Dios
en la ría (Bartleby editores, 2022), tercer libro de Estefanía González
(1970), culmina un singular proceso de estilización expresiva sobre el universo
temático denso y complejo que afloró en Hierba
de noche (2013). Tras una etapa de
intensa actividad en redes sociales, este primer libro irrumpe atravesado por
una meditación que uno de los poemas encuadra bien: «Siendo niña conocía la
antesala / altísima de la muerte». El sentido de los versos se asienta sobre la
literalidad de las expresiones: «En susurros los niños hablamos de la muerte».
Sobre este eje expresivo la autora poco a poco va moldeando leves alteraciones
del significado: «La mañana gris y quieta, / apenas algún grito de gaviota / y
alguien que abre una ventana cerca y tose. / Todo eso / en la estancia más leve
de su cuerpo / la de plumas y aire». La identidad metafórica entre
cuerpo-casa-vuelo se desencadena a partir del término «estancia», que altera la
literalidad de la imagen.
Apenas
un año más tarde, en Raíz encendida
(2014), las alteraciones del significado ya dominan la dicción: «El poema no
cesa de morir» afirma un primer verso, con una personificación que no tarda en erguirse
en alegoría: «A las dos líneas muere y nace de nuevo / como el día espiral». Relega
la literalidad de la reflexión a leves alusiones en un contexto de expansión
imaginativa.
Resulta
interesante fijar este marco expresivo en transformación para comprender la
singularidad que aporta Días en la ría
no solo al conjunto de la obra de Estefanía González, sino también, tal como
afirma en un extenso y lúcido prólogo Jordi Doce, a la poesía de sus
contemporáneos, entre los «que apenas tiene antecedentes». El proceso de
estilización significativa alcanza en este libro un cénit. Desaparecida la
literalidad, innecesarias, por lo tanto, las alteraciones propias del uso de
las figuras literarias, quedan solo las palabras ingrávidas, sin sujeción a una
lógica expresiva. En relación a las citas anteriores, que trazaban en su primer
libro el ámbito de pensamiento poético, se pueden ahora aducir, para idéntico
asunto, otros versos, como: «en la subida al sanatorio altísimo / de lo impensable»,
donde la referencia a la finitud no se expresa con ninguna literalidad, sino
que aparece implícita en otra afirmación. Aquella «niña» concreta que «conocía» este
contenido ahora se convierte en un «Sol niño [de cinco años] blandido como
hacha», «No eras ya un niño» o «un niño apenas vivo, / casi sin forma. Un
renacuajo». Es decir, la infancia interior ha dejado de permanecer vinculada a
las secuencias de la memoria para pasar a ser una potencia demiúrgica de la
visión poética, capaz de adquirir valores complejos que significan de modo
impresionista. De donde se deriva el paradójico resultado de que cuanto más
etéreas e imposibles de contextualizar se muestren las imágenes, mayor densidad
significativa concentran.
Días en la ría está construido sobre una
columnata de iconos, como el inaprensible «niño»-infancia de las citas
anteriores, que actúan como ámbitos temáticos que se repiten en los poemas,
pero transformados en nuevos significados en cada caso — desde el «sol niño»
hasta el casi «renacuajo»—, y se desenvuelven sobre principios opuestos a
cualquier construcción textual: la indeterminación significativa y la
contradicción.
Jordi
Doce, en su prólogo, identifica algunos de estos iconos que ponen en pie el
universo temático del libro: la infancia, la caída, la amenaza, la
transparencia… Esencial resulta también el yo, la primera persona verbal, que
en la mayoría de los poemas conduce —ordena y desordena— el magma significativo
(otros mantienen una tercera persona descriptiva, adusta y tensa). A partir de
este yo conductor se puede definir también la escritura de Estefanía González.
En ciertos momentos el yo se vuelve sobre sí mismo en breves autorretratos a
partir de la expresión «soy». En un poema el yo encarna su opuesto, los
augurios más siniestros («pero soy el padecimiento negro / de la tormenta misma
atormentándose». En otro afirma rotundo: «No sé quién soy». Y en el texto «Un
paso atrás» aparecen conjugadas todas las contradicciones del yo: «Soy este
dragón de la guardia […] / Soy la apostura en el centro / del remolino […] / Yo
no soy este dragón. / No soy hombre ni mujer. / Soy lo que observa / un paso
atrás.» Una declaración que construye significados a partir de sus
contradicciones: un yo que encarna sin ser quien encarne, de naturaleza
indefinible, un yo que actúa al mismo tiempo que se describe ajeno a sí mismo.
Un yo ingrávido, múltiple, en constante transformación, igual que su manera de
significar, cuya lógica no depende ya de la memoria, ni de los asertos de lo
real, sino de su propia visión, o
como Jordi Doce acierta a nombrar, de su «imaginación». No es una poesía
surrealista, sino claramente a-real, o mejor, para-real, es decir, dueña de su
propia lógica de expresión.
El
libro guarda una sorpresa para quien haya transitado por su primera parte. La
segunda, «Cuerpo de padre», desarrolla un extenso poema elegíaco digno de la
estirpe manriqueña de las Coplas. En
este caso su modo de significar resulta diáfano. Estefanía González establece
un triángulo de equivalencias semánticas perfecto entre la figura real del
padre, la evocación metafórica del paisaje como su cuerpo y el desarrollo
alegórico del campo de batalla como trasunto de la enfermedad y la
hospitalización. Un yo, en este caso perfectamente definido como la hija que vigila,
entrevera los tres extremos de forma estremecedora, dando fin a un libro que el
lector no tendrá más remedio que volver a iniciar para continuar dentro de su oscuro fulgor.
[Letras 21 | nuevatribuna.es | 13 de julio de 2022 | Enlace]
No hay comentarios:
Publicar un comentario