Tras
algunos libros con un carácter temático extrovertido,
Maria Azenha regresa con Bosque Branco
(Ed. Urutau, São Paulo, 2020) a los poemas extremadamente breves y al simbolismo endocéntrico, es
decir, aquel en el que los textos ramifican un único símbolo troncal. Una
poética que ya había inspirado alguno de sus títulos esenciales, como A sombra da Romã (2011), con el que el recién
publicado establece ciertos paralelismos. Formales, como la extensión de los
poemas, de dos y tres versos; pero sobretodo en el contenido, como poemas de
amor escritos no a una persona, sino al Amor mismo: «Es primavera, Amor. / Mi corazón
nació en el tuyo, en flor». Al igual que en aquel libro, Bosque Branco está compuesto, en líneas generales, por las
declaraciones, promesas, carencias, deseos, regalos, intimidades, temores,
ausencias y sueños amorosos. Y también por otro elemento, ausente entonces, que
desfigura el paralelismo.
Bosque
Branco es un poema de amor al Amor: «Una criatura inocente duerme en mi
lecho / Con el nombre de mi Amado», se lee en los dos primeros versos con una
alusión clara al mito clásico de Amor. Pero en el tercer verso añade: «Viene
cada mañana a resucitarme».
En primer término, como innovación
formal, se observa en los tres versos del poema dos instancias semánticas separadas.
Una previa de declaración amorosa (dos versos iniciales), otro de contraste
(tercer verso). Este esquema se repite en los poemas dípticos. Un verso inicial afirma; otro final, contrapone la
afirmación, de suerte que el resultado es la transformación del monólogo de la
Amada en un diálogo implícito. Como si después de lo afirmado, alguien (el Amado, la circunstancia, el
tiempo, la propia Amada…) hubiera matizado lo dicho antes del contraste. En esta
sombra de diálogo prende un acontecer, un mínimo conflicto o quizá solo su
resolución. Una trama implícita. Solo
en dos versos: declaración amorosa y contrapunto.
En el poema inicial, arriba citado, el
contraste, o el acontecer, aparece en el término «resucitar». No es ya, el que ahora
desarrolla Bosque Branco, un amor al
Amor primaveral, renacido, sino a un
Amor póstumo, resucitado, es decir,
el que regresa al Amor después de padecer aflicción, ausencia o pérdida. Otro
díptico da una pista del padecimiento: «La polvareda del exilio huele a
pólvora. / Amor, estamos en un gran campamento de extranjeros.» El resucitar diario del Amor lo es desde un
mundo injusto y desolado, aquel que reflejaban los títulos anteriores de la
poeta, A casa de ler no oscuro (2016)
o Xaque-Mate (2019). Esta es la
primera dimensión temática de Bosque
Branco: el regreso de la autora a los símbolos introvertidos, que surgen ahora
impregnado con los símbolos exocéntricos: «En la puerta del desierto somos
alumnos de la nieve».
Existen en el libro otras dimensiones
que se entrecruzan y remiten también a tramas temáticas enraizadas a la obra de
Maria Azenha: una religiosidad propia, con un Dios insolidario al que se le
acusa («Vi a Dios decapitar los árboles del mundo») y al que se le pide
clemencia («Oh, Dios, no nos apartes tanto»); un universo metapoético personal («Esta
noche, abrazada a mi padre / No tengo miedo de escribir»); y una actitud lírica
activa, donde se excluye lo
contemplativo: «Entrelazo las manos y recuerdo tus brazos. / Mi corazón ya
corre a buscarte».
El símbolo central a partir del cual se
deriva la experiencia de los poemas es el «desierto», o «bosque blanco». Un desierto
que a veces es de nieve, o se le llama Ángel. O propicia una carta de amor. En
este «bosque» o «desierto» no concurre un único sentido, sino una encrucijada
de significados. Cada vez que aparece enunciado o aludido, lo es con un sentido
distinto. La diferencia entre los símbolos de la poesía tradicional y de la
poesía moderna — también su legibilidad e interpretación — radica en este
aspecto. El símbolo contemporáneo no admite una clave de lectura única, sino una
gama de equívocos que lo amplían y difuminan.
El «desierto» es, en sentido lato, los
extramuros de los amantes. A veces se concreta en su intemperie, en otras ocasiones adquiere otros matices. Como en el
siguiente verso: «Quien en el desierto busca un refugio ve allí su túmulo». En
el extremo de la intemperie del «bosque blanco» se encuentra el límite
existencial. Su conciencia. Una suerte, también, de intemperie absoluta, ajena a la temporalidad («Nos quedamos solos y
no envejecemos»). O, dicho de otra manera: en el amor del Amor («Y tú, Amor,
tienes un solo [túmulo] para los dos»), a salvo del paso del tiempo, aunque se
ciña alrededor el círculo de la sola blancura de la nieve: «Los amantes están
solos».
El ensimismamiento amoroso (el amor al
Amor), a diferencia del mito clásico, no es ciego. Vive en un mundo injusto y
lo ve deteriorarse. Su lugar linda con la desolación y la ve acercarse. Su
gesto se encamina hacia la soledad y la ve avanzar. Aun así, lo amoroso y lo
ensimismado se sobreponen a la visión. La apuesta poética de Maria Azenha por
el lenguaje amoroso —igual que en otra época fue la opción de los místicos— es por
la de un idealismo asediado que aún resiste. Un lenguaje amoroso que al mismo
tiempo se yergue crítico y visionario.
[Inédito] [Versión en portugués]
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