En
una tertulia a distancia, como casi todo ahora, pero concurrida y animada,
aparece encima de la mesa (quiero decir, en la pantalla) el asunto del «poder».
No es fácil ponerse de acuerdo en aquello de lo que se está hablando, sobre
todo con palabras que se han convertido en comodines para cualquier jugada. El
caso es que varios contertulios coinciden en una idea interesante: la vía de
acceso al poder es la mediocridad. Está fuera de mi alcance pensar nada sobre
este asunto, claro, pero de repente surgen algunas ideas literarias que anoto
al margen para no perderlas.
Daniel Rodríguez Rodero me proporciona
la pista principal. En su opinión lo que funda el poder es el conflicto.
También su combustible, pienso, pero esa vía no me lleva a ninguna parte. En la
literatura que hoy se conoce como la más antigua, es cierto que estuvo en el
inicio; pero no como un conflicto, sino como su resolución. Gilgamesh, héroe y
rey absoluto, acumula quejas de sus súbditos por los abusos derivados de lo que
ahora se llamaría un monopolio. Los
dioses —una suerte de Comisión Europea de la época— para solucionarlo deciden
establecer la competencia, y crean la figura de Enkidu (precedente de Rómulo y
Remo, del Montesino, de Mowgli y de Tarzán). El conflicto se dirime, tras la
primera lucha, en la amistad, cuando ambos reconocen al mismo tiempo que nadie
puede vencerles, pero que tampoco son capaces de derrotar a quien tienen
delante. La asociación de Gilgamesh y Enkidu confirma la alianza perfecta entre
las fuerzas de la civilización y de la naturaleza, las dos fuentes de poder.
De la Ilíada se podría decir que es el final de todos los idilios. Rey y
guerrero están enfrentados por una cuestión casi burocrática: la sustitución de
la criada que Agamenón se ve obligado a perder por la de Aquiles. Sorprende la
modernidad de la idea de poder homérica: el rey como el mayor artífice de
chanchullos. La propia guerra de Troya es otro, desangrar un pueblo para
solucionar el problema matrimonial de su hermano. Un rey, demasiado humano, que
jamás podrá vencer guerra alguna sin el concurso del héroe guerrero, que pasa
los días humillado sin salir de su tienda.
Es tan contemporánea la Ilíada que se salta los pasos
intermedios en el conflicto inaugural del poder, que es saber a quién
pertenece, si al héroe guerrero o al rey dinástico. Si resulta más importante
la acción o la sangre. Ese va a ser un tema candente en la épica medieval, el
vasallo rebelde. El Cantar de Mío Cid
es una obra paradigmática. En su tercera parte representa la apoteosis del
triunfo del valor guerrero: el humillado es el rey. La literatura se pone
siempre de parte del héroe en rebeldía frente al poder dinástico, pero la
historia nunca lee ficciones. En el curso de las épocas, entre el guerrero
heroico y el heredero pusilánime, siempre acaba ganando la dinastía.
Fue este un asunto que preocupó, como
cada uno de los matices del poder, a William Shakespeare, y en cierto modo lo
zanjó en Coriolanus, una tragedia
definitiva sobre la incapacidad del guerrero para gestionar la paz. Shakespeare rompe la dicotomía clásica,
héroe-rey. Al convertir el guerrero en «senador de la República», lo diluye en
sí mismo, en su propia obsesión guerrera. Un final trágico impresionante. Desde
el punto de vista de la literatura, Coriolanus
es el final de la edad heroica y el inicio de la edad política. Al héroe
militar ahora le sustituye el sabio civil.
Azorín, en la novela que titula con su
propio pseudónimo, cuenta una pequeña fábula sobre el origen de los políticos.
Siguiendo la tradición griega, el poder era fruto de un sorteo. A quien le
tocaba ejercerlo, sacaba del cajón la inteligencia y trataba de hacerlo bien.
Con el tiempo, algunos ciudadanos confesaron no usar la inteligencia para estos
menesteres, y tal gesto de humildad hizo que el resto les confiara los asuntos
públicos de modo habitual, sin darse cuenta de que no usaban la inteligencia
porque carecían de ella. Estos eran los políticos. Azorín establece, en forma
de parodia, pero con un fondo nada baladí, una nueva dicotomía, la que se alza
entre inteligencia y política. Es la que los ciudadanos perciben ahora. Los
héroes por sabiduría (aquellos que se han convertido en una autoridad en su profesión) frente a la
nueva sucesión que se consolida en exclusiva dentro de los partidos políticos,
que recuerda cada vez más a la antigua dinastía.
Este nuevo conflicto es el que se
observa en la política del presente, sabios (personas con autoridad
profesional) frente a políticos (con currículum solo dentro del partido). El
triunfo (indiscutible) de los humildes
(por usar el término paródico de Azorín) y el obligado desprecio a la
inteligencia que implica una sucesión endogámica, condenan el ejercicio del
poder a la mediocridad. El aurea
mediocritas fue una aspiración filosófica nada despreciable, pero me temo
que la mediocridad del presente y la del pasado son harinas de costales muy
distintos.
Lo paradójico, una vez más, es que,
pese a que la ciudadanía perciba perfectamente esta regencia endogámica de los
partidos, como ocurría en la Edad Media, prefiera la «dinastía» sobre la
heroicidad del saber. Le doy vueltas a esta cuestión y solo encuentro una razón
en la que lo mediocre integrado supere a la valía personal demostrada. La
condición mortal de la ciudadanía le aconseja, quizá a pesar suyo, elegir el
espejismo de continuidad que proporciona una estructura organizada (la
dinastía, el partido) a la genialidad individual que está condenada a decaer y
perecer, como condición del ser humano. La inmortalidad de los dioses siempre
ha triunfado sobre el plazo en la duración de los mortales. Nadie quiere extraños en el poder. Preferible es un
rey pusilánime con descendencia a un guerrero heroico solo; mejor parece un
funcionario del partido con ascendencia que un ciudadano ejemplar solo. Lo que,
de paso, explica la devoción de la literatura por los solitarios: nunca le ha
temido a la muerte.
[Clarín nº 151. Enero-febrero, 2021]
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