Dos de los poetas sobre los que más he escrito han coincidido en publicar sendos títulos paralelos: Carta al padre (2016), Jesús Aguado, y ahora, tres años después, Mi padre (Trea, Gijón, 2019) de Eduardo Moga. De hecho, el libro de este arranca con una cita del de Aguado, muy bien elegida, por cierto, pues atina con el tono que Moga va a utilizar en el suyo: «Una vez me perdí en el bosque. Mi padre, en vez de salir a buscarme, se tendió debajo de un árbol. Sus ronquidos me orientaron». Curiosamente este fragmento de Carta al padre resulta más representativo del libro que lo cita que del libro al que pertenece. El rápido trazo sintáctico, la anécdota simbólica, el final irónico van a ser la marca estilística de Mi padre. En las antípodas, por cierto, del desarrollo estilístico que se espera de Eduardo Moga.
Antes de entrar en el libro, me he quedado pensando en el asunto. «Mi padre». En una ocasión escribí una serie de poemas sobre la evocación que hacía un hijo de su padre. Es lo más cerca que me he encontrado del tema. El último texto, siguiendo la lógica interna de la secuencia, culminaba ante el cuerpo yerto del padre. La materia poética lo exigía, era una reflexión sobre el desamparo. Y la muerte de un padre, o de una madre, es una manera de concretarlo poéticamente. Una persona conocida, que leyó aquel libro y quiso comentármelo, hizo una mención sobre la muerte de mi padre que me dejó paralizado. En aquel momento, mi padre vivía, y aún tardaría muchos años en fallecer. ¿Un poeta ha de desmentir lo que los versos dicen? Decidí callar. De hecho, se refería a los poemas, y en el poema mi padre había muerto, aunque eso no hubiera ocurrido en la realidad. Es curioso cómo cuesta despegar al poema —pese a los esfuerzos ingentes de todo tipo de vanguardias— de los vínculos biográficos. Ahora, en el momento en el que escribo, mi padre ya ha muerto, y el antiguo poema, de repente, ha cobrado un inesperado (para mí) valor real. Diré más: una exactitud biográfica. Como tantas veces ocurre, uno no escribe lo que le ha pasado, sino lo que le va a ocurrir.
No sé si se podría decir algo similar en ambos libros. Coinciden en haber sido escritos años más tarde del fallecimiento biográfico. Y subrayan los dos, desde el título, el factor testimonial: «Carta» (con eco indudable del conflicto de Kafka con el padre, que también cita al principio de su libro Moga), y el posesivo «mi», que como se sabe no indica casi nunca posesión, sino una relación directa entre sujeto y objeto. El factor biográfico no puede ser resuelto, tal vez, con la mera reflexión personal sobre mi experiencia del tema, es decir, excluyéndolo. Lo biográfico insiste desde el título y también desde la selección de momentos de intimidad familiar, con múltiples detalles y elementos concretos, que nutren la escritura de ambos libros. Sin embargo, persiste la sensación de que no son dos libros memorialistas, ni hay en ellos un factor testimonial que sobresalga en su interpretación. Junto a la pulsión biográfica, existen otros factores que alejan al lector de esta lectura. El primero es la ironía, elemento que en sí mismo ya establece distancias con cualquier relación directa. En el caso de Carta al padre, además, la compleja estructura del libro, que incluye en cada una de sus secciones modos opuestos de encarar el tema, sitúan el libro de Jesús Aguado más próximo a la meditación sobre los límites de la poesía a propósito de la relación padre-hijo que de su propia memoria.
En Mi padre ocurre un alejamiento de lo biográfico, dentro de la más descarnada biografía, que aporta un matiz interesante. Quien conozca la obra de Eduardo Moga habrá constatado una progresiva, decidida y voluntaria inmersión en lo biográfico, o más concretamente, en el presente vivencial. La diferencia en uno y otro concepto existe, pero también se pueden confundir en una lectura amplia. Esta evolución hacia el presente biográfico Moga la ha realizado desde otro presente con una dimensión opuesta, el del universo. Su obra se puede comprender como una transformación desde el tiempo infinito hasta el instante finito. Pero en esta metamorfosis temática ha contado con un poderoso elemento de cohesión de toda la obra, el estilo. De hecho, uno de los rasgos singulares de Moga ha sido precisamente el hecho de abordar aspectos marginales de la vida cotidiana —bien nimios, bien expresionistas— con un portentoso estilo cuajado, se podría decir, en la descripción del flujo de las galaxias en el universo. Evolución que en los últimos títulos le ha llevado a simbiosis tonales aún más extremas, pero manteniendo la feracidad estilística como cohesión del conjunto. No resulta imprescindible conocer este contexto para leer Mi padre, obviamente; pero sí lo es para interpretar la dimensión biográfica del libro. El estilo con el que Eduardo Moga ha impregnado su en absoluto sedentaria escritura poética, en este libro ha desaparecido. Las marcas, ahora, son otras: sintaxis sencilla, léxico directo, contención expresiva, carácter casi gnómico, trazo ligero de situaciones figurativas, ausencia de introspección, estructura sincopada. El estilo que le había servido a Eduardo Moga para convertir lo biográfico —el presente vivido, un instante ensanchado a categoría de proteico por la escritura—, desaparece ante el posesivo «mi» del título. De hecho, el flujo de escritura magmática con el que convierte en materia poética lo que carece de ella, ahora se interrumpe no tanto por la secuencia fragmentaria como por la organización del texto a modo de viñetas. Cada página recoge el dibujo de una anécdota, y su lectura se realiza página a página, cuadro a cuadro. Y todo ello aleja el libro de una simple lectura biográfica. De hecho, le da a lo biográfico un protagonismo inquietante como fruto de una contradicción esencial entre el enunciado y la secuencia. Entre la manifestación de lo memorístico y su presentación viñeteada, a modo de tebeo.
Esta larga, y acaso inútil, disquisición ha de servir como preámbulo a la que tal vez sea la característica literaria más sobresaliente del libro. E inesperada. Presentado como una declaración personal («mi»), lo lírico se entrevera, sin embargo, con lo sociológico de forma casi imperceptible. «Mi padre» es un prodigioso retrato de una generación, la de los padres, vista desde el punto de vista de otra generación, la de los hijos, separadas ambas por un cambio histórico sustancial: el paso de la dictadura, cuyas marcas externas —ausencia de estudios, población extenuada, hábitos procaces…—, resultan incomprensibles para quienes, ya en democracia, absorben nuevos estudios, cultura, educación, hábitos… que cambian los valores radicalmente.
El libro entrevera lo sociológico —que es este tebeo generacional extraordinario por su vivacidad, incisiva ironía y certera ejemplificación— con lo lírico. Pero lo lírico no es lo biográfico, no es lo anecdótico. Lo lírico es el sentimiento que late por debajo de esta manifestación casi caricaturesca del padre —de toda la generación de padres—, y es, claro, el dolor soterrado del libro escrito por quien no pudo comprender a su padre, por no poder dar carta de naturaleza a comportamientos que el presente democrático había caducado de golpe. El hijo estudiante, universitario, culto, educado, europeo… frente a una generación, la de su padre, devastada por el estancamiento de décadas de ostracismo social solo superado por una intimidad a veces expresionista: «Mi padre se tiraba pedos en casa». Este aspecto lírico, que no tiene reflejo léxico en el libro, ni siquiera la marca estilística del autor, que no se puede demostrar, es sin embargo el valor literario más sobresaliente del libro. El que subyace en aquellas grandes obras de la ironía y del humor en la historia literaria que hoy se leen no para reírse de las anécdotas sino para comprender algo más de la complejidad humana. Sobre las sutilidades de la incomunicación. De cómo los padres, entregándoles lo mejor que poseen a los hijos, siembran en estos la distancia. De cómo los hijos que no han perdonado a los padres su vulgaridad no logran perdonarse a sí mismos ese alejamiento y esa incomprensión. En suma, en literatura la biografía no se encuentra en las anécdotas, por real que sea su origen, sino en la amargura que queda después de haber vivido, por más que nos haga sonreír lo escrito.
[Inédito]
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