Hay
encuentros que solo se pueden contar desde la biografía personal. Me van a
disculpar que lo haga para hablarles de la poesía de Golgona Anghel (1979). Yo estaba
encantado con mi generación. Creía que
habíamos esquivado lo que no nos gustaba de los poetas anteriores y habíamos
descubierto el arcano de la verdadera poesía. Feliz con mi tiempo y así
ensimismado, un día mi amigo Jesús Aguado me pidió que tradujera un libro de poemas
de Golgona. Traducir no es lo mismo que leer. Se lee con distancia, aquella a
la que uno desee situarse, pero solo se puede traducir desde dentro de los
poemas, en una suerte de reescritura que implica cierto grado de complicidad con
los recursos que ha utilizado la autora. Cuando me puse manos a la obra
descubrí que su sistema poético no tenía nada que ver con el que yo consideraba
como el modélico por haber sido encumbrado por mi generación. Y es que Golgona,
obviamente, seguro que pensaba lo mismo que yo, pero con la diferencia de que
ella pertenecía a otra generación y en aquellos poemas que yo vertía al
castellano se distanciaba de la mía como un cohete de la órbita de la tierra.
Cuando empecé a traducir Cómo desaparecer, que es un título que
solo existe en la bibliografía española de Golgona, y que en Portugal fue el
germen del libro que en 2011 descubrió la autora a los lectores portugueses, Vim porque me pagavam, o, en castellano,
He venido porque me pagan, descubrí
que desmontaba todas mis certezas sobre lo que era la construcción de un poema.
Pongamos que yo pensaba que una casa se construía ladrillo a ladrillo, tirando
con precisión la cuerda de nivel que utilizan los albañiles y midiendo todos
los rincones. Pero los poemas Golgona proponían una poética que cualquier
comentarista de bolsa del presente no dudaría en calificar como volátil o, incluso, líquida. Las formas parecían, como el oleaje, labradas en la arena
por la fuerza del viento, y los asuntos no se detenían en los temas, sino que
los atravesaban, uno tras otro, a una velocidad que me costaba seguir. Cuando
el lector comprendía una imagen, y la valoraba, la poeta ya estaba en otro
lugar, lanzando la lona de lo que se alzaría como su casa durante solo unos
versos, una única noche, antes de partir hacia otro contenido enteramente nuevo
en los versos siguientes. Mi pensamiento era una ancla varada en el fondo de la
bahía y el suyo una lancha que cabalgaba las olas por sus crestas. En una
pequeña entrevista que he leído de Golgona descubro la clave de su poética.
Dice: «La búsqueda de la esencia inhibe una respuesta, por tímida que sea. La
poesía no tiene otro precursor que el hambre, ni otro sucesor que el delito».
Allí donde mi generación acumulaba respuestas en perfecto orden de albañilería,
Golgona no necesita paredes porque no hay respuestas que guardar. Sus poemas no
son emblemas de la saciedad, sino solo el hambre.
Hay otro aspecto, previo a su manera de
escribir los poemas, que vale la pena subrayar. Para Golgona, la escritura en
lengua portuguesa es una decisión. Podía haber sido una poeta en rumano, su
lengua materna, pero también en español, en francés o en italiano, lenguas que igualmente
domina. A Lisboa había llegado con su familia, pero cuando esta regresó a
Rumanía, ya cumplido el servicio por el que se trasladó a Portugal su padre,
ella prefiere seguir sus estudios académicos donde los había iniciado. Y a
continuación convertir el portugués en su lengua de arte. Hay una selecta
nómina de escritoras y escritores que han elegido su lengua de escritura, a
ella se suma Golgona con una ventaja añadida, que no se le escapa a Antonio
Guerreiro, quizá el crítico literario más perspicaz de la poesía actual
portuguesa, quien afirma: «Se puede establecer la hipótesis, bastante
plausible, de que esta morada lingüística —el portugués— le permite una
distancia y un desdoblamiento que en su lengua materna le serían más
difíciles». Y, añadiría, una irrespetuosidad,
dándole a la palabra el sentido más positivo posible, que consigue incluso
renovar la lengua portuguesa desde el vértigo de su uso poético.
Antonio Guerreiro destaca dos atributos de la poesía de Golgona Anghel: la profunda ironía y lo que denomina un «cruce de lenguajes y referencias». Ambas son marcas de una característica de orden superior que es, creo, el epicentro de su actitud creativa: la teatralización de la vida social. Uno de sus poemas de amor empieza con este emblemático verso: «Tú y yo aún no hemos hecho de nosotros mismos». El circo social arranca en la propia visión lírica. Y se extiende por todos los ámbitos, desde las relaciones personales hasta los marcos ideológicos; desde la vida cotidiana, hasta la vida intelectual; desde los medios de comunicación hasta la lengua coloquial; desde los otros hasta el yo. Un teatro que no se concibe como una representación mimética de la vida, no lo es en absoluto, sino como la vida misma interpretando al unísono todos los monólogos de que está compuesto el presente social, entreverados los cómicos con los trágicos en una sinfonía que obliga al pensamiento del lector a llevar el ritmo golpeando su cuádriceps femoral con la palma extendida, tal como vamos a comprobar en seguida.
[Inédito]
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