Poema escrito en fragmentos de prosa,
se podría pensar que el giro que imprime a la obra del poeta este libro es
eminentemente formal. Lo es, pero solo en aspectos estructurales. Los 101
textos (o mejor, un lema inicial y cien fragmentos) que componen el poema ocultan
una métrica de silva —heptasílabos y endecasílabos, sobre todo— tan firme como si
apareciera escandida. En muchos casos incluso la puntuación refuerza las pausas
entre versos. Como ejemplo, este fragmento con tres frases endecasílabas:
«Somos luces al fondo de un camino. Poner un pie tras otro ya es bastante.
Caminar, tanta noche, hacia la llama». Tampoco aquello sobre lo qué decir varía
en Maestro de distancias. La raíz
lírica de la poesía de Jordi Doce, el ámbito biográfico de sus referencias y la
preocupación por la temporalidad permanecen como temas esenciales de su poética,
en los libros anteriores y en este.
El giro copernicano del libro se
produce en el modo de significar. La claridad empírica y analítica, de estirpe
anglosajona, que se había desarrollado en los títulos anteriores, se transforma
aquí y consolida una dicción densamente simbólica. Una oscuridad significativa
cuyo viraje el poeta enuncia de manera diáfana: «El sentido es confuso. ¿La
confusión es el sentido?». Es decir, invierte el valor del significado, ya no
es un medio para aclarar un asunto simplificándolo, sino para oscurecerlo a
través de su complejidad. Los temas líricos que desarrolla el libro —el tiempo,
la enfermedad, la convivencia («nosotros»), la vejez y el horizonte moral— evitan
la indagación objetiva y la sustituyen por una acumulación de imágenes verbales
con escasa concreción, pero con un alto valor simbólico. Sirva como ejemplo el
inicio de este fragmento en el que una acción figurativa se explica con una
evocación metafórica: «Habéis llegado. El hilo que debía sacaros del laberinto
es un alambre y sus púas se os clavan en la mano hasta hacerla sangrar, y la
salida lleva a otra salida, ajorcas de sal en los tobillos…».
Si bien los aspectos formales son
deudores de la poesía métrica propia del poeta, hay uno novedoso en el libro
que resulta relevante, su estructura. Un fragmento se inicia con una referencia
al cine: «Recuerdas aquella película…». En el lenguaje cinematográfico se
utiliza el término plano secuencia
para designar el rodaje de una escena o conjunto de escenas sin realizar
cortes. Cabría definir también Maestro de
distancias como un «poema secuencia»: una extensa meditación que prescinde
de la sucesión de poemas convencionales, es decir, sin cortes en la expresión,
como muestra el hecho de que haya elementos que reaparecen en diferentes
fragmentos, y, sin embargo, el significado vaya cambiando, pase de zonas
explícitas a otras abstractas, también con variaciones de persona verbal, a
veces es el yo quien significa; a veces, el tú; otras, nosotros o vosotros; no
como personajes que actúan, sino como máscaras líricas. Hay un avance por
diferentes asuntos, arriba enunciados, incluso con giros repentinos, pero sin
ningún corte textual en la continuidad.
Los
fragmentos, en forma de teselas que crean el significado del conjunto, están organizados
en torno al tema central de la temporalidad del siguiente modo: un lema inicial
marca el tono del libro, coherente con su modo de significar como oscuridad
antes que como análisis: «Del tiempo no sabemos». Y le siguen, repartidos,
quince adagios o aforismos sobre el tiempo que a su vez distribuyen de manera
ordenada los fragmentos de seis en seis (con dos excepciones, una combinación
de cinco y siete, y el último, que preludia el texto, anticlimático, de
cierre).
En esta perfecta composición, con zonas
de luz y zonas de sombra, el título alude a la pieza del mosaico que justifica
el giro copernicano en la poética de Jordi Doce: el concepto de «distancia»,
epicentro de la necesidad del nuevo modo de significar que desarrolla. La distancia, en la que el poeta adquiere
maestría al vivir, tiene dos caras; una es la conciencia de la irreductible
complejidad de la vida: «Nuestra vida es imprevisible. Para decir se necesita esta
distancia». Otra aparece revelada mediante la alegoría del maestro de obra que ciega desde dentro las ventanas: «Volvió una
mañana para rematar el trabajo, pero nunca se le vio salir», es decir, la
conciencia de la irreductible soledad de la expresión. Ambas concepciones
tienen la virtud de abrir la poesía hacia la infinitud de lo insondable.
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