jueves, 26 de abril de 2018

El grito de dolor que nadie oye



Un país mental. 100 poemas chinos contemporáneos 
Traducción de Miguel Ángel Petrecca 
Kriller 71 ediciones, Barcelona, 2017

En 1975 José Corredor-Matheos publicó un libro cuyo título, Carta a Li Po, resumía las relaciones de los poetas españoles con la poesía china. Li Po (701-762) —o Li Bai según el actual sistema de transcripción— no solo era su clave de bóveda, sino también alguien que se presentía tan próximo  (la luna, la nostalgia, el vino) que era posible, pese a los mil doscientos años de distancia, poder cartearse con él.  Después, nuevas traducciones completaron el arco por sus orígenes, los poemas populares de la Dinastía Zhou, un milenio antes de nuestra era: «A por artemisas fuiste. / Un día sin verte / es como tres años». Poemas que parece cantar a coro con las jarchas y en los que Bergson habría descubierto un precedente de su tiempo subjetivo de hace tres mil años.
            Al arco de la poesía china que las traducciones han reconstruido le faltaba una jamba: la poesía contemporánea, que en China tiene fecha de inicio, 1917, cuando la propuesta de reforma alzó la lengua vernácula y la moral del presente sobre la herencia literaria feudal. Y cuenta también con un extenso paréntesis a partir de 1949 con el triunfo de las tesis comunistas de la uniformidad y el carácter funcional de la literatura. Solo en 1978 asoma en la China continental —algunos poetas habían seguido escribiendo en Taiwan—una renovada poética contemporánea. Coinciden en las librerías dos espléndidas antologías que ilustran esos cuarenta últimos años que, posiblemente, formen una edad de oro. El barcelonés Blas Piñero Martínez publica Como el viento de la tormenta que nos envuelve (La Lucerna, Palma, 2016), una amplísima antología que recoge autores nacidos desde los años veinte hasta los setenta. Destacan en este volumen sus traducciones de los llamados «poetas oscuros», un estilo hermético con matices surrealistas vigente hasta los años ochenta.
            Tengo la impresión de que la traducción del chino es algo similar a interpretar una partitura en la que no haya ninguna mención al tempo. De modo que es el traductor quien ha de reconstruir el tono del poema a veces sin demasiados datos. Las versiones del argentino Miguel Ángel Petrecca, los «100 poemas chinos contemporáneos» que traduce en Un país mental (kriller71, Barcelona, 2017) parecen conectar perfectamente con las maneras que suceden a los «oscuros» y que sin excesivas complicaciones críticas denominan «poesía coloquial»,  «poesía intelectual» y «poesía narrativa»: los estilos de la Tercera Generación, la de los poetas nacidos a partir de 1950.
            Las características de esta verdadera renovación poética china desde los años ochenta no se encuentran lejos de lo que ocurría, por ejemplo, en la poesía española. Se observa con claridad un giro radical del objeto poético desde su valor intrínseco hacia el valor que le otorga la biografía del poeta [«La primera vez que vi nieve sentí una especie de sorpresa, sentí / que un invierno entero se metía en mi garganta / y tuve ganas de toser…» escribe Zhang Shuguang (1956)]. Este punto de partida biográfico crea un entramado de motivos que al repetirse en unos y otros autores sustituyen a los símbolos poéticos: gatos, ratones, ríos, lugares urbanos, hijos, inviernos, fechas… Muchos poemas consisten en meras descripciones, unas veces urbanas y otras rurales. Yang Jian (1967) proporciona en unos versos la clave: «El barro extraído del fondo del estanque / se acumula junto al borde: / vivimos una época llena de revelaciones».  Ahora bien, el realismo de estas descripciones, convertidas en revelaciones, acaba por mostrar un mundo devaluado, una vida degradada, como la que deja en «herencia» el muerto que describe Yao Feng (1958): «Cama desvencijada, flores de plástico / sobre la mesa, no marchitas, llenas de polvo…». De los cien textos traducidos, también llama la atención que solo se incluya un único poema de amor. Y destacan también las miradas cosmopolitas, pues la mayor parte de estos escritores estudiaron o vivieron fuera de China una buena parte de su vida, sobre todo después de 1989 y de los sucesos de la Plaza de Tiananmén, hechos que acaecieron en el epicentro de las generaciones finiseculares.
            Frente a estas características, que podrían ser comunes con algunas poéticas europeas de las mismas décadas, llama la atención algún matiz divergente. Xiao Kaiyu (1960), uno de los mejores poetas antologados, describe en modo casi hopperiano una calle alemana donde las cosas «testimonian el cambio», menos «en la Casa de la Poesía / todo sonido proviene en realidad de la imitación..». Zhang Shuguang al hablar de un poeta recién fallecido, recuerda: «Una vez, en un poema, hiciste una oda a tu esposa. / Sólo después supe: no solo no estabas casado, / sino que ni siquiera habías tenido nunca un amor». Sun Wenbo (1956) que al inicio de un texto se propone «inventar pequeñas historias de vida», unas estrofas después se inquieta: «En este momento empiezo a dudar: ¿está bien escribir así?». Y, quizá como una metáfora metapoética, Hu Xudong (1974) cuenta en un extenso poema un homenaje a los indios en un pueblo brasileño en el que no había ningún descendiente indio, solo al salir «en la oscuridad, vimos unos indios vendiendo artesanías». Este poner en cuestión la autenticidad del género se convierte en duda sobre si la poesía, ahora vinculada a la biografía del sujeto, seguirá teniendo el valor que tenía cuando lo mantenía por sí misma. Como acaba su poema Xiao Kaiyu: «En cierto lugar, en cierto momento, / un joven lanza un grito de dolor, / sin provocar la emoción correspondiente». Esta perplejidad alcanza al corazón de toda la poesía contemporánea, no solo la China. Y le da una dimensión que a veces se echa de menos en otras literaturas.

Clarín nº 134. Marzo-abril, 2018

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