Antes de que Vicente Luis Mora (1970) decidiera
empezar a escribir Mecánica
(Hiperión, 2021), otro poeta, natural también de Córdoba, había tenido una idea
parecida. Fue Juan de Mena (1411-1456), quien en el siglo XV creyó en la poesía
como vehículo idóneo para reflejar la mecánica
del mundo representada en «muy grandes tres ruedas: / las dos eran firmes,
inmotas y quedas, / mas la de en medio voltar no cesava». Es decir, soñó una
poesía capaz de reflejar las «ruedas» quietas, el pasado y el futuro, pero
sobre todo la rueda central, la que no se detenía, el presente. Una apertura
del campo de visión poético sin sombras ni restricciones («el mundo me vido que
andava mirando»), que en el siglo siguiente el petrarquismo se encargó de
volver a cerrar drásticamente en las angosturas del sentimiento amoroso. Hay en
Mecánica un espíritu de percepción y de
comprensión del mundo que no solo parece afianzarse en la voluntad de presente
de Juan de Mena, sino que parece dispuesto también a desacreditar los acordes
garcilasistas que lo desacreditaron.
Mecánica combina formas métricas
disímiles (poemas breves y extensos; en verso y en prosa; formando caligramas,
tiradas o estrofas; con versos de arte menor y versículos, unos medidos, otros
amétricos; creaciones propias y collages poéticos
de textos ajenos…). Una clara voluntad de heterogenia que posiblemente evoque
la habitual percepción del presente en las ciudades, fábricas, autopistas…
Tampoco parece que se haya buscado una calidad poética uniforme. Destacan varios
poemas espléndidos, de antología de época («Creación de ruinas», «Virginia sale
al jardín», «La plaza»…), otros poemas notables y también algunos de tono
menor, que parecen prescindibles, pero cuyo propósito compositivo aparece
diáfano: la vivencia del tiempo en el presente alterna la excelencia con el
aburrimiento, igual que su pensamiento es simbiosis de la más alta cultura con
la más trivial cultura de masas.
En contraste con lo desigual de las
apariencias —las formas, los referentes—, el libro de Vicente Luis Mora está
construido a partir una serie de ideas sobre la poética, perfectamente
argumentadas y estructuradas, que proporciona a lo irregular de la percepción
sensorial una extraordinaria solidez conceptual. Algunas de estas ideas ponen
en cuestión lo efímero de nociones que la poesía ha considerado, desde hace
siglos, inmarcesibles. Vale la pena detenerse en estas nuevas concepciones. En
su epicentro, y en el del libro, estalla una ideal medular: el darle la vuelta
del revés a la comprensión antropocentrista de lo percibido: «Es el mundo la
flecha. / Nosotros, la diana». No son los seres humanos quienes desvelan cuanto
ocurre, sino solo lo que le interesa que se perciba a lo que ocurre. La poesía
no es la voz de los protagonistas, sino la de las comparsas. Cuando Virginia
Woolf sale a su jardín comprende que «…basta posar una sandalia / sobre la grama
fresca para entender / que es el jardín el que me percibe a mí». A partir de
esta certidumbre, la poesía solo se puede escribir al revés de como se ha
escrito. Y no otro es el propósito de Mecánica.
En encadenamiento con esta idea basal,
surgen otras. La más feraz en el libro es la soledad —«ridiculez» podría ser término más exacto— del yo ante la
naturaleza sentida como un cosmos autónomo de una dimensión tal que aplasta
cualquier concepción de lo humano. Un cosmos micro inasumible —«Conforman mi
cuerpo / 37 billones / de células»—, y un cosmos macro, el universo, cuyo
conocimiento parte de presupuestos que impiden cualquier conocimiento —«La
Tierra / nunca ha pasado dos veces / por el mismo lugar».
A partir de estos dos pilares en la
teoría de la percepción de Mecánica,
múltiples ideas van apareciendo en una estructura que parece más de fractal que
geométrica (de ahí la diversidad y cualidad irregular de las formas, breves y
extensas o rotundas y débiles). Algunas implican una revisión de lo percibido. Así
el poema «Rosa electrónica» contempla, en lugar de los múltiples atributos
simbólicos de la flor, su contingencia biológica («pero por un instante puedo
ver / su electricidad de clorofila») y su realidad matemática («Su proporción
numérica de pétalos»). O la espléndida descripción de «La plaza» a través de su
dimensión numérica: «cada cinco segundos pasa alguien…».
Ciertas ideas desarrolladas de manera
fractal desde la teoría de la percepción tienen que ver con la propia escritura
de la poesía, en cuya concepción ocurre la misma inversión de la mirada. El
poeta, cuyo yo queda diluido entre los diversos cosmos que lo constituyen
—incluidos los cosmos interiores, como sugiere, oportuno, «El cielo interior»—
desvía los ojos de lo inaprensible para tratar de comprender lo mecánico de la
escritura («Este fragmento está redactado / con la mano recta y blanda, / y se
nota»), lo que en realidad se ve cuando se está mirando («… la mirada, / para
llegar al paisaje del fondo, / atraviesa: aire | cristal | aire») y, sobre todo,
para intentar capturar el pensamiento en el instante de ser pensado. No para
convertir el pensamiento que se mira a sí mismo en endogámico, sino para todo
lo contrario: «Persigo un pensamiento / diferente».
La diferencia del pensamiento poético que propone Mecánica resulta diáfana si se contrasta con el paradigma, concebido como inmutable, de la poesía renacentista-romántica: la omnipotencia del lirismo como exaltación máxima del yo, una naturaleza subyugada a ser reflejo de ese ensimismamiento y la armonía como principio germinador de las formas. El propósito de Mecánica se dibuja con claridad: destruirlo. Demoler las paredes del palacio de la versificación para recuperar un instrumento poético, el viejo sueño de Juan de Mena, capaz de comprender lo que de voltar no cesava, y capaz de integrar un presente que no excluya ninguno de sus saberes adquiridos en el camino de la progresiva incomprensión del yo, la auténtica obsesión de fondo del libro de Vicente Luis Mora.
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