domingo, 15 de noviembre de 2020

Georges Bataille, escritor de diarios

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El día 15 de marzo de 2020, domingo, tal como imagino que hicieron tantas personas, inicié un diario confinado. La ocurrencia resulta obvia, empezaba un período de extrañezas y valía la pena guardar las impresiones que iría provocando día a día. Elegí uno de los cuadernos hechos en India, con papel artesano y pliegos cosidos, que compro de vez en cuando por el encanto del objeto. Acababa también de conseguir un bote de tinta malva, lo que me pareció ideal como color para retratar una incierta época que se intuía crepuscular.
     El primer escritor en publicar su diario confinado ha sido Jordi Doce, en La vida en suspenso (2020), un expresivo aguafuerte del tiempo enclaustrado donde recoge los mínimos sucesos, las variaciones de humor y las reflexiones sobre el hecho mismo de vivir confinado. Los matices son importantes, porque muestran la respuesta a un desacostumbrado presente continuo, sin las fragmentaciones que en el tiempo impone la movilidad espacial. Un diario que retrata con fidelidad las percepciones (hiperbólicas a veces) del momento, radicalmente opuestas a lo que había sido habitual en la vida cotidiana. Aunque para un escritor lo habitual ya resultara antes un tanto recluido, nada se puede parecer en la normalidad a una restricción tan brutal del espacio como la vivida en los meses de marzo y abril.
    Ente los libros que leí durante los meses confinados, encontré una referencia al diario que inició Georges Bataille (1897-1962) el 5 de septiembre de 1939, martes, día en el que Francia entra en guerra con Alemania. Más tarde el diario se publicaría como uno de sus primeros libros, con el título de El culpable (1943). La mención a Bataille se quedó revoloteando, y en la primera visita que hice a una librería (donde había que entrar con guantes, gel, mascarilla, precaución y casi con susto) conseguí el libro. Tal vez deba apuntar que nunca fui devoto de Bataille. Aunque tal vez sea una impresión que tengo ahora, pues cuando revisé los dos ensayos suyos que conservaba en los estantes, los vi profusamente subrayados y con múltiples anotaciones en los márgenes. Así que seguramente fui más admirador de lo que recordaba. Durante mi formación, cuando leí aquellos libros, los dos ensayos más célebres, Bataille estaba en boca de todos mis conocidos. Digamos que acabé aburriéndolo de tanta insistencia. Por eso quizá me perdí sus primeros escritos. Y también sus novelas eróticas, género que siempre me pareció redundante. Las novelas creo que no las recuperaré nunca, pero me ha gustado volver a su obra inicial. Un Bataille antes de Bataille. Un pensador en plena adolescencia, aunque tuviera ya 46 años.
    Mi interés inicial por este libro queda ejemplarmente defraudado en las dos primeras frases de El culpable: «La fecha en la que comienzo a escribir (…) no es una coincidencia. Comienzo en razón de los acontecimientos, pero no para hablar de ellos» (cito la traducción de Fernando Savater reeditada en 2018 por Taurus). Un poco tarde tal vez para mí, ya concluido el confinamiento, pero recibo del libro la primera lección para un diarista: desentenderse de los acontecimientos, en especial cuando son estos los que condicionan la escritura de un diario. Los acontecimientos, su descripción, carecen de protagonismo en la escritura del yo. Amarillearán con el papel de periódico que los desgrana a diario. El tiempo deshará su densidad de acontecimiento igual que la intemperie corroe cualquier metal. Y, sin embargo, percibo que lo más volátil, la maleza que deja crecer Bataille en su prosa diarística, mejor diré, en sus improvisaciones en prosa, resulta pétrea. «Mi pensamiento escrito… tiene la inmovilidad de la piedra» frente a la espuria movilidad de lo acontecido. El gusto por la expresión paradójica de Bataille («Subo bajando» sería un buen lema para su obra) no solo es verbal. El tiempo le otorga consistencia.
     De vez en cuando, Bataille cierra el diafragma de sus percepciones y describe un momento o un hecho. Lo evoca, de repente, con tanta concreción que lo convierte en un relato breve, a veces hasta por falta de luz lo transforma en un cuento fantástico. Un diario de pensamientos en el que se engasta la realidad a modo de literatura. Segunda lección. Aunque tampoco se puede afirmar que sean ideas en sí lo que desarrolla la escritura, sino jirones. De frases, de intuiciones, de ideas. Jirones que unas veces proceden del misticismo con el que se piensa y otras del desafuero con el que se cumplen los deseos eróticos. Una simbiosis paradójica, incluso contra natura, de la que deriva un curioso valor filosófico, que es el que le convierte en pensador, la capacidad para dotar de sentido constructivo a conceptos y expresiones peyorativos, sin ninguna dimensión de pensamiento, como «inacabado», «estallido de risa», «desorden», «espanto», «desgarradura», «exceso», «suplicio», «desnudez», «particularidad», «maldito», «ausente», «fracaso» o «culpable». Tercera lección para el diarista: lo decisivo no es lo que ocurre, sino captar la fuerza que tiene lo que ocurre para transformar la mirada de quien lo contempla. La capacidad de un presente para modificar el modo de interpretar el tiempo. El diario deberá ser la deflagración, no la crónica del detonante. Tres lecciones a posteriori, que no me van a servir para escribir mi diario, ya concluido.

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El decir contradictorio de Georges Bataille es solo la cara superficial de un sistema de pensamiento que avanza a través de la identidad de conceptos opuestos, incluso irreconciliables: «la vida coincide con la muerte: en el goce sexual, en el éxtasis, en la risa y en las lágrimas». Es solo un ejemplo, puesto que el interés de la presente lectura de El culpable no es el análisis del pensamiento filosófico de Bataille, sino la forma de escritura que elige para desarrollarlo.
    Entre los aspectos superficiales de este pensamiento paradójico se encuentran sus propias tribulaciones al escribir el libro. Al final del primer capítulo de la primera parte advierte, con evidente temor, que «Estas notas… No podría, sin embargo, darlas a leer a ninguno de mis amigos. Por ello tengo la impresión de escribir en el interior de la tumba. Quisiera que se publicasen cuando yo esté muerto, pero puede que viva aún lo suficiente y que la publicación tenga lugar en vida mía. Sufro con esta idea». Estas frases fueron escritas en 1939 y las precauciones de un autor que expone un pensamiento radical son comprensibles. Pero llama la atención la nota que el propio Bataille añade en 1960: «De hecho, di fragmentos de este texto a la revista Mesures, al comienzo de 1940… [y] La primera edición de El culpable debía aparecer a comienzos de 1944». De hecho, apareció antes, en el 43, el mismo año de su conclusión. Publicarlo en vida o no publicarlo es potestad exclusiva del autor, pero en este caso concreto da la impresión de que no dudó ni un único día en entregarlo a la imprenta lo antes posible. Este hecho, sin embargo, es posible que no tenga nada que ver con el temor a que el contenido sea divulgado. Es más, el recelo resulta inherente a la escritura memorialista, incluso parece una condición implícita su divulgación póstuma. Es, de hecho, el elemento que certifica la autenticidad de un auténtico diario.
     La aparente contradicción entre lo deseado (la no difusión de lo escrito) y lo realizado (la publicación) es transformada por el sistema de pensamiento de Bataille en una singular identidad de dos concepciones que se oponen, el escribir para no ser leído y el escribir para ser publicado. Identidad de contrarios que se alcanza gracias al género que elige para desarrollarlo: el diario filosófico. Íntimo, como diario, y público, como filosófico. Proyectado hacia el carácter póstumo, como diario; sediento de presente como debate de ideas.
     La escritura de un diario es también una práctica que rehúye el desarrollo dialéctico de las ideas, en favor de los jirones de ideas (con un alto valor gnómico) y de su intrínseco desorden. Se publica, sí, pero ha de resultar —conceptualmente— ilegible; del mismo modo que «Este mundo de los vivos está puesto ante la visión desgarradora de lo ininteligible… al mismo tiempo [que] la perspectiva ordenada de la teología se ofrece a él para seducirle». Es decir, la fragmentación propia de la escritura diarística se convierte en la huida de lo comprensible teológico. Y aunque para su edición en libro hiciera desaparecer del diario el orden cronológico y las fechas, no borra con ello la percepción, en la lectura, de una prosa cuarteada por sucesivos movimientos dispares, que a veces repiten, varían de asunto, modifican el humor e incluso se contradicen. Una escritura en oleaje, el diario.
      Hacia el final de El culpable, Bataille incluye un poema, que arranca con estos versos: «ausencia de trueno / eterna extensión de aguas llorosas / y yo la mosca risueña / y yo la mano cortada»…]. Al margen de la sintaxis sincopada y anafórica o del dibujo de los versos, que se identifican en lo inmediato con la poesía, en muchos momentos el lector se pregunta si no será también la prosa en la que está escrito el libro una suerte de escritura poética. La ausencia de descripción de acontecimientos arrincona la prosa narrativa a los pequeños relatos y anécdotas insertos. Salvo la parte dedicada a «La suerte», donde sí parece desarrollar una idea con un cierto planteamiento filosófico (analítico, argumentativo, dialéctico), el resto del libro está redactado en una prosa que no es ni narrativa ni filosófica. Ni pertenece a ninguno de los subgéneros discursivos. ¿Podría ser considerada como una escritura poética? ¿Pudo haberla considerado así Bataille? Los precedentes ya permiten intuir la respuesta: no y sí, al mismo tiempo.
     Existen varias observaciones, en la prosa improvisada e invertebrada de El culpable, que permiten suponer que Bataille en algún momento se planteó esta misma cuestión. Y así la dejó apuntada: «No podría encontrar lo que busco en un libro, aún menos ponerlo. Tengo miedo de buscar la poesía. La poesía es una flecha lanzada: si he apuntado bien, lo que cuenta —lo que quiero— no es ni la flecha ni el blanco, sino el momento en que la flecha se pierde, se disuelve en el aire de la noche». La metáfora resulta brillante. Es capaz de definir tanto una poética como una utopía filosófica. No son tan importantes ni el sujeto ni el objeto como lo es el tránsito entre uno y otro, el interregno, esa imperceptible inflexión entre entidades significativas. Un lema estimulante tanto para la poesía como para la filosofía, una escritura que sea capaz de oponerse a ambas gracias a su oquedad: «hasta la memoria de la flecha se pierde». Una escritura radicalmente opuesta a su propia aspiración como escritura. La desaparición de la flecha y la inmovilidad de la piedra, dos opuestos idénticos: que no posea lectura lo que queda publicado. Ininteligible, sin teología. Una metáfora, también, fértil. Que la generación de filósofos posterior, afín a una idea de poesía pura, mallarmeana, ha sabido concretar y defender, como Alain Badiou (1937), quien traduce a la literalidad —en su Pequeño manual de inestética (1998)— el lenguaje figurado de Bataille: «el poema es simultáneamente indiferente tanto al tema del sujeto como al del objeto. La verdadera relación del poema se establece entre el pensamiento, que no es un sujeto, y la presencia, que sobrepasa al objeto».
    Existen también otras observaciones que indican que Bataille contemplaba una complicidad entre poesía y filosofía no solo formal, sino también de contenido: «Lo que funda la actitud poética es la confianza dada en las conciliaciones naturales, en las coincidencias, en la inspiración»; de hecho, las tres cualidades en las que reconoce el crecimiento de las ideas (conciliación, coincidencia e inspiración) conforman el epicentro de la escritura de un diario —sin estructura, ni investigación, ni memoria—, lo contrario a la sistematización de cualquier documento clásico o académico. A la teología
     Sobre estas expectativas que Georges Bataille abre en relación a una nueva forma poética como expresión filosófica, el mismo Bataille no tarda en sembrar desconfianzas: «La poesía que no esté comprometida en una experiencia que rebase la poesía (distinta de ella) no es el movimiento, sino el residuo dejado por la agitación» y añade una espléndida analogía: del mismo modo que la miel envasada «hurta» la «pureza del movimiento» de la abeja. La poesía se limita al envasar la poesía. Lo que traza un itinerario de escritura imposible: solo la poesía que no sea poesía podrá ser considerada poesía. Para comprender el trabalenguas hay que dar tres significados diferentes al término «poesía»: solo la escritura que no sea convencional (que no resulte «pereza poética»), podrá ser poesía filosófica. Es decir, no podrá serlo nunca, como si la sombra de Platón y su vaticinio de la ciudad sin poetas aún tuviera la capacidad de repartir cachetes de reprimenda entre sus colegas.
      Los idénticos, los dos significados de la palabra «poesía», Bataille ahora los convierte en opuestos irreconciliables. La práctica perversa de la poesía («La perversión poética de las palabras está en la línea de una belleza infernal de los rostros o de los cuerpos, que la muerte reduce a nada»), es decir, su uso esencialmente estético se opone a la idea visionaria de una escritura que se desvanezca y fije al mismo tiempo en el poema del pensamiento. De modo que se cumple la respuesta que se había intuido desde el principio: la poesía es la fuente de una escritura filosófica que jamás beberá en sus aguas. El sueño de esta prosa es el género que inspira la composición de El culpable, un diario tan poético como filosófico que huye con el mismo vigor de la poesía y de la filosofía. Una escritura imposible que tal vez pueda revitalizar, antes que a una filosofía demasiado arraigada a sus sistemas, a la propia poesía con una frescura utópica y desobediente en el verano de su excesiva tradición.

[Clarín nº 149, Septiembre-Octubre, 2020]

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