sábado, 12 de mayo de 2018

Elogio de Javier Lostalé. Presentación de «Cielo» en Barcelona


Una tarde de julio de 1991, en la terraza del palacio de los Infantes, en El Escorial, durante la celebración de los cursos de verano de la Complutense, vi por primera vez a Javier Lostalé. Me había sentado junto a otros participantes de una sesión de debate sobre la Generación del 27 y alguien dijo: Ha llegado Lostalé. Me di la vuelta y ahí estaba. Con la esponja luminosa de un micrófono como foco de la mirada y acompañado por la sombra un técnico con los auriculares puestos y una grabadora en bandolera. Javier era tal como lo veis ahora. Bastante más joven, también yo lo era, pero si queréis que os diga la verdad, en mi recuerdo los dos éramos como somos ahora mismo. No hemos cambiado nada. O solo en lo circunstancial. De hecho, no recuerdo, ni es posible ya recordar de qué hablamos cuando alguien nos presentó, pero sí tengo la impresión de que aquella lejana conversación aún no ha acabado. Cada vez que lo encuentro, que suele ser cada vez que voy a Madrid, la retomamos y seguimos en el punto donde la habíamos dejado la vez anterior.
    No había conocido a Lostalé antes de aquel momento, pero tampoco sé si eso es exacto. En aquella época, y también muchos años después cenaba y he cenado cada noche con él. Mejor: con su voz. A alguno de vosotros, estoy convencido, en cuanto empiece a hablar sentiréis cómo su voz excava cauces en la memoria. Tal que si hubierais mordido un distante y familiar bizcocho. Cómo olvidar los programas del Ojo Crítico, y más recientemente de La estación azul. Esos programas de radio, en los que la voz de Lostalé siempre nos traía las noticias más queridas, las de la poesía, forman la auténtica banda sonora de mi vida. Y hoy, que hay muchas bandas por ahí y muchos sonoros, quiero agradecérselo como quien agradece un don que a veces parece ya perdido para siempre: la de un periodismo cultural de altura realizado con rigor, con calidad y con delicadeza.
    He querido acordarme del Javier Lostalé de mi biografía porque desde ese punto de vista lo he leído siempre como poeta. No puedo leer un poema suyo sin que escuche el eco de su voz en las palabras y no puedo escucharle hablar en una conversación cualquiera sin evocar la hondura y la profundidad de su poesía. El compromiso con la verdad íntima del vivir que es cada uno de sus poemas.
    Cielo (Col. Vandalia, 2018), el volumen que Javier ha querido presentar hoy entre nosotros, es, en verdad, un libro extraordinario. Acierta Diego Doncel, en el hermoso epílogo que le dedica, al establecer su parentesco con los dos libros anteriores, Tormenta transparente (Calambur, 2010) y El pulso de las nubes (Pre Textos, 2014). Lazos que no solo son formales y temáticos, sino también de excelencia literaria. En esta, por el momento, trilogía Javier Lostalé inicia un camino de elevación que apela a las raíces más profundas de la poesía para ahondar en su altura, por decirlo con una paradoja.
    Lo más destacado de Cielo es una apuesta, rara en nuestros días, por el don redentor que el idealismo amoroso tiene sobre el tiempo empobrecido de lo humano. El ideal amoroso, o el amor ideal —como lo fue en Petrarca y en Garcilaso—, la aspiración y el sueño, lo imaginado y lo real sublimado, siguen salvando a la vida de sus sinsentidos. Continúan abriéndole las puertas del único camino que no concluye en el vertedero de tiempo en el que se transforma todo sin remedio, es decir, le proporcionan una vía espiritual, de una espiritualidad no religiosa sino hondamente humana, que trasciende la costumbre de vivir solo circunstancias como quien guarda perlas dispersas de un collar cuyo hilo se ha roto.
    Cielo es, junto a los dos títulos que le preceden, la guía de esa revitalización del espíritu. Una recuperación de la idealidad, de la sublimación del sueño, del gobierno de la utopía que por chocar con el ser pragmático, con la sociedad economicista y con el amor entendido como una práctica gimnástica cobra hoy un renovado valor como revulsivo. 
    Pero hay algo más. En los poetas clásicos esa idealidad amorosa sustituía la vida, Lostalé la coloca en la vida misma. Y ese es el gran acierto del libro: lo espiritual habita también el instante. Se sitúa en los intersticios del tiempo, amparado a veces en la memoria, a la que lúcidamente denomina «olvido», pues solo lo olvidado puede ser objeto de la memoria; otras veces amparado en el deseo, y siempre en la visión que alcanza más allá de lo que se mira, aquella que conforma lo vivido de una forma renovada. Es como quien tacha un término que ha sido traducido de una manera literal y lo cambia por un término figurado, cuyo significado metafórico le parece menos preciso, pero más exacto. Eso es lo que cada uno de los poemas de este libro realiza: parte siempre de la literalidad de la vida para, tras tacharla, desvelar el significado propio, oculto, emocional, íntimo e invisible —pero más real que el real— de lo que se ha vivido, es decir, de lo que se vive.

[Inédito. 11 de mayo de 2018]

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