Carlos
Losilla (1960) se pelea con su nuevo género en Deambulaciones. Diario de cine, 2019-2020 (Ed. Muga, Gijón, 2021).
Al «diario» llega de otra pelea aún más profunda, que se menciona en
contracubierta: «¿Por qué un diario? Pues quizá porque quien aquí se pone a
escribir ya no confía en los demás discursos, ni en la crítica de actualidad,
ni en el artículo académico, ni en el ensayo especulativo». El diario como única
alternativa no al agotamiento de los géneros discursivos al uso, que ya han renunciado
a una escritura noble, sino al silencio. El diario como última posibilidad.
No es una ocurrencia, aunque el autor
lo dude en muchos momentos. Y se agradece que no haya borrado las entradas donde
cuestiona lo que por inercia se había puesto a hacer: la crónica del tiempo
extraño que había irrumpido —el confinamiento— nada más iniciado su libro
rebelde. La rara cotidianidad parecía alejarle de su propósito: escribir sobre
cine. Un propósito que el diario convertía en imposible, si la
cotidianidad le alejaba de su objetivo, su objetivo le alejaba del diario. El
conjunto queda dividido por esta cuestión en tres bloques. (1) La meditación inicial
sobre la elección del diario, (2) el abandono de la cotidianidad diarística y (3) el
regreso a la digresión sobre el género utilizado. La parte central es, de hecho, un
monolítico ensayo de cinefilia partido de manera arbitraria en días, sin que lo que ocurra en los días aparezca por ninguna parte. El lector puede entrar también, por esta
puerta, en el debate que el autor no consigue dirimir: ¿ha acertado al escribir
su libro en forma de diario? Mi opinión no admite dudas: si no hubiera
regresado a la escritura que el paso de las fechas moldea con la incidencia directa
del presente en lo expuesto, no hubiera llegado mi lectura hasta el final. El
gran acierto de Deambulaciones es
descubrir el valor del diario para crear conocimiento
en un ámbito humanístico al fundir ideas sobre cine, noticia de la
subjetividad que las piensa y retrato fidedigno de su avance y discusión a
través de la escritura día a día.
El núcleo cinéfilo del diario lo
constituye un análisis de la evolución del cine en sus décadas fundamentales,
los 50, 60 y 70. Es decir, desde «el esplendor formal de los años 50» y la
fragilidad de los 60 hasta la agonía del cine en los 70. Y tras la «muerte del
cine», la irrupción del relato sin fisuras, en los 80, el triunfo del
espectáculo clónico del cine, la reedición de sus «orígenes idealizados». No sé
si este trazo en el tiempo de la evolución de las ideas sobre el cine admite
comparación con las ideas sobre la poesía. Salvando la dificultad de comparar la
breve historia del cine frente a la milenaria historia poética, se puede
observar cierto paralelismo, debido sin duda al talante de las décadas. También
la poesía supuso en los años 50 un «esplendor formal» que acabó por situar un
punto y aparte en su evolución. Y los 60 iniciaron la senda del desmoronamiento
sereno de lo monumental en la construcción poética, hasta llegar a unos 70 dispuestos
a arrasar con todo a su paso, turbados por el germen de las postrimerías.
Me ha sorprendido la visión póstuma que Carlos Losilla ofrece del
cine en los 80. Resulta reveladora su idea de una vuelta al relato, al «falso
relato» especifica. La poesía de los 80 también regresa al relato, pero este relato, salvo para quienes lo defienden,
se percibe siempre como falso. Es el
gran debate de la poesía de los 80 e implica una concepción más amplia, que
incluye la actitud artística en general: el relato contra la vanguardia; la
vanguardia que desprecia el relato. Es precisamente esta oposición la que crea el
magma de los 80. También la que condena a unos y otros contendientes. El relato
como anti-vanguardia conduce directamente a la autoayuda. La vanguardia (tras la devastación de los 70) sin la
voluntad de recuperar el relato se pierde en sí misma. Los artistas que emergen
con valor en esta década son quienes funden ambos conceptos que el pensamiento
había convertido en irreconciliables: Juan Muñoz o Miquel Barceló son sus
emblemas más reconocibles. En poesía tal vez continúe pendiente la lectura de la
década con la suficiente distancia, porque las crónicas escritas hasta ahora
solo son ejemplos fehacientes de las insondables dimensiones de la ignorancia.
Para volver al diario diré que para un
lector que ama el cine sin ser cinéfilo tal vez lo que más aprecie sea el
carácter efímero de la película. Mis películas las he visto en salas, grandes o
reducidas, luego en televisión, con anuncios de por medio y ahora disfruto en
la plataforma que me las ofrece y me encanta borrarlas cuando acabo. Verlas sin
tener ninguna necesidad de «poseerlas» es para un bibliófilo aficionado una
bendición. Por eso me ha resultado revelador entrar en el detalle de la cinefilia,
esas confesiones menudas que solo el diario es capaz de recoger con entidad de
escritura: «He intentado evitar por todos los medios esa extraña sensación que
me asalta cuando me sitúo ante una película que ya no me pertenecerá cuando
llegue a su final, que no podrá regresar a su estantería o a su lugar…del disco
duro». Desazón que comparto cuando leo un poema que me impresiona y no tengo el
libro en las estanterías.
[Inédito]
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