Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Impresiones de un lector de Eugenio Padorno


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Jesús Aguado me llama desde La Laguna y me dice: Estoy en Lemus, dime si te interesa algún libro. Inmediatamente le digo que sí. Tráeme todo lo que veas de Eugenio Padorno (1942) publicado después de 2008, que fue la última vez que estuve en esa librería. Dos días después me dejó sobre la mesa del café donde habíamos quedado dos libritos blancos: La echazón y El palabral, publicados por Anroart. Es una editorial que me gusta mucho. Y los títulos, en las antípodas de lo que se considera un título atractivo, son cien por cien Padorno.
Jesús, intrigado por mi interés hacia los dietarios de Padorno, pidió en Lemus alguno de los anteriores, y el librero le dijo que lo sentía, pero que estos libros no tienen reposición. Tampoco pudo traerme el dietario siguiente, publicado hace sólo un año. Los volúmenes llegan como novedad y luego desaparecen para siempre. Me ha parecido un comentario desolador. Anroart es una editorial de Gran Canaria, Lemus es una liberaría de Tenerife. Anroart no distribuye en la península. Una vez vendidos los pocos ejemplares que llegan como novedad a la isla vecina, el libro ha muerto. Tal vez sí, tal vez tenga razón Eugenio Padorno y la cultura recién nacida en Canarias ya agoniza, ahogada entre todos.

2
Tuve conciencia de oír por primera vez el nombre de Eugenio Padorno ante las puertas de Salambó, en boca de José Carlos Cataño. Me preguntó si había leído a Eugenio Padorno y yo le dije que claro, que era un poeta espléndido. Siguió hablando, ya en el interior del café, y en el curso de la conversación dijo que muchos lo confundían con su hermano Manuel Padorno, pero que Eugenio era mejor. Disimulé. Yo no había leído a Eugenio, sino a Manuel. Seguí asintiendo el resto de la noche, en la que Cataño se empecinó en hablar y hablar del hermano menor de Padorno, para mí el desconocido disimulado.
Las mentiras ejercen en nuestro interior siempre un poder de actuación mayor que la verdad, por obvia más olvidadiza. A partir del día siguiente, como el ladrón que busca coartadas y reúne tres o cuatro para la misma noche de autos y a la misma hora, me puse a buscar libros de Eugenio Padorno que enjuagaran el desconocimiento. En Barcelona no encontré nada, claro, pero poco después, en la Casa del Libro de Madrid compré Metamorfosis. Pagué 750 pesetas encantado, como quien cubre la fianza de un delito. Desde entonces tengo en casa todo lo que de Eugenio Padorno ha caído en mis manos, al principio como reo de mi disimulo, poco después, como lector entusiasta y devocional.

3
Solo he coincidido en una ocasión con Eugenio Padorno, en persona. Fue durante la Segunda Bienal de Canarias, 2008, en el seminario Poética del Paisaje dirigido por Fernando Senante. Me recuerdo sentado entre el público, expectante, casi ansioso. Los escritores que hemos admirado en los libros ejercen siempre una atracción desmedida. Tal vez incluso la esperanza excesiva de una epifanía. Padorno apareció vestido con traje y corbata, convencionales. Profesoral, casi funcionario, discreto. Empezó a leer su ponencia. Profesoral, casi funcionaria, discreta. Me iba decepcionando párrafo a párrafo. De hecho, me di cuenta enseguida de la razón, y Padorno no tenía nada que ver con lo que sentía. El ponente cumplía con solvencia académica un trámite que posiblemente ni le iba ni le venía; hasta es posible que le viniera más que le fuera, dada la pomposidad económica y mediática con la que se desarrollaba la Bienal frente a la aspereza de la realidad cultural canaria. Yo aguardaba lo imposible: el gesto de genialidad que había descubierto en sus poemas, en sus aceradas y contundentes prosas, en su voz profética clamando en la soledad. Delante sólo tenía un profesor universitario que cumplía con lo que le iban a pagar. Los milagros no ocurren en los actos académicos.
Para mi segunda decepción, en el diario de 2008 no dedica ni una línea a ese viaje a Tenerife ni a esa ponencia de la Bienal.

4
En sus dietarios, que él denomina «minutarios» y ahora también el editor, aunque ya los ha llamado de otros modos aproximados en las ediciones precedentes, Eugenio Padorno habla de su poesía. Lo hace siempre desde dos vertientes, la externa, como reflejo de su fama, y la interna, como proceso espiritual. No sé cuál de las dos me encandila más. Imagino cierta soberbia en el carácter del poeta que le lleva a digerir mal el hecho de que no le hayan convertido en el poeta de referencia canario dentro del panorama de la poesía contemporánea española. La situación es aún peor que eso: si por un lado el poeta de referencia existe, desde hace ya algunas décadas además, y es nueve años más joven que él, por otra parte al resto no les queda nada fuera de las islas, sólo desconocimiento y abulia.
En El Palabral funde ambas líneas de reflexión. Si sus primeros libros —explica— «aspiraban a estar, por mímesis, entre los mejores del momento; escribía, pues, para gustar, de acuerdo con la acreditación de ciertas modas». Y continúa Padorno: «Desde hace unos años, una vez que he roto con el conductismo estético e ideológico de la cultura española, escribo únicamente para hallarme —aquí yo cerraría la cita, pero el poeta sigue la frase, para mi decepción— entre los límites de mi sola libertad de expresión, —aunque acaba a la altura de las expectativas— ajeno a la atención de la crítica».
Choca esta explicación. Hay demasiadas implicaciones indirectas en ella. En primer lugar, no creo que tenga nada que ver este juicio sobre la obra de la que habla, sino sólo sobre el poeta que la escribe. Es posible comprender que el poeta quisiera seducir en su juventud a la Crítica —a propósito escribo el término con mayúscula inicial—, y que ahora, despreciado y olvidado por Esta, se refugie en la razón última del valor literario, su «libertad de expresión». No es posible, sin embargo, leer su poesía bajo este prisma. Al lector, que no crítico, de hecho, siempre le ha parecido que la obra ha llevado un camino inverso. Parece escrita a propósito para no gustar en su juventud —en Metamorfosis, de 1969, se advierten los esfuerzos por evitar todas las marcas en boga entonces, tanto las del realismo como las del incipiente culturalismo—, y para seducir en su madurez. Y si uno ha de utilizar los mismos términos que el poeta, por ajenos que sean a la poesía, es posible incluso que su obra resulte más conductista ahora —con la construcción poética de una voz solitaria— que entonces —cuando su soberbia juvenil le empujaba a repudiar todos los contextos y marcas de la época, supiera él o no supiera encontrar otras más certeras, que ese es caso diferente—.
Choca también la importancia que le da a la crítica, situada a propósito al final del aserto, como la clave de bóveda que se ajusta para equilibrar todas las tensiones. Da la impresión de que el viaje hacia sí mismo que el poeta realiza, viaje que implícitamente se reconoce como el camino verdadero hacia la poesía, haya estado impulsado por algo tan fútil como es la crítica. Es más, permite dar rienda suelta a la especulación: en el caso hipotético de que ésta hubiera alzado sus libros al nivel de un Sánchez Robayna cualquiera, ¿no se hubiera hallado nunca a sí mismo? ¿Hubiera perseverado siempre en la actitud de poeta acreditado «por ciertas modas»?

5
Uno, desde fuera, tiene la impresión de que las dimensiones de la obra literaria y la repercusión crítica pertenecen a escalas diferentes. Se comprende bien la desilusión por las acogidas tibias, pero ¿duran estas tanto como para moldear el crecimiento de una obra poética? De ahí que haya escrito antes «Crítica». Es como si Padorno hablara de un ente de cierta trascendencia que le ha abandonado —como esos poetas que clamaban por el silencio de Dios, él parece clamar por el silencio de los críticos—. Y hay algo más: él mismo es crítico literario, debería servirle esa experiencia para relativizar un poco más el valor de lo que ya no vale nada, la crítica. De hecho, estoy convencido de que cualquier publicación de Padorno se recibe con un pequeño alud de reseñas, a las que sin duda él no otorga ningún valor. Porque de hecho nada valen, y porque no son la Crítica.
Unas páginas más adelante el criterio ya es modo de ver: «Detrás de aquella variada escritura [de Hispanoamérica] que ha tenido que buscarse a sí misma es posible que se encuentre la respuesta a un desprecio». Es posible, o tal vez no, porque esa voluntad explícita de que «Escribir en Canarias empieza a significar el voluntarioso deseo de sentirse Centro, y basta» no se balbucea, sino que se cumple. Yo escribo Crítica con mayúscula, y él Centro. ¿Será la misma C?

6
En la lacónica descripción de los actos poéticos en los que Eugenio Padorno participa, el lector sabe siempre el número de asistentes. Es un dato que no olvida nunca apuntar, y valorar. Otro de los lamentos más constantes en este minutario de 2008 es el escaso, mejor sería decir nulo, caso que la política hace de las opiniones de intelectuales y artistas. Una vez acabado su nuevo libro de poemas, lo lee con la distancia y los ojos del enemigo.
El prestigio social del poeta está siempre presente en la poética de Padorno, no me parece que lo esté en la escritura de los poemas, pero sí en lo demás, sobre todo en la comprensión de sí mismo como poeta. Uno se imagina que su quimera no sólo se encuentra en la época cuando los grancanarios se sabían de memoria los poemas de Tomás Morales, como alguien le cuenta, sino en la utopía de una sociedad regida por la palabra poética. Y es esta visionaria vara de medir la que Padorno utiliza para anotar y escandir la realidad. El resultado del choque entre una expectativa tan irreal y una realidad tan espuria es de una contundencia y laceración extremas: «Se ha “progresado” muchísimo por esa vía del absurdo que ha conducido al poeta a escribir para nadie». La chispa que salta en esta tiniebla se denomina lucidez.

7
En La echazón (2010), el último libro de poemas de Eugenio Padorno, hay diversos tonos, conviven la meditación filosófica, la metapoética y la existencial.
El tema de una buena parte de los poemas, algunos entre los mejores del libro, como «La mesa, el vaso, el atónito», es la propia escritura poética. La impresión inmediata que uno tiene es que no solo la política o las barbarizantes costumbres sociales tienen la culpa del «absurdo» arriba citado, el propio poeta contribuye con la elección de sus temas a la escritura «para nadie». El predominio de los asuntos metapoéticos en las poéticas contemporáneas tiene un interés máximo para los propios poetas —yo mismo siento predilección por ellos, cuando de verdad indagan en la oscuridad que aún se vierte sobre el hecho de crear—, pero aleja a cualquier lector que le guste la poesía como sublimación del vivir y del sentir. La dicotomía que dividió las opiniones durante lustros entre comunicación y conocimiento ha perdido su sentido como definición única de la poesía, pero permanece latente en las decisiones que el poeta toma a la hora de escribir en relación al destinatario de su escritura. Escribir poesía contemporánea al filo donde la tradición la ha dejado, como hace Padorno, no es compatible con el anhelo de que le comprendan, ni siquiera eso se le puede pedir a los críticos de batalla periodística.
Lo mejor de La echazón, sin embargo, se encuentra en los otros dos tonos, el filosófico y el existencial, que en general apuntan a un mismo tema: la sensación del acabamiento de la vida. Unas veces el tema se vierte en una dicción seca, asertiva, casi gnómica: «Casi todo ha pasado / Y el casi todo de ese / Pasar era la / Vida». Son poemas afilados, incluso en su construcción métrica, que apuntan directamente a la condición paradójica del vivir.
En otras ocasiones predomina un tono reflexivo, apoyado en el relato biográfico, que acerca la hondura temática a la experiencia del lector. Espléndido ejemplo es, en este sentido, el poema «Para un diecinueve de agosto», que concluye con una estremecedora declaración amorosa: «este poema / De amor que escribo ahora / Con la sola memoria del amor». No existe lector con sensibilidad para la poesía verdadera que no sienta la más alta gratitud ante poemas como este o «La casa», un impresionante retrato de las postrimerías.
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[Inédito]
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