martes, 6 de abril de 2021

Extraños en el poder


En una tertulia a distancia, como casi todo ahora, pero concurrida y animada, aparece encima de la mesa (quiero decir, en la pantalla) el asunto del «poder». No es fácil ponerse de acuerdo en aquello de lo que se está hablando, sobre todo con palabras que se han convertido en comodines para cualquier jugada. El caso es que varios contertulios coinciden en una idea interesante: la vía de acceso al poder es la mediocridad. Está fuera de mi alcance pensar nada sobre este asunto, claro, pero de repente surgen algunas ideas literarias que anoto al margen para no perderlas.

         Daniel Rodríguez Rodero me proporciona la pista principal. En su opinión lo que funda el poder es el conflicto. También su combustible, pienso, pero esa vía no me lleva a ninguna parte. En la literatura que hoy se conoce como la más antigua, es cierto que estuvo en el inicio; pero no como un conflicto, sino como su resolución. Gilgamesh, héroe y rey absoluto, acumula quejas de sus súbditos por los abusos derivados de lo que ahora se llamaría un monopolio. Los dioses —una suerte de Comisión Europea de la época— para solucionarlo deciden establecer la competencia, y crean la figura de Enkidu (precedente de Rómulo y Remo, del Montesino, de Mowgli y de Tarzán). El conflicto se dirime, tras la primera lucha, en la amistad, cuando ambos reconocen al mismo tiempo que nadie puede vencerles, pero que tampoco son capaces de derrotar a quien tienen delante. La asociación de Gilgamesh y Enkidu confirma la alianza perfecta entre las fuerzas de la civilización y de la naturaleza, las dos fuentes de poder.

         De la Ilíada se podría decir que es el final de todos los idilios. Rey y guerrero están enfrentados por una cuestión casi burocrática: la sustitución de la criada que Agamenón se ve obligado a perder por la de Aquiles. Sorprende la modernidad de la idea de poder homérica: el rey como el mayor artífice de chanchullos. La propia guerra de Troya es otro, desangrar un pueblo para solucionar el problema matrimonial de su hermano. Un rey, demasiado humano, que jamás podrá vencer guerra alguna sin el concurso del héroe guerrero, que pasa los días humillado sin salir de su tienda.

Es tan contemporánea la Ilíada que se salta los pasos intermedios en el conflicto inaugural del poder, que es saber a quién pertenece, si al héroe guerrero o al rey dinástico. Si resulta más importante la acción o la sangre. Ese va a ser un tema candente en la épica medieval, el vasallo rebelde. El Cantar de Mío Cid es una obra paradigmática. En su tercera parte representa la apoteosis del triunfo del valor guerrero: el humillado es el rey. La literatura se pone siempre de parte del héroe en rebeldía frente al poder dinástico, pero la historia nunca lee ficciones. En el curso de las épocas, entre el guerrero heroico y el heredero pusilánime, siempre acaba ganando la dinastía.

Fue este un asunto que preocupó, como cada uno de los matices del poder, a William Shakespeare, y en cierto modo lo zanjó en Coriolanus, una tragedia definitiva sobre la incapacidad del guerrero para gestionar la paz.  Shakespeare rompe la dicotomía clásica, héroe-rey. Al convertir el guerrero en «senador de la República», lo diluye en sí mismo, en su propia obsesión guerrera. Un final trágico impresionante. Desde el punto de vista de la literatura, Coriolanus es el final de la edad heroica y el inicio de la edad política. Al héroe militar ahora le sustituye el sabio civil.

Azorín, en la novela que titula con su propio pseudónimo, cuenta una pequeña fábula sobre el origen de los políticos. Siguiendo la tradición griega, el poder era fruto de un sorteo. A quien le tocaba ejercerlo, sacaba del cajón la inteligencia y trataba de hacerlo bien. Con el tiempo, algunos ciudadanos confesaron no usar la inteligencia para estos menesteres, y tal gesto de humildad hizo que el resto les confiara los asuntos públicos de modo habitual, sin darse cuenta de que no usaban la inteligencia porque carecían de ella. Estos eran los políticos. Azorín establece, en forma de parodia, pero con un fondo nada baladí, una nueva dicotomía, la que se alza entre inteligencia y política. Es la que los ciudadanos perciben ahora. Los héroes por sabiduría (aquellos que se han convertido en una autoridad en su profesión) frente a la nueva sucesión que se consolida en exclusiva dentro de los partidos políticos, que recuerda cada vez más a la antigua dinastía.

Este nuevo conflicto es el que se observa en la política del presente, sabios (personas con autoridad profesional) frente a políticos (con currículum solo dentro del partido). El triunfo (indiscutible) de los humildes (por usar el término paródico de Azorín) y el obligado desprecio a la inteligencia que implica una sucesión endogámica, condenan el ejercicio del poder a la mediocridad. El aurea mediocritas fue una aspiración filosófica nada despreciable, pero me temo que la mediocridad del presente y la del pasado son harinas de costales muy distintos.

Lo paradójico, una vez más, es que, pese a que la ciudadanía perciba perfectamente esta regencia endogámica de los partidos, como ocurría en la Edad Media, prefiera la «dinastía» sobre la heroicidad del saber. Le doy vueltas a esta cuestión y solo encuentro una razón en la que lo mediocre integrado supere a la valía personal demostrada. La condición mortal de la ciudadanía le aconseja, quizá a pesar suyo, elegir el espejismo de continuidad que proporciona una estructura organizada (la dinastía, el partido) a la genialidad individual que está condenada a decaer y perecer, como condición del ser humano. La inmortalidad de los dioses siempre ha triunfado sobre el plazo en la duración de los mortales. Nadie quiere extraños en el poder. Preferible es un rey pusilánime con descendencia a un guerrero heroico solo; mejor parece un funcionario del partido con ascendencia que un ciudadano ejemplar solo. Lo que, de paso, explica la devoción de la literatura por los solitarios: nunca le ha temido a la muerte. 


[Clarín nº 151. Enero-febrero, 2021]

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