GRAN ANGULAR, de Jordi Doce
DVD Poesía, Barcelona, 2005
«Leer es despertar a otra existencia», afirma un endecasílabo de Jordi Doce (1967) para explicar su transformación, al leerla, en Marguerite Yourcenar. ¿Cómo será la existencia en la que despierte un lector de Jordi Doce? Revoloteará algún animal doméstico, sin duda, posiblemente llueva y en el parque sin nadie señoreará un tejo solitario o en el estudio se extenderá el silencio que requiere el trabajo con los libros, mientras una voz, de fondo, casi sin presencia, revelará el sentido de todo eso, que de tan verdadero parecerá que ya era conocido: «Es un día cualquiera... / pero está por hacer y en hacerlo se irá».
El primer texto, impreso en cursiva como una vieja costumbre de la poesía de posguerra, avisa: «Gran angular, nos haces falta. / Por toda perspectiva, la amplitud: / el ojo que se crece / y acoge la tiniebla de los márgenes». Esta mención a la tiniebla y una cita de Rilke parecen la contraseña que conduce a algún oscuro arrebato. Nada más lejos de esta poesía en calma, diurna, diáfana, concreta y atenta, sobre todo, a los detalles que anclan la vida a sus instantes reales. De hecho, los poemas suelen partir de una descripción, donde no faltan enumeraciones que se encadenan ampliando lo descrito, desde el objeto hasta la visión global. La maestría descriptiva de Jordi Doce ofrece, por ejemplo, esta certera estampa de una pequeña ciudad americana: «y al fondo, semioculta por los fresnos, / la limpia retícula de las calles / apilando vacío y temblor y opulencia». Este quehacer descriptivo a veces se carga de cierto simbolismo («Queda sólo esta luz, / la aguja fiel de agosto / que horada cuanto toca, / más allá de nosotros»), otras parece caminar hacia el pensamiento («La luz es... / el emblema obligado de toda trascendencia») o la reflexión moral. No parece, sin embargo, que esta sea su finalidad, ni su tiniebla.
Se insiste, en diversos poemas de Gran Angular, en una expresión que suena como lema a lo largo del libro: «ese tiempo sin tiempo que las cosas esconden». De hecho, en el texto inicial, la clave de su poética no se asienta en la palabra «tiniebla» (aunque algún poema, como el espléndido «Mayo» reivindique su raíz romántica) sino en «márgenes». Y los márgenes de la vida –o, se podría decir también, de la poesía- son, para el poeta, aquellos donde la temporalidad pierde su protagonismo –y con ella cesa el canto elegíaco que siempre la acompaña-. La descripción se yergue entonces como el recurso esencial para expresar ese «tiempo [que] se detiene un tiempo», y también –lo dice el mismo poema- el enardecimiento de «la mesa del sí recién dispuesta», afirmación de un mundo que refulge a «mediodía» sin tiempo y sin elegía.
Las descripciones de Doce no operan, y eso es lo que distingue su obra de otras poéticas figurativas, en la realidad temporal. Si por una parte detienen el tiempo para contemplar y pensar algo allí donde el tiempo de la vida no se detiene (ejemplares son los poemas dedicados a las «Palomas» o al «Mosquito»), por otra la descripción crea un tiempo al margen de la costumbre, pero sobrepuesto exactamente encima, que es desde donde la voz lírica habla (como ocurre en «Tejo» o «Ronda nocturna»). Y esta voz, una vez extirpado el tópico elegíaco, contempla el tránsito de las cosas con aceptación y sosiego, sin idealismos ni patetismos que distorsionen el sentido verdadero de la vida, con una claridad que de pura sencillez deslumbra: «Es un día cualquiera... / pero está por hacer y en hacerlo se irá».
[El Ciervo nº 651, junio de 2005]
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