CUADERNOS DE MÚSICA, de Darío Jaramillo Agudelo
Pre-Textos, Valencia, 2008
En ocasiones un libro apetece leerlo como una auténtica toma de postura ante una situación que tal vez no se trate en los versos, pero se presiente. Estos Cuadernos de música, escritos como una partitura para piano y para violonchelo, hablan de la identidad de sonido y escritura en la conciencia de quien escucha y escribe («Apunto palabras que acomodo entre dos notas»); pero se intuye detrás una concepción más ambiciosa de la música y de la poesía. Asaeteadas por una vanguardia que descabalgó su don sagrado, herencia de la época romántica, y asediadas por un pragmatismo contemporáneo que las condena a mero entretenimiento, el hecho artístico queda relegado en el presente a una forma de pasar el tiempo. Contra esta idea reacciona el libro del poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo (1947) en su encomio de las notas del piano: «La quietud absoluta elimina el tiempo en esta música», «un himno de acción de gracias por salirme del tiempo». Porque situar el arte fuera del tiempo —es decir, lo opuesto a un pasatiempo—, y con él a quien lo comparte, es la vía necesaria para reclamar la trascendencia que tuvo y ha perdido: «Esta música es un cielo que me fue dado», «fondo oscuro donde reposa Dios en las entrañas». Estos poemas conforman un concierto para que la música regrese a su sacro lugar.
Desgajado en poemas breves, Cuadernos de música contiene un pequeño tratado sobre la esencia de la música. Empieza la reflexión poética por pensar la armonía junto a la naturaleza: «¿Cuál es el sonido… / de la luz dorada del amanecer? / ¿Está la respuesta en el piano?». Nace íntimamente vinculada a quien lo escucha: «El corazón es una cuerda que percute»; crece descomponiendo la racionalidad («levitación, / caos feliz, / pequeña flor amarilla entre los musgos húmedos») y el idealismo («la rosa que renuncia a ser símbolo / que sólo quiere ser su ser de rosa»). La música se adentra en lo ancestral («rumor que antecede al mundo»), se muestra inefable («Una infinita ternura / que nunca podrá ser palabra») y ofrece su protección («una manta de lana para el cuerpo aterido»). Al cabo, «No tiembla la música. Soy yo. / La alegría me estremece.»… la música ofrece una identidad a quien la escucha: «Yo no soy. / Soy las cosas que pasan».
Estos poemas buscan explicar la música, y sobre todo emularla. Las «Piezas para piano» construyen imágenes que evocan la percusión de sus notas en las cuerdas, y las «Piezas para violonchelo» evocan la singular sonoridad de este instrumento: «Canto grave, conversación de cetáceos. / Si sonara, éste sería el sonido del fondo de los mares.» Esta simbiosis entre sonido y verso, representa el nivel más concreto de la identidad entre música y escritura, el de las texturas sonoras. Concepción, significado y aliteración son los tres círculos que se entretejen en el libro, y en los que «No aparece el amor y si lo digo / es más la ternura que el deseo». La música es, así presentada, un ejercicio de soledad, acaso de solipsisimo. De ahí la sorpresa de la última sección del libro. El «Cuarto cuaderno de música» contiene dos versiones de un mismo poema celebratorio, amoroso, de un erotismo intenso, vital, encendido. El encuentro que el texto evoca no se sitúa en el presente, sino en el futuro inmediato («Faltan doce horas para nuestra cita»). Desde la misma soledad de la música, pero con el presentimiento del gozo. Acaso esta sea la dimensión oculta para la que la música prepara a quien la escucha: la mayor intensidad de una soledad que se entrega en el abrazo, en el deseo.
[El Ciervo nº 688-689. Julio-agosto de 2008]
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