Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 19 de abril de 2019

«Taller moderno», de José Asunción Silva




TALLER MODERNO


Por el aire del cuarto, saturado

De un olor de vejeces peregrino,

Del crepúsculo el rayo vespertino

Va a desteñir los muebles de brocado.


El piano está del caballete al lado

Y de un busto del Dante el perfil fino,

Del arabesco azul de un jarrón chino,

Medio oculta el dibujo complicado.


Junto al rojizo orín de una armadura,

Hay un viejo retablo, donde inquieta,

Brilla la luz del marco en la moldura,


Y parecen clamar por un poeta

Que improvise del cuarto la pintura

Las manchas de color de la paleta.

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El 98 señorea solo en los caóticos cajones de los libreros de viejo, en las cabezas ausentes de los opositores y en algunos libros de texto, justo en esos capítulos finales a donde nunca se llega. Un 98 que en política cuenta poco, cuyo existencialismo huele también a rancio, y que en literatura sirve para que unos hablen bien de Baroja y otros mal.  A nadie le divierte volver al papel áspero de las viejas ediciones de Austral, aunque la posibilidad de cobrar un artículo, o simplemente colocarlo, consigue resucitar de vez en cuando el 98. Es, pues, un excelente momento, para proclamar como antaño: «¡el 98 ha muerto, viva el Modernismo!»
         Los viejos maestros, siguiendo el libro que Diaz-Plaja había escrito a propósito para ellos, anotaban  en columnas enfrentadas y con raya de tiza por medio «estética» y «ética» como quien escribe «cigarra» y «hormiga», y así quedaba sancionado el «Modernismo frente a Noventa y ocho». En aquellas pedagógicas columnas nunca se incluía el rasgo que realmente distinguía noventaiochista y modernistas: el propio ombligo y el mundo, una Castilla —castiza a pesar suyo— y las selvas tropicales («oculta en sus negruras el bohío / la maraña tupida y el follaje») de las que habla, por ejemplo, José Asunción Silva, que había nacido en Bogotá en 1865 y murió con 31 años sin alcanzar siquiera las vísperas del 98.
         «Taller moderno» tiene un claro aire parnasiano: es un soneto en el que la materia poética busca emparentar directamente con la imaginación pictórica y se preocupa por dar énfasis al sentido objetivo mediante el uso de una técnica descriptiva. Un parnasianismo que ilumina el poema, pero que —como casi todo en el Modernismo— convive en las Obras de Asunción Silva con poemas extensos, de vago sonsonete romántico y descarada confidencia sentimental. Y es que el Modernismo fue, en primer término un curioso campo literario donde se neutralizaron los irreconciliables conflictos estéticos del XIX. Y esta paradoja —no del poema, sino de su contexto literario— contiene la primera idea interesante sobre «nuestro» fin de siglo: toda postura artística —por extrema que sea— puede llegar a la simbiosis con sus opuestas —incluso las más radicales— en un contexto diferente. Algo que en el curso del siglo XX, tan feroz con frecuencia en sus  juicios, pocas veces se ha tenido en cuenta.
                 La estructura de “Taller moderno” encamina el poema hacia  su conclusión o clímax, situado en el último terceto, según la convención del soneto.  Los cuartetos dibujan «el «cuarto» del artistas: sus objetos  («piano», «caballete», «jarrón chino», «busto del Dante»...) sugieren detrás la presencia del artista total cuya vida parece destinada al arte (músico, pintor, cosmopolita, erudito... y al final también  «poeta»).  En el cuarto predominan las percepciones sensuales («olor...», «azul...»), el ambiente crepuscular («vejeces», «crepúsculo», «vespertino»...) y los detalles exquisitos («muebles de brocado»), todo muy de época.  Lo mejor de esta descripción —sin embargo— podría haber emocionado, por ejemplo, a un poeta que se encuentra en las antípodas del modernismo como Jorge Guillén, y es que la estampa no está narrada en su presente, sino en el presentimiento de su presente: «el rayo vespertino» / «va a desteñir», «los muebles...».  Es decir, los dos cuartetos describen un ambiente crepuscular justo antes de que este efectivamente se produzca.
         Se puede abrir ahora un paréntesis para ilustrar dos palabras del soneto, «vejeces» y «viejo», que cumplen un papel destacado en la imaginería de la composición.  La simple lectura de la primera estrofa de otro  poema, «Vejeces», bastará  para connotar los elementos que aparecen en la descripción: «Las cosas viejas, tristes, desteñidas, / sin voz y sin color, saben secretos / de las épocas muertas, de las vidas / que ya nadie conserva en la memoria, / y a veces a los hombres, cuando inquietos / las miran y las palpan, con extrañas / voces de agonizante, dicen, paso, / casi al oído, alguna rara historia / que tiene oscuridad de telarañas, / son de laúd y suavidad de raso.»   Esta latencia que conservan las antigüedades se percibe también detrás de los objetos que hay en el «Taller moderno”.
El primer terceto parece seguir la descripción en el punto donde la había dejado el segundo cuarteto: la armadura, el retablo... Hay algo «nuevo», sin embargo, en estos tres versos, algo ha ocurrido en ellos.  Lo presagia de modo indirecto una impresión sensorial: «rojizo orín» —inequívoco color del crepúsculo— y lo constata el tercer verso: «brilla la luz del marco en la moldura».  Y esta «luz» solo puede ser, claro, la del «rayo vespertino» que iba «a desteñir los muebles» en primer cuarteto. La descripción del cuarto del artista, que Asunción «ha pintado» en 11 espléndidos versos, no era, pues, una mera estampa, no era una naturaleza muerta, no era un simple adorno.  Sobre la estancia descrita y ante los ojos del lector la luz ha avanzado y en un instante ha modificado la visión: ya no son las cosas lo que le atraen, lo que de verdad importa, sino la luz misma, su constante transformación de la realidad. Es decir, lo que ha  pasado por la estancia  es el tiempo.  Todo lo explícito en el poema apunta al tiempo —un pretérito conservado en el cuarto del artista—, pero al final de lo descrito se comprende que el transcurrir del tiempo —su paso casi imperceptible— aparece también implícito.  De este modo Asunción Silva engasta el tiempo (el transcurso de un instante) en el tiempo (la conciencia del pasado) con esa magnífica metáfora de la transformación de la luz sobre las antigüedades.  Imposible no recordar en este momento a un pintor como Johannes Vermeer.   Luz y tiempo son, además, conceptos que siguen preocupando en el presente, y que tal vez justifiquen de paso la modernidad que el título nombra.
         La estructura de «Taller moderno» ha avanzado desde la evidencia («olor de vejeces») hasta la connotación («brilla la luz») con una decisión que ahora interrumpen los tres versos finales, que —desandando lo caminado— regresan al plano de lo obvio: falta quien convierta la estampa en arte. Esta lectura circunstancial del clímax desmerece, sin embargo, cuanto se ha observado en el poema.  A ella nos ha conducido un término, «clamar», con un fuerte sabor decimonónico.  En el último verso, sin embargo, aparece la expresión «manchas de color» que de repente sitúa al lector en el discurso pictórico del siglo siguiente, la abstracción, un siglo que  Asunción Silva no llegó a conocer.  Esta aparente incoherencia textual es propia de obras intuitivas y arriesgadas que asientan sus propuestas estéticas en la tiniebla de lo que aún no existe, que palpan en la oscuridad y se atreven a ir más allá, en un vaivén que lejos de desmerecer sus aciertos los subraya con vehemencia.  Cuando el Modernismo haya triunfado en los círculos literarios y llegue a España unos años más tarde, ya será difícil descubrir una capacidad de sugerencia y presentimiento como las de este poeta colombiano.
         Si se resta valor al enfático «clamar» y se sitúa en el centro del clímax «las manchas de color de la paleta», el último endecasílabo, la lectura de la estrofa resulta inmediatamente menos obvia. La «paleta» preparada con sus «manchas de color» no es la obra de arte, sino el presentimiento de la obra que se puede hacer en un ambiente con tantas marcas artísticas como las que señalan las tres estrofas precedentes.  Igual que la descripción había engastado el tiempo que transcurre en la conciencia del pasado mediante el brillo del último rayo sobre las antigüedades, así también este terceto final engasta la realización concreta de la obra de arte —vista desde su premonición— en la conciencia artística que irradia desde todos los objetos de la estancia. Conciencia del pasado y conciencia artística quedan identificadas en el nivel  explícito y externo, y en paralelo, en un plano latente, se hermanan el movimiento de la luz  y la obra de arte. Y ésta sí es una conclusión relevante y reveladora para «nuestro» tiempo, intuitiva y arriesgada.  Y es también una observación que justifica que en el título aparezca el término «moderno», que desde la antigüedad nombra a quienes están convencidos de que el arte es evolución y cambio; transformación que —Asunción Silva lo deja muy claro—  no está dirigida por ideas (las ideas quedan en el poema en el nivel de lo explícito: el valor de lo antiguo o de lo artístico), sino por la intuición («improvise») y por la percepción premonitoria de lo venidero. Un «Taller moderno» que era el del propio José Asunción Silva, pero que recuerda a algunos pintores de siglo XX obsesionados también por la incisión de la luz en el instante, como Giorgio Morandi, Edward Hopper o Antonio López.

[Lateral nº 37. Barcelona, enero de 1998]

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