Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 21 de junio de 2011

La cordura de los locos. «El centinela perpetuo», de Ángel Rodríguez Abad


La crítica suele adscribir a los poetas a una generación por la fecha del primero de sus libros, y si bien este procedimiento ordena la historia literaria central de una época, a veces se olvida que hay otras historias literarias —una marginal que se aparta de la sensibilidad mayoritaria y otra oculta, inédita en su momento—, con frecuencia tan significativas como la oficial. Cuando un poeta invisible en su época aparece, la afición crítica a la taxonomía generacional no siempre lo enfoca correctamente, así ocurrió con José María Fonollosa, que publicó su primer libro a los 69 años y algún crítico lo situó con los poetas de los noventa, que entonces cumplían 20 años. Ángel Rodríguez Abad (1961) es también un caso paradigmático de historia literaria oculta: su primer libro de poemas acaba de publicarse al paso de los 50 años. Y el poeta, acaso advertido por situaciones parecidas, se apresura en el epílogo a ubicar su obra en los años ochenta y noventa, y a subrayar «la escasa sintonía del autor con la época presente». Como suele ocurrir en estos casos, la tardanza en editar nada tiene que ver con dudas creativas: en el volumen antológico Milenio, de 1999, ya se anunciaba este título como inédito y se adelantaban varios poemas. El centinela perpetuo (Colección Los Conjurados, Editorial Polibea, Madrid, 2011), lema extraído de una cita de Melville, es hijo del escribiente Bartleby: tal vez haya preferido hasta ahora la pureza del cajón de su autor que el tráfago mundano de los libros.
Lo primero que caracteriza este libro es el uso del alejandrino, que si en un primer momento aparece como afirmación baudelairiana, en seguida se advierte su valor rítmico. Verso de arte mayor, la cesura lo fragmenta dándole el ritmo incisivo del arte menor. Rodríguez Abad ahonda en esta paradoja, que será también el contraste que animará su propósito, que de una manera shakesperiana define así: «…y el mundo es una tómbola / donde locos y cuerdos danzan bajo el abrazo / de la pura y tranquila belleza de la nada.» Esa frágil frontera entre locura y cordura que se da en las ciudades, o mejor, en la noche de las grandes ciudades, es el ámbito natural del libro. Por ello El centinela perpetuo tiene una parte de crónica generacional («y en la radio del bar suenan viejas canciones / de Santana y la Velvet, los lejanos setenta»); otra parte de descripción de la vida urbana, con sus descubrimientos (los dos primeros versos introducen al lector en sus páginas como en un club nocturno: «Al bajar la escalera —tras el humo y las risas— / había mil sorpresas para el recién llegado») y con sus repeticiones («otra ronda y más bromas y el fulgor de la noche, / el título de un libro y el muñeco que arde»), que a su vez dan paso al tercer ingrediente del volumen, que es la personal indagación en el misterio, que pasa de adjetivar el objeto —la noche— a emerger situado en el propio sujeto.



Las paradojas temáticas que aparecen en el libro en torno a la locura y la cordura como atributos simultáneos de la noche encubren una oposición esencial: si lo vivido es revelación o es frivolidad. Ángel Rodríguez Abad no deja nunca clara esta frontera. A veces la propia futilidad se presenta como trascendencia: «y las frivolidad de tu risa miope / se hace rosa profana de salvación perpetua». Esta ausencia de límites en el juicio de la vida y una orfebrería simbolista («Taciturno el orfebre dibujaba sus notas / con la tinta invisible que revela los signos») proporcionan una matiz novedoso a la generación de los ochenta, su generación.
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