domingo, 17 de julio de 2022

Fulgor oscuro | «Dios en la ría», de Estefanía González




Dios en la ría (Bartleby editores, 2022), tercer libro de Estefanía González (1970), culmina un singular proceso de estilización expresiva sobre el universo temático denso y complejo que afloró en Hierba de noche (2013).  Tras una etapa de intensa actividad en redes sociales, este primer libro irrumpe atravesado por una meditación que uno de los poemas encuadra bien: «Siendo niña conocía la antesala / altísima de la muerte». El sentido de los versos se asienta sobre la literalidad de las expresiones: «En susurros los niños hablamos de la muerte». Sobre este eje expresivo la autora poco a poco va moldeando leves alteraciones del significado: «La mañana gris y quieta, / apenas algún grito de gaviota / y alguien que abre una ventana cerca y tose. / Todo eso / en la estancia más leve de su cuerpo / la de plumas y aire». La identidad metafórica entre cuerpo-casa-vuelo se desencadena a partir del término «estancia», que altera la literalidad de la imagen.

         Apenas un año más tarde, en Raíz encendida (2014), las alteraciones del significado ya dominan la dicción: «El poema no cesa de morir» afirma un primer verso, con una personificación que no tarda en erguirse en alegoría: «A las dos líneas muere y nace de nuevo / como el día espiral». Relega la literalidad de la reflexión a leves alusiones en un contexto de expansión imaginativa.

         Resulta interesante fijar este marco expresivo en transformación para comprender la singularidad que aporta Días en la ría no solo al conjunto de la obra de Estefanía González, sino también, tal como afirma en un extenso y lúcido prólogo Jordi Doce, a la poesía de sus contemporáneos, entre los «que apenas tiene antecedentes». El proceso de estilización significativa alcanza en este libro un cénit. Desaparecida la literalidad, innecesarias, por lo tanto, las alteraciones propias del uso de las figuras literarias, quedan solo las palabras ingrávidas, sin sujeción a una lógica expresiva. En relación a las citas anteriores, que trazaban en su primer libro el ámbito de pensamiento poético, se pueden ahora aducir, para idéntico asunto, otros versos, como: «en la subida al sanatorio altísimo / de lo impensable», donde la referencia a la finitud no se expresa con ninguna literalidad, sino que aparece implícita en otra afirmación.  Aquella «niña» concreta que «conocía» este contenido ahora se convierte en un «Sol niño [de cinco años] blandido como hacha», «No eras ya un niño» o «un niño apenas vivo, / casi sin forma. Un renacuajo». Es decir, la infancia interior ha dejado de permanecer vinculada a las secuencias de la memoria para pasar a ser una potencia demiúrgica de la visión poética, capaz de adquirir valores complejos que significan de modo impresionista. De donde se deriva el paradójico resultado de que cuanto más etéreas e imposibles de contextualizar se muestren las imágenes, mayor densidad significativa concentran.

         Días en la ría está construido sobre una columnata de iconos, como el inaprensible «niño»-infancia de las citas anteriores, que actúan como ámbitos temáticos que se repiten en los poemas, pero transformados en nuevos significados en cada caso — desde el «sol niño» hasta el casi «renacuajo»—, y se desenvuelven sobre principios opuestos a cualquier construcción textual: la indeterminación significativa y la contradicción.

         Jordi Doce, en su prólogo, identifica algunos de estos iconos que ponen en pie el universo temático del libro: la infancia, la caída, la amenaza, la transparencia… Esencial resulta también el yo, la primera persona verbal, que en la mayoría de los poemas conduce —ordena y desordena— el magma significativo (otros mantienen una tercera persona descriptiva, adusta y tensa). A partir de este yo conductor se puede definir también la escritura de Estefanía González. En ciertos momentos el yo se vuelve sobre sí mismo en breves autorretratos a partir de la expresión «soy». En un poema el yo encarna su opuesto, los augurios más siniestros («pero soy el padecimiento negro / de la tormenta misma atormentándose». En otro afirma rotundo: «No sé quién soy». Y en el texto «Un paso atrás» aparecen conjugadas todas las contradicciones del yo: «Soy este dragón de la guardia […] / Soy la apostura en el centro / del remolino […] / Yo no soy este dragón. / No soy hombre ni mujer. / Soy lo que observa / un paso atrás.» Una declaración que construye significados a partir de sus contradicciones: un yo que encarna sin ser quien encarne, de naturaleza indefinible, un yo que actúa al mismo tiempo que se describe ajeno a sí mismo. Un yo ingrávido, múltiple, en constante transformación, igual que su manera de significar, cuya lógica no depende ya de la memoria, ni de los asertos de lo real, sino de su propia visión, o como Jordi Doce acierta a nombrar, de su «imaginación». No es una poesía surrealista, sino claramente a-real, o mejor, para-real, es decir, dueña de su propia lógica de expresión.

         El libro guarda una sorpresa para quien haya transitado por su primera parte. La segunda, «Cuerpo de padre», desarrolla un extenso poema elegíaco digno de la estirpe manriqueña de las Coplas. En este caso su modo de significar resulta diáfano. Estefanía González establece un triángulo de equivalencias semánticas perfecto entre la figura real del padre, la evocación metafórica del paisaje como su cuerpo y el desarrollo alegórico del campo de batalla como trasunto de la enfermedad y la hospitalización. Un yo, en este caso perfectamente definido como la hija que vigila, entrevera los tres extremos de forma estremecedora, dando fin a un libro que el lector no tendrá más remedio que volver a iniciar para continuar dentro de su oscuro fulgor.


[Letras 21 | nuevatribuna.es | 13 de julio de 2022 | Enlace]

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