lunes, 5 de febrero de 2018

Lo que el plural esconde. «Metafísicas» de Antonio Moreno


METAFÍSICAS, de Antonio Moreno 
Pre-Textos, Valencia, 2001 

El plural inoportuno quizá sea el recurso más elemental y efectivo que tiene la lengua para manifestar su despego de lo importante. «Metafísica», palabra que solo admite un uso razonable en singular, debería haber cuidado más su flanco numérico: una simple «ese» final es capaz de darle una vuelta completa a su significado. Y devolvérnosla, de paso, más simpática, próxima y cotidiana. El primer poema de Metafísicas habla de «un lugar ficticio y sin relieve», de «un trabajo oscuro que fatiga» y de «un descanso» que conduce hacia «una calle de arrabal»: tapias, polvo, casuchas... «otro tiempo», una taberna con obreros «y un hombre que blasfema /... sin saber nada / de la muerte de Dios ni de la Historia»: ¿qué sabe de su dicha? Tras el tiempo perdido, regresa. Este sería un poema apegado a la realidad menos sugerente si el autor no le hubiera puesto una simbólica ese al inicio que convierte el poema en otra cosa: «Por un instante fantasea un poco. / Supón que... » ¿No es este el revés de la fantasía?
    ¿Y no habla también del revés de la vida moderna? A la alabanza de aldea precisamente se dedica la obra de Antonio Moreno (Alicante, 1964) con una sutil ironía, compuesta de recursos sencillos, casi imperceptibles, pero con capacidad para subvertir significados y suscitar discretísimos escepticismos. Enemigos de las estridencias, los poemas hablan de los dones y la dicha, y de vez en cuando aparece la ese que impide la aparición de ideas importantes. En «Apagón», por ejemplo, la casa y la calle quedan a oscuras y el poeta, así cegado, siente «el anticipo brusco de tu muerte». Un inesperado verso final, sin embargo, cuestiona la trascendencia de la aseveración: «mas ni tú sabes qué has visto en la sombra».
    Metafísicas busca dar fe de la dicha serena de la existencia y de la belleza humilde de las pequeñas cosas de la vida natural. La serenidad de unos hábitos sencillos: madrugar, leer, pasear, recordar los restos de la infancia que alberga el verano... La belleza, sobre todo, de la luz sobre los muros, inmerso siempre en esa «Extraña lucha [que] tienen las palabras... /por conquistar la luz con su ceguera». Fiel al plural del título, en lo sereno y en lo bello busca sólo lo concreto y singular... la circunstancia que desaparece antes de convertirse en abstracción... Su empeño contra lo trascendente le lleva a prestar atención, por ejemplo, al sol que se detiene «ahí, sin prisa, un rato / en las viejas paredes» y que es «ni más ni menos cierto / que ese olor del aceite» que acompaña la escena.
    El encomio de la serena existencia y de la humilde belleza corre el peligro de idealizar una y otra, de perder pie en aquella realidad —esas pequeñas observaciones del paisaje, mínimos pensamientos en el transcurso del día, insignificantes anécdotas llenas de significado...— donde tan firmemente se asienta su poética. Es decir, corre el peligro de olvidar la raíz machadiana de donde nace y que le da valor, su ser palabra en el tiempo: «un tiempo que es hermoso / porque ha sido vivido». También aquí la respuesta de Antonio Moreno, sin apenas énfasis, resulta singular: que el tiempo pasa y deteriora existencia y belleza hay que saberlo para no idealizarlos, nada más: «Puedo sentir ahora el aire fresco / silbando muy antiguo, como entonces, / aunque no sea ya / aquél de entonces». Hay que despegar al tiempo de su trascendencia, para creer, en el más lúcido de los pequeños escepticismos, en lo que se sabe que ya no es: «Esta creencia, / todavía, en un tiempo que no cambia».

[El Ciervo nº 607. Octubre, 2001]

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