TALLER MODERNO
Por el aire del
cuarto, saturado
De un olor de
vejeces peregrino,
Del crepúsculo el
rayo vespertino
Va a desteñir los
muebles de brocado.
El piano está del
caballete al lado
Y de un busto del
Dante el perfil fino,
Del arabesco azul
de un jarrón chino,
Medio oculta el
dibujo complicado.
Junto al rojizo orín
de una armadura,
Hay un viejo
retablo, donde inquieta,
Brilla la luz del
marco en la moldura,
Y parecen clamar
por un poeta
Que improvise del
cuarto la pintura
Las manchas de
color de la paleta.
t t t
El 98 señorea solo en los caóticos cajones de los libreros de viejo, en las cabezas ausentes de los opositores y en algunos libros de texto, justo en esos capítulos finales a donde nunca se llega. Un 98 que en política cuenta poco, cuyo existencialismo huele también a rancio, y que en literatura sirve para que unos hablen bien de Baroja y otros mal. A nadie le divierte volver al papel áspero de las viejas ediciones de Austral, aunque la posibilidad de cobrar un artículo, o simplemente colocarlo, consigue resucitar de vez en cuando el 98. Es, pues, un excelente momento, para proclamar como antaño: «¡el 98 ha muerto, viva el Modernismo!»
Los viejos maestros, siguiendo el libro
que Diaz-Plaja había escrito a propósito para ellos, anotaban en columnas enfrentadas y con raya de tiza
por medio «estética» y «ética» como quien escribe «cigarra» y «hormiga», y así
quedaba sancionado el «Modernismo frente a Noventa y ocho». En aquellas pedagógicas
columnas nunca se incluía el rasgo que realmente distinguía noventaiochista y
modernistas: el propio ombligo y el mundo, una Castilla —castiza a pesar suyo—
y las selvas tropicales («oculta en sus negruras el bohío / la maraña tupida y
el follaje») de las que habla, por ejemplo, José Asunción Silva, que había
nacido en Bogotá en 1865 y murió con 31 años sin alcanzar siquiera las vísperas
del 98.
«Taller moderno» tiene un claro aire
parnasiano: es un soneto en el que la materia poética busca emparentar
directamente con la imaginación pictórica y se preocupa por dar énfasis al
sentido objetivo mediante el uso de una técnica descriptiva. Un parnasianismo
que ilumina el poema, pero que —como casi todo en el Modernismo— convive en las
Obras de Asunción Silva con poemas
extensos, de vago sonsonete romántico y descarada confidencia sentimental. Y es
que el Modernismo fue, en primer término un curioso campo literario donde se
neutralizaron los irreconciliables conflictos estéticos del XIX. Y esta
paradoja —no del poema, sino de su contexto literario— contiene la primera idea
interesante sobre «nuestro» fin de siglo: toda postura artística —por extrema que
sea— puede llegar a la simbiosis con sus opuestas —incluso las más radicales—
en un contexto diferente. Algo que en el curso del siglo XX, tan feroz con
frecuencia en sus juicios, pocas veces
se ha tenido en cuenta.
La estructura de “Taller moderno”
encamina el poema hacia su conclusión o
clímax, situado en el último terceto, según la convención del soneto. Los cuartetos dibujan «el «cuarto» del
artistas: sus objetos («piano», «caballete»,
«jarrón chino», «busto del Dante»...) sugieren detrás la presencia del artista
total cuya vida parece destinada al arte (músico, pintor, cosmopolita,
erudito... y al final también «poeta»). En el cuarto predominan las percepciones
sensuales («olor...», «azul...»), el ambiente crepuscular («vejeces», «crepúsculo»,
«vespertino»...) y los detalles exquisitos («muebles de brocado»), todo muy de época. Lo mejor de esta descripción —sin embargo—
podría haber emocionado, por ejemplo, a un poeta que se encuentra en las antípodas
del modernismo como Jorge Guillén, y es que la estampa no está narrada en su
presente, sino en el presentimiento de su presente: «el rayo vespertino» / «va
a desteñir», «los muebles...». Es decir,
los dos cuartetos describen un ambiente crepuscular justo antes de que este
efectivamente se produzca.
Se puede abrir ahora un paréntesis para
ilustrar dos palabras del soneto, «vejeces» y «viejo», que cumplen un papel
destacado en la imaginería de la composición.
La simple lectura de la primera estrofa de otro poema, «Vejeces», bastará para connotar los elementos que aparecen en la
descripción: «Las cosas viejas, tristes, desteñidas, / sin voz y sin color,
saben secretos / de las épocas muertas, de las vidas / que ya nadie conserva en
la memoria, / y a veces a los hombres, cuando inquietos / las miran y las
palpan, con extrañas / voces de agonizante, dicen, paso, / casi al oído, alguna
rara historia / que tiene oscuridad de telarañas, / son de laúd y suavidad de
raso.» Esta latencia que conservan las
antigüedades se percibe también detrás de los objetos que hay en el «Taller
moderno”.
El
primer terceto parece seguir la descripción en el punto donde la había dejado
el segundo cuarteto: la armadura, el retablo... Hay algo «nuevo», sin embargo,
en estos tres versos, algo ha ocurrido en ellos. Lo presagia de modo indirecto una impresión sensorial:
«rojizo orín» —inequívoco color del crepúsculo— y lo constata el tercer verso: «brilla
la luz del marco en la moldura». Y esta «luz»
solo puede ser, claro, la del «rayo vespertino» que iba «a desteñir los muebles»
en primer cuarteto. La descripción del cuarto del artista, que Asunción «ha
pintado» en 11 espléndidos versos, no era, pues, una mera estampa, no era una
naturaleza muerta, no era un simple adorno.
Sobre la estancia descrita y ante los ojos del lector la luz ha avanzado
y en un instante ha modificado la visión: ya no son las cosas lo que le atraen,
lo que de verdad importa, sino la luz misma, su constante transformación de la
realidad. Es decir, lo que ha pasado por
la estancia es el tiempo. Todo lo explícito en el poema apunta al
tiempo —un pretérito conservado en el cuarto del artista—, pero al final de lo
descrito se comprende que el transcurrir del tiempo —su paso casi imperceptible—
aparece también implícito. De este modo
Asunción Silva engasta el tiempo (el transcurso de un instante) en el tiempo
(la conciencia del pasado) con esa magnífica metáfora de la transformación de
la luz sobre las antigüedades. Imposible
no recordar en este momento a un pintor como Johannes Vermeer. Luz y tiempo son, además, conceptos que
siguen preocupando en el presente, y que tal vez justifiquen de paso la
modernidad que el título nombra.
La estructura de «Taller moderno» ha
avanzado desde la evidencia («olor de vejeces») hasta la connotación («brilla
la luz») con una decisión que ahora interrumpen los tres versos finales, que —desandando
lo caminado— regresan al plano de lo obvio: falta quien convierta la estampa en
arte. Esta lectura circunstancial del clímax desmerece, sin embargo, cuanto se
ha observado en el poema. A ella nos ha
conducido un término, «clamar», con un fuerte sabor decimonónico. En el último verso, sin embargo, aparece la
expresión «manchas de color» que de repente sitúa al lector en el discurso pictórico
del siglo siguiente, la abstracción, un siglo que Asunción Silva no llegó a conocer. Esta aparente incoherencia textual es propia
de obras intuitivas y arriesgadas que asientan sus propuestas estéticas en la
tiniebla de lo que aún no existe, que palpan en la oscuridad y se atreven a ir
más allá, en un vaivén que lejos de desmerecer sus aciertos los subraya con
vehemencia. Cuando el Modernismo haya
triunfado en los círculos literarios y llegue a España unos años más tarde, ya
será difícil descubrir una capacidad de sugerencia y presentimiento como las de
este poeta colombiano.
Si se resta valor al enfático «clamar»
y se sitúa en el centro del clímax «las manchas de color de la paleta», el último
endecasílabo, la lectura de la estrofa resulta inmediatamente menos obvia. La «paleta»
preparada con sus «manchas de color» no es la obra de arte, sino el
presentimiento de la obra que se puede hacer en un ambiente con tantas marcas
artísticas como las que señalan las tres estrofas precedentes. Igual que la descripción había engastado el
tiempo que transcurre en la conciencia del pasado mediante el brillo del último
rayo sobre las antigüedades, así también este terceto final engasta la
realización concreta de la obra de arte —vista desde su premonición— en la
conciencia artística que irradia desde todos los objetos de la estancia. Conciencia
del pasado y conciencia artística quedan identificadas en el nivel explícito y externo, y en paralelo, en un
plano latente, se hermanan el movimiento de la luz y la obra de arte. Y ésta sí es una conclusión
relevante y reveladora para «nuestro» tiempo, intuitiva y arriesgada. Y es también una observación que justifica
que en el título aparezca el término «moderno», que desde la antigüedad nombra
a quienes están convencidos de que el arte es evolución y cambio; transformación
que —Asunción Silva lo deja muy claro—
no está dirigida por ideas (las ideas quedan en el poema en el nivel de
lo explícito: el valor de lo antiguo o de lo artístico), sino por la intuición
(«improvise») y por la percepción premonitoria de lo venidero. Un «Taller
moderno» que era el del propio José Asunción Silva, pero que recuerda a algunos
pintores de siglo XX obsesionados también por la incisión de la luz en el
instante, como Giorgio Morandi, Edward Hopper o Antonio López.
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