sábado, 11 de mayo de 2019

El beso como paisaje urbano



El pasaje que comunica la calle con una pequeña plaza de interior de manzana por debajo del edificio donde vivo tiene, además de la de paso que señala su nombre, otra vida. Con frecuencia hay personas durmiendo. Están tumbadas sobre un cartón, sus pertenencias en orden a su cabecera y el calzado bien alineado. La ciudad se muestra incómoda frente a sus mendigos y vagabundos. Con actitudes paradójicas, tal vez. El cineasta sueco Ruben Östlund lo expresa bien en una película de 2017, The Square, donde entrelaza esta contradicción con las tribulaciones del director del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Estocolmo. En el pasaje, pese a su sordidez de túnel, también aparecen al atardecer parejas de adolescentes abrazadas. Hubieran merecido una novela con el mismo simbólico título que Virginia Wolf dio a sus ensayos: A Room of One's Own. Dos maneras diferentes de enfrentarse a la red de rutinas inocuas del espacio público. 
    Nunca ha sido fácil convertir la ciudad en una habitación propia. Aún en 1969, la poeta Anne Sexton escribió en su libro Poemas de amor un verso que lo confirma: «Y no se nos permite besarnos por las calles». Es un verso prodigioso, pues permite situar dónde y cuándo tendría o no tendría sentido escribirlo para auscultar el pensamiento urbano. En Boston, Massachusetts, donde vivió Sexton, tenía, obviamente, sentido. En otros lugares del planeta continúa teniéndolo. Hace unos años, no demasiados, un beso entre una pareja de veinteañeros capturado por las cámaras de seguridad de una estación de metro en Shanghai y colgado en You Tube conmocionó a la ciudadanía china. «En China —escribe el periodista Jordi Pérez Colomé—, las parejas en público no se tocan. Ni van de la mano, ni se despiden con un beso». La capacidad de subvertir el orden social con un beso emociona en Occidente. En la década inicial de este siglo de China han salido con aureola revolucionaria las fotografías del primer beso entre dos hombres y del primer beso entre dos mujeres ante la mirada un poco incrédula de un retrato de Mao. La periodista Eugenia Mont añade que «En calles y parques [de Pekín], en el metro y en los restaurantes de comida rápida es posible ver a las jóvenes parejas tomadas de la mano, abrazadas, acurrucadas. No demuestran vergüenza por estar en un espacio público, quizás porque no tienen espacios privados».
    Cabe preguntarse ahora por el momento en el que las ciudades europeas empezaron a contemplar estos besos —bien con escándalo, bien con un difuso anhelo de lo novedoso— que de repente resquebrajaban las estrictas fronteras entre lo público y lo privado. Las calles de Berlín tuvieron un magnífico navegante y cartógrafo durante las primeras décadas del siglo XX, Franz Hessel (1880-1941). Escribió un libro delicioso: Paseos por Berlín, publicado en 1929, que la crítica ha considerado siempre el trabajo de campo de las ideas de su amigo Walter Benjamin. Si alguna pareja de veinteañeros alemanes se besaba en las calles de Berlín al estilo chino, a Hessel no se le podía escapar. «Domingo de otoño. Crepúsculo... —escribe Franz Hessel en una descripción del Tiergarten, el gran parque central berlinés—. La tierra exhala un ligero vapor, no tanto como el campo abierto, más que los campos de patatas. En los muchos y muchísimos bancos esparcidos por la penumbra y la semipenumbra de los serpenteantes caminos están sentadas parejas de amantes. Algunos me parecen muy poco peritos en las carantoñas amatorias, podrían aprender mucho de un pobre obrero parisiense cuando acaricia a su pequeña amada. Algunos han conseguido para sus juegos de dos un banco entero, pero tampoco se molestan entre sí los que deben compartir su banco con otras parejitas». Hessel reenvía a París —«París es la ciudad más carnal que ha existido», escribió él mismo en una de sus novelas—.
     En París la vitalidad, el movimiento y el color urbanos seducen a un joven pintor en los primeros años del siglo XX: Pablo Picasso. Deslumbrado por el espectáculo cotidiano que contempla, el artista se esmera tanto en experimentar nuevas maneras, influjos o estilos como en captar instantes de la vida parisina. Y, sobre todo, en comprender cómo los habían interpretado sus precedentes. Y ya los pintores costumbristas de finales del XIX se habían dejado impresionar por la nueva intimidad de los amantes en la calle. Así Théophile Alexandre Steinlen (1859-1923) representó en 1895 un extraordinario y apasionado «Beso» en un escenario nocturno, solitario. Y urbano.
      Entre 1900 y 1901 Picasso pintó con entusiasmo múltiples aspectos de la vida parisina que le seducían. Las pinturas recogen el trazo rápido, efervescente, imperfecto de esta conmoción. Entre los motivos parisinos hay uno que Picasso logró convertir en un emblema —como casi todo lo que creó, por cierto—, capaz de instituir una nueva realidad pictórica: el abrazo carnal. Los abrazos arrancan en los barrios periféricos de París con los «Amantes en la calle» (existe un pastel, un óleo y un apunte al carbón) y continúan en «El abrazo en un cuarto cerrado» (más íntimo en apariencia, aunque está presenta la violencia de la luz nocturna que ilumina la estancia y deja fuera de cuadro, pero latente, una ventana y la ciudad). Este motivo reaparece totalmente sublimado en un espléndido pastel de la época azul, del mismo modo titulado: «El abrazo», que pintó en la Barcelona de 1903. Pero un año más tarde, de nuevo en París, los abrazos picassianos recobran su violencia de retrato carnal, tal como muestra una nutrida serie de dibujos: «Los amantes», «El beso» o las variaciones innumerables de «Pareja haciendo el amor». A través de estos cuadros Picasso descubre y desvela en París que la pasión amorosa es un tema fundacional de ciudad moderna: la intimidad alcanzada por los amantes en la calle está en relación directa con la proporción de anonimato y heterogeneidad que les ofrece la vida urbana. En el París picassiano de inicios del siglo XX el verso de Anne Sexton ya no tendría sentido.
     En una reseña a Paseos por Berlín, Walter Benjamin realiza una observación interesante: «Paisaje, esto es lo que [París] es en realidad para el paseante. O para ser más exactos: para él [para Franz Hessel] la ciudad se presenta en sus polos dialécticos. Se abre como un paisaje, se cierra en torno a él como una habitación». La ciudad del paseante (flâneur) es un paisaje —según Benjamin— externo e interno al mismo tiempo. Esta es una idea central en el pensamiento de Benjamin, acaso la descubriera en su visita a Nápoles, donde se dejó impresionar por la «porosidad» de su vida urbana, pero la desarrolló en su estudio sobre el Paris de Baudelaire: «La calle se convierte en una vivienda para el flâneur, se encuentra tan en su casa entre las fachadas de los edificios como el ciudadano entre sus cuatro paredes».
     La arquitectura y el urbanismo en aquel inicio del siglo XX estaban a punto de decretar —al menos como utopía— el final de la frontera entre lo que está dentro y lo que está fuera. Interior y exterior de un edificio, con las nuevas estructura de hierro y vidrio del racionalismo arquitectónico, dejan de ser conceptos inamovibles. El Pabellón Alemán de Barcelona diseñado por Ludwig Mies van der Rohe y Lilly Reich tal vez sea el paradigma de esta reunión de ámbitos.
     La confusión entre vida interior y vida exterior, que arraiga en esta época y concluye en un presente donde lo privado y lo público han dejado de tener sentido como campos de referencia, tiene uno de sus orígenes más claros en la poética de Charles Baudealire, para quien jamás existió una frontera entre dentro y fuera, entre conocido y desconocido, es más, en ese intersticio donde se cruza interior y exterior supo ver que prende lo «más misterioso» del ser humano —piénsese en poemas como «A une passante» o en tantos textos de los Petits poèmes en prose—. 
     Quien quizá sea el mejor lector de Baudelaire, Walter Benjamin, tituló Dirección única a uno de sus libros más personales, creativos y luminosos. En sus páginas reflexiona: «De golpe pude abarcar con la mirada un barrio totalmente laberíntico, una red de calles que durante años había yo evitado, el día en que un ser querido se mudó a él. Era como si en su ventana hubieran instalado un reflector que recortara la zona con haces luminosos». El pensamiento clásico de las ciencias sociales determina que el espacio urbano se produce mediante la práctica arquitectónica, monumental y urbanística, y mediante las codificaciones sociales y culturales. Henri Lefebvre añadió un tercer elemento, la experimentación del espacio urbano en la vida cotidiana, su vivencia. El texto de Benjamin concreta esta tercera vía en la comprensión del espacio urbano. El barrio evitado y desconocido, de repente cambia de signo tras la mudanza del «ser querido». La ciudad es el lugar donde dos personas se han besado, se podría decir ahora con la misma propiedad que cualquier otra definición.
      La ciudad se convierte en el tiempo de las vivencias, no en el que señalan los monumentos. Y quien mejor supo captar el poder evocador del beso urbano fue la fotografía. Los fotógrafos del siglo XX han convertido la caricia afectuosa e íntima entre amantes en el seductor símbolo de la ciudad. Pero las placas optimistas, celebérrimas, de Robert Doisneau (1912-1924), por ejemplo, que constatan un triunfo de lo individual sobre la estructura, quizá oculten una trastienda menos armónica. Al mismo tiempo que sus parejas de parisinas resultan admirables por la vehemencia, esplendor y centralidad de sus besos, otra sexualidad desplazada de las convenciones urbanas crea una cartografía secreta más intensa en las ciudades: callejones inmundos, parques mal iluminados, edificios en ruinas, urinarios públicos...
     El profesor Jesús Martínez Oliva ha estudiado con detalle la evolución de los espacios de relación entre homosexuales durante el siglo XX, que han seguido un camino desde los lugares apartados, marginales, anónimos y con frecuencia degradados, pasando por la articulación de locales propios —bares, saunas, clubs de sexo—, hasta la creación actual de los barrios y zonas exclusivas. En este punto, Martínez Oliva realiza una reflexión que afecta también al presente: «Si la ocupación del espacio público era creativa y liberadora o al menos ponía en tela de juicio ciertas prerrogativas y normas, tendríamos que preguntarnos si el uso del espacio en los barrios gays es igualmente liberador o por el contrario no posee ese potencial de resistencia. Uno de los problemas estriba en si esa visibilidad interfiere de modo real en el resto de la vida de la ciudad o si es un espejismo, un mero estado de libertad contenida dentro del marco de un distrito. Otro sería la forma en la que esos barrios articulan y habitan el espacio que cada día parece más normativa, rentabilizadora y acomodaticia».
    La incorporación del término «espejismo» a un planteamiento que había nacido de la irrupción liberadora de la intimidad en la calle plantea una nueva perspectiva. Los barrios gays, pero también los vigilados parques donde los adolescentes se besan o el inofensivo pasaje bajo mi edificio, ¿servirán hoy como hace cien años «para saltar por los aires todo ese mundo carcelario», como se preguntaría Walter Benjamin?
      Cada vez más en el presente —y al cabo quizá sea uno de sus elementos consustanciales— el espacio urbano anhelado como liberador tiende a su redundancia. Lugares redundantes en su oferta de un disfrute elegido a priori; vivencias redundantes por la multiplicación incesante de comportamientos diseñados con antelación; experiencia redundante por la esencia estereotipada a la que le condena la exhibición audiovisual constante, casi obscena, de los ámbitos íntimos, privados y personales. La redundancia es la condición del espacio contemporáneo. La redundancia es la muerte del espacio concebido como liberación personal frente al urbanismo especulativo y la sociedad codificada. La redundancia es el nombre del campo de concentración de las ciudades del presente donde ya ni siquiera tiene capacidad liberadora un beso entregado en público. Los besos de los adolescentes se han convertido en paradigma de esta redundancia: motivo de una competición que admite récords. En 2017 se besaron casi cuarenta mil personas en México para superar un récord mundial que ostentaba Londres, donde poco antes dieciséis mil quinientas parejas estuvieron besándose juntas y en un mismo y cronometrado tiempo.

[Electra nº 3. Setembro, 2018, Portugal. | Clarín nº 140, marzo-abril, 2019]

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