biedma. Igual que los niños del poema «Adultos» que imitaban a sus mayores un día heredarían sus preocupaciones. La imitatio es el camino. Otra vertebración clásica. De la misma manera que el jovencísimo Brines encarnó la herida temporal escribiendo desde su vejez, Daniel Fernández Rodríguez inicia su recorrido emocional desde el final de los sentimientos, pero no para sentir la huella del tiempo, sino la de la poesía restaurada en su sitio, es decir, en su razón de ser como acta moral de lo vivido.
    El tercer bloque temático, el que cuenta con menos poemas, aunque quizá los más ambiciosos, es el que se propone la comprensión poética del lugar. Destacan dos, en primer término «Tejerina», una hermosa evocación, en endecasílabos de corte clásico (ahora del Siglo de Oro: «tus lumbres, y tus casas y tus huertos»), de los espacios de la infancia y la adolescencia rurales. Y en segundo término —«nuestros caminos hoy discurren lejos»— los poemas sobre el espacio lejano: «La ciudad». Un poema en la órbita de los reconocimientos del sujeto ante el espejo que resucitó Gil de Biedma con tanto éxito: «Te empeñas en buscar aquella calle…» Un recorrido por la ciudad real en paralelo a la de la memoria que en lugar de darle corporeidad va disgregando el yo hasta convertirlo, con un tránsito espléndidamente logrado, en una mera tercera persona: «En el hotel hay un espejo / con un hombre mirándose».
     Es tal vez este poema, «La ciudad», uno de los mejores del volumen, el que reúne y funde los matices de los tres ámbitos temáticos por donde ha transitado la lectura: la necesidad de un sentido moral del poema, las pérdidas amorosas y el sentimiento otoñal, y el espacio como reflejo de una identidad en regresión… conforme se aleja del «chico boquiabierto» que fue. Es este oleaje el que sacude las percepciones del libro: detenerse a mirar es descubrir en lo que hay lo que ya no está. Detenerse a escribir es como «hacernos los mayores» y haber perdido «tan buenas / conversaciones» por ser, de hecho, «mayores». El sentido cabal del poema, en su sitio.

[Inédito]

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