lunes, 31 de agosto de 2020

El mago que saca una novela del sombrero. «Os contaré la verdad», de Fernando Sanmartín




Los manuales de guion cinematográfico al uso señalan que el primer encuadre de la película ha de señalar ante el espectador el protagonista. No sé si los novelistas ven muchas películas, o son los lectores los aficionados, pero esta parece una idea que haya calado también en la narrativa. Por ello el lector de Os contaré la verdad acaba agradeciendo que el autor, el poeta y narrador Fernando Sanmartín (1959), le engañe. Le presente en el primer capítulo un personaje, como si fuera el protagonista, que a su vez va dando pie a la aparición de otros personajes hasta que, sin verlo venir, en el primer tercio de la narración, uno de estos, en apariencia un secundario más, se convierta en el epicentro de la historia. Esta presentación retrasada es el primer indicio de la complejidad de una novela en apariencia tan cristalina. En la estructura temática, que sobrevuela a la argumental, la condición de protagonista solo aparece cuando uno de los personajes que desfilan por las páginas de repente encarna un conflicto de verdad (la verdad que anuncia el título). El fractal de personajes se detiene y la novela cambia de ritmo: en lugar de avanzar horizontalmente, de nombre en nombre, lo hace ahora verticalmente, ahondando, en la protagonista, una mujer segura de sí misma que de repente descubre que comparte dos seguridades incompatibles entre sí.
         Después de un desarrollo en el que se asiste al crecimiento de la protagonista en el relato, el final vuelve a situarse a la altura del inicio. Contagiado el lector de la intriga contradictoria, se le anuncia un desenlace que promete una alta tensión emocional. Pero en lugar de encaminarse hacia él, Sanmartín con maestría lo demora, lo enmaraña y convierte de nuevo lo argumental en conceptual (igual que el inicio solo había arrancado tras bastantes páginas cuando aparece lo temático sobre la estructura), un final que de modo magistral le sustrae al lector el interés por la trama para entregarle una reflexión casi filosófica de la realidad: la esencialidad humana de lo contradictorio. Lo que aparta Os contaré la verdad de ser una fábula filosófica es que ambos procedimientos técnicos estructurales, al inicio y al final, son esencialmente narrativos y potencian la narración con la característica intrínseca del relato: la importancia que tiene el cómo se oculta lo que se cuenta en el grado de intensidad de lo contado.
         La prosa de Fernando Sanmartín, diáfana y armoniosa como pocas en la narrativa actual, contiene en su interior otros libros de los géneros que le son también propios, la poesía y la escritura memorialista. Los capítulos están trufados de pequeños excursos poéticos que surgen cuando el narrador alude a cualquier circunstancia narrativa. Pondré un ejemplo. Se cuenta que uno de los personajes había comprado en una subasta dos cartas del pintor Joan Miró. Y a continuación la narración se ensimisma en la circunstancia y conduce su reflexión desde lo real a lo poético en apenas cuatro líneas: «Escribimos más cartas que antes, cartas en forma de wasap o de e-mails, cartas con palabras que son bombonas de submarinista, cartas que reflejan la luz en un muro o un bosque con niebla». Existe una colección completa de poemas en prosa engastados en la novela. No es lo único inserto en la prosa. Hay también otra colección de preciosos aforismos: «La frustración puede transformarse en armonía». También algunas greguerías magníficas: «El hospital es un taller de reparaciones». Prosas (o poemas) dentro de la prosa. Porque la narración ha de tener esa doble dimensión (cada vez más olvidada) de contar y al mismo tiempo recrear la lengua.
         De la escritura memorialista existen también trazos muy claros en Os contaré la verdad, y tienen que ver sobre todo con París, la ciudad donde transcurre la acción. La ciudad es la otra protagonista de la novela. Y al margen de la pequeña colección de lugares parisinos que se describen desde un punto de vista vivencial y casi diarístico, lo significativo es el tratamiento narrativo del espacio. El lugar no puede ser un mero contexto, ni tampoco un acopio de descripciones decimonónicas. El espacio es el modo de temperar el clima de la novela, de reflejar el mundo de los personajes sin que el narrador necesite dar explicaciones como si fuera su psicólogo, y, sobre todo, de crear complicidades con el lector, sin que el lector se dé cuenta de que un desconocido le está paseando por el interior de sí mismo, aunque nunca haya estado en París.

[Inédito]

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