viernes, 19 de enero de 2018

Las notas postreras de Gunnar Ekelöf



Gunnar EkelöPartitura
Fundación Ortega Muñoz, Badajoz, 2017

Gracias a las traducciones realizadas por Francisco J. Uriz desde los años 80 —cinco volúmenes más el presente, Partitura—, el lector que las haya buscado ha podido seguir perfectamente el rastro del poeta sueco Gunnar Ekelöf (1907-1968). A veces conviene empezar a contar la historia no desde su protagonista, sino desde su sombra, aquel que ha permitido que sea conocida en un lugar distante. Y agradecérselo. En este caso especialmente, pues Uriz ha proporcionado la clave para acceder, en un magnífico castellano poético, a la poesía contemporánea sueca y danesa, un auténtico siglo de oro en la historia de la poesía europea.
    Cuando publicó sus primeras traducciones de Ekelöf, en 1981, la antología Poemas, el momento histórico subrayaba el valor que había dominado en la zona central de su obra, los libros publicados entre 1945 y 1961, que consolidaban una poesía en voz alta que encarnaba un severo juicio a la sociedad contemporánea. Su clamor quedó grabado en expresiones duras, contundentes, que denuncian una época que destruye, primero, al ser humano («Soy un extranjero en este país»), luego sus ciudades («En atención a las exigencias estéticas / (que también son las de la funcionalidad) / los arquitectos hicieron las nubes cuadradas») y que se muestra cruel con la naturaleza. Durante la última década, sin embargo, se ha vuelto a reeditar su trilogía final, Diván (1965-1967), en la que el tono («Basta de palabras duras» había escrito en 1959) da un giro radical y su mirada se dirige hacia Oriente. La sensualidad y el carácter sapiencial de la poesía oriental le sugieren componer una poesía que, ahora en voz baja, susurra deleites y pensamientos filosóficos con levedad e ingenio.
     Estas características corresponderían a la segunda y tercera etapas de Ekelöf, pero queda por destacar la primera, sus dos libros iniciales: Sent på jorden (Tarde en la Tierra, 1932) y Färjesång (Canción de Transbordador, 1941). Dos obras esenciales en las que el poeta sueco, que había vivido como estudiante en París, supo absorber y mostrar el espíritu final de la vanguardia, su ya irrenunciable pesimismo aún vestido de optimismo, desde una escritura figurativa capaz, sin embargo, de contorsionarse para mostrar una realidad distorsionada —sin llegar a la irracionalidad— y vacía de sentido, pero propia: «todo lo que era indecible y lejano es indecible y próximo». Una escritura paralela, quizá, a lo que en pintura supo representar René Magritte (1898-1967). 
    Gunnar Ekelöf culminó una aventura poética singular, y relevante para la poesía europea, pero tuvo un gesto final aún más singular, que es el volumen que ahora Uriz traduce completo, Partitura. Publicado al año siguiente de la muerte del poeta, acaso sea el libro póstumo en el que lo póstumo se encuentre más acendrado. Forme parte, incluso, de su propia concepción y tema. Partitura es un libro sobre la muerte. Está dividido en dos partes simétricas, cada una con veintitrés poemas, pero totalmente opuestas. En la primera, acaso de una forma premonitoria, la muerte se aproxima en la mente idealista del poeta, quien la espera como a una amante entregada («donde pueda morir con los labios de mi amante en los míos») y la imagina como una mujer «que me sonríe / y me abraza». Su extraordinaria cultura oriental y clásica le ayuda a recrear contextos culturalistas (diálogos, ambientes, situaciones…) que, seductoramente, le acerquen: «¡Oh Muerte!... / Muéstrame tu rostro». Fecha los poemas entre 1965 y 1967.
    En verano de 1967 le diagnostican un cáncer de garganta. La enfermedad desconoce el erotismo con que la había imaginado y al poco tiempo muestra su verdadero rostro: «Una tercera parte de mí mismo / es mi peso». La segunda parte de Partitura reúne los veintitrés textos (unos son poemas, otros simples notas) escritos o dictados durante la enfermedad. Una escritura doliente que visita los límites de su propia expresión. Tras un fragmento de descarnada obscenidad, impensable en Ekelöf, él mismo da una razón que estremece oír: «Es porque no tenemos palabras para Dolor». Una sinfonía en la que los músicos han extraviado la última hoja y deben concluirla, ante un público cruel, sin partitura.

[Clarín nº 132. Noviembre-diciembre, 2017]

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