El balcón de enfrente

Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 5 de diciembre de 2025

Un encuentro y la memoria | Un aspecto de la dramatización externa de los heterónimos [1987]



I

El asombroso volumen de inéditos que Fernando Pessoa dejó como herencia de una vida aparentemente gris –aunque secretamente intensa– a las mujeres y hombres del futuro, ya que sus coetáneos poco tiempo invirtieron en comprenderlo, no se explica sin una continuada «crisis de abundancia» –como nombró el propio poeta a su grafomanía visceral– a lo largo de toda la vida. Las hechuras de esta producción interior, que se venían midiendo a ojo desde la fecha de su muerte, sorprendieron una vez cuando en 1982 vio la luz ese manuscrito de manuscritos que es el Livro do Desassossego. Nadie ajeno al secreto podía imaginar que un material tan valioso y decisivo permaneciera durante cincuenta largos años en el baúl. Esta aventura interior tuvo también su reflejo, aunque de una manera precaria y parcial, en el exterior, es decir en los medios de comunicación literaria habituales en la Lisboa de la primera parte del siglo XX.

         Durante su juventud, Pessoa pretendió –desde revistas como Orpheu o Portugal Futurista– intervenir directamente en la sociedad para modificar sus ya obsoletos gustos y adaptarlos a las nuevas exigencias artísticas. Tarea ésta de la que no recolectó sino incomprensión y rechazo en su momento; y admiración en la posteridad por el noble empeño que la orientaba.

        Durante la madurez Pessoa optó por una exposición elaborada y concienzuda de su quehacer poético; la agresividad vanguardista deja paso a un sereno y ejemplar desarrollo de sus intuiciones literarias –visible en Contemporânea o en la diestra dirección de Athena. Coincidió, sin embargo, esta segunda actitud en un aspecto con la primera: la indiferencia y el fracaso de entonces, y la admiración actual. Tan sólo en el último tramo de su vida Pessoa decidió modificar sus planes publicitarios, simplificándolos notablemente, para así obtener una consideración social como escritor, a la vista de que el público que le era natural estaba incapacitado para comprenderlo en toda su complejidad. Todavía en 1948 –antes de los primeros ensayos sobre su obra– un crítico escribía, literalmente: «se trata de un escritor [Pessoa] singularmente original y oscuro (algunas de sus poesía son incluso incomprensibles)»[1].

         La adaptación a los angostos horizontes de sus anhelados lectores presenta dos caras: antes de nada primó, a la hora de publicar, la parte de su obra que pudiera ser asimilada más rápida y fácilmente, la edición de Mensagem; escribió, después, textos inspirados en una concepción mucho más simple de la literatura, por lo tanto de inmediata comprensión, como es el caso de las Quadras ao gosto popular [2]. Algún resultado obtuvo Pessoa de estos esfuerzos: un lugar en la prensa diaria –pretendido durante muchos años, no siempre consiguió que los directores aceptasen o solicitaran sus originales– y un premio institucional del que hoy guardamos memoria no precisamente por la bondad del libro que lo mereciera –Mensagem–, sino por lo que, en esas fechas, no hubiera despertado ni siquiera la curiosidad del jurado, es decir, la obra heterónima.

A estas tres actitudes sobre el modo de revelar sus escritos, someramente esbozadas, la consideración pública respondió de tres manera diferentes; a la provocación juvenil contestó con una polémica tanto o más agresiva y la descalificación ad hominem; la estela de Athena fue el silencio y la indiferencia; y a la reducción final siguió un discreto reconocimiento institucional digno del menor de los poetas. Ahora bien, alguien debió de darse cuenta, en algún momento, de que su labor literaria poseía rasgos extraordinarios, pues sin ese alguien Fernando Pessoa continuaría siendo para el mundo el nombre de nadie. No parece plausible que ese descubrimiento ocurriera en la etapa vanguardista, donde Pessoa se perdía entre una turba de jóvenes díscolos y, en general, miméticos, entre los que tal vez destacara sólo por sus especiales dotes expresivas e imaginativas. Tampoco parece convincente pensar que Mensagem, considerado aisladamente, hubiera atraído la atención de la posteridad. No es abusivo concluir, por lo tanto, que el germen del interés por el poeta del desasosiego habrá de encontrarse en el territorio de su máximo hallazgo poético: los heterónimos. Pero la revelación primera de los heterónimos, en todas sus dimensiones, está vinculada a la publicación de los cinco números de Athena [3].

Evidentemente, la pública indiferencia con que fue acogida Athena de ningún modo descarta la posibilidad de un asombro y un entusiasmos particulares: alguien en Portugal, es obligado pensar, debió de comprender el alcance de la articulación heterónima, o por lo menos, debió de disfrutar con los aciertos estéticos de los poetas del poeta. Y claro está, así ocurrió: “«Creo que fue en 1925. Había entrado un día, en Coimbra, con José Régio, en la antigua Livreria Moura Marques, y encima de la mesa estaba un número de la revista Athena, aparecida poco antes. Régio hojeó el infolio de portada verde, donde se leía, debajo del título impreso en negro, en caracteres rojos muy nítidos, el subtítulo Revista de Arte [...] [4]. En cierto momento Régio me llamó. Tenía la revista abierta en la página 18. En tipo negro, en lo alto de la página, leí: Odes, y debajo, en caracteres más menudos: Livro Primeiro. Apuntándome una de las odas –eran veinte en total– Régio me dijo: –Lee. Leí [...] Régio me explicó: –Este Ricardo Reis, es, creo yo, un pseudónimo de Fernando Pessoa, el director de la revista. Y, puedes creerme, Fernando Pessoa es un personaje muy importante. Veo en él al mayor poeta del modernismo» [5]. Nos lo cuenta João Gaspar Simões [6], que tenía entonces veintidós años, dos menos que su compañero José Régio.

Como desmesurada o tal vez provocativa, si no decididamente absurda hubiera sido calificada en 1925 la última afirmación de Régio. Hoy una frase análoga sería considerada como una trivialidad, lugar común que nada aporta más allá de un asentimiento generalizado y obvio.

Ese mismo año José Régio leyó en Coimbra su tesis de licenciatura; el último capítulo de su trabajo estaba dedicado al modernismo portugués. Este es el primer intento de interpretación crítica que mereció la generación de Pessoa, las palabras escritas de una tradición exegética que alcanza hoy dimensiones inquietantes.

 

II

Un buen día ambos jóvenes universitarios –editores a partir de 1927 de una revista en Coimbra donde reconocen a los modernistas como mentores, situándolos a idéntico nivel que sus preferencias clásicas [7]– deciden visitar en Lisboa al poeta que inspiró Athena y tanta admiración despertaba en ellos. Los citó Pessoa en el Café Montanha un domingo de junio de 1930. El encuentro tiene hoy un valor emotivo, un encanto que la distancia temporal dora, aunque si alguna trascendencia tuvo esa tarde no fue precisamente la esperada por los más jóvenes. A raíz de lo ocurrido entonces, por ejemplo, Régio se desinteresó casi completamente por la figura humana de Pessoa. Pero, ¿qué ocurrió en el encuentro? En pocas palabras: Pessoa se mostró superficial y lejano, o como dice uno de los testigos, «cortés en exceso, artificial sin precisión y difícilmente escritor»[8].

         La memoria del hecho se reduce a las sucesivas evocaciones posteriores de uno de sus protagonistas: João Gaspar Simões, quien ha dejado constancia de su recuerdo al menos en tres ocasiones. La primera de ellas escrita inmediatamente después de la muerte del lisboeta y dos veces más, ya avanzados los años, los estudios y el relieve universal que la obra de Pessoa paulatinamente alcanzaba. Los textos son a) «Imagem rectificada do poeta Fernando Pessoa», en Diário de Lisboa, 17 de abril de 1936; b) «Posfácio: Fernando Pessoa e a revista Presença», en Cartas de Fernando Pessoa a João Gaspar Simões, Lisboa, 1957 (segunda edición, Lisboa, 1982); c) «Fernando Pessoa», en João Gaspar Simões, Retratos de poetas que conheci, Porto, 1974.

         Al margen de otros recuerdos circunstanciales o de las divagaciones con que Gaspar Simões justifica el olvido de las palabras que se cruzaron –o dejaron de cruzarse– aquel domingo en el Café Montanha –empeño sospechoso en sí mismo dada su excelente memoria en otros casos–, lo interesante de comparar las distintas versiones del episodio es verificar en ellas un evidente proceso de mixtificación, de mixtificación parapessoana, además. El caso ilustra de un modo paradigmático el desmedido edificio de viento que cierta crítica con predisposición mística ha ido construyendo con la personalidad humana de Fernando Pessoa. Veámoslo.

         No parece arriesgado calificar como «fracaso comunicativo» lo ocurrido aquella tarde de 1930 entre la ilusión juvenil de unos y la desesperación escéptica del otro. Pessoa no concedió mayor importancia al incidentes y, en carta posterior, se refiere al acontecimiento de un modo convencional, de cínica trivialidad incluso: «Me hubiera gustado hablar más con usted y con José Régio cuando tuve la alegría de conocerlo; pero la prisa no dejó a la ocasión más que el privilegio de la oportunidad»[9]. No más bella que vacía, la frase no acaba de dar la razón del desencuentro, ¿fue la prisa la causa de una conversación –todo parece indicarlo– plagada de incómodos silencios?

         Por su parte, los jóvenes, o mejor, Gaspar Simões, no podían contentarse con una explicación tan simple. El hecho de que no resultara el primer encuentro lo colmado y natural que se deseaba despertó la necesidad de una interpretación más compleja, más acorde con la materia literaria, que sustituyera las deficiencias de la precaria realidad de aquel domingo de junio en Lisboa. Echó mano para ello Gaspar Simões de la paradójica personalidad lírica del poeta de Orpheu, pero la falta de perspectiva y la carencia de los criterios interpretativos que surgirían en sus estudios posteriores, dejaron la explicación en un confuso circunloquio heteronímico, escaso de significado y orientación: «Fernando Pessoa intentó inútilmente, falseando todas las personalidades, ser una de ellas. Álvaro de Campos no quería comparecer a la llamada: Fernando Pessoa hizo desesperadas llamadas a su ingeniero Álvaro Campos [sic], positivo y dinámico; Alberto Caeiro no compareció porque ya había muerto; Ricardo Reis aparecía y desaparecía, delicado, exacto, metafórico, o sea, muy poco humano» (a). Pero concluye la tentativa de interpretar literariamente un hecho de tan adversa realidad cuando la evidencia del recuerdo, todavía fresco, se impone: «Fernando Pessoa se veía obligado a ser Fernando Pessoa malgré lui, por lo que no llegaba a tener propiamente ninguna personalidad» (a). Pessoa fue Pessoa, se dice Simões, aún a costa suya, con muchos mundos interiores, pero muy poco mundano.

         Cuando veinte años después, en 1957, Gaspar Simões decidió hacer pública su correspondencia privada con Pessoa, éste había dejado de ser el poeta casi desconocido que era en el momento de la muerte. En esas dos décadas se habían sucedido reconocimientos y homenajes; se habían publicado infinidad de artículos exegéticos; en las librerías se hallaban dos libros capitales que descubrían sin ambages su importancia literaria, el de Jacinto do Prado Coelho (1949) y la esmerada biografía del propio Simões (1950); no sólo se le traducía a otras lenguas, sino que también empezaba a levantar interés crítico fuera de Portugal, como demuestra el libro de Joaquín de Entrambasaguas (1955). En 1957, por otra parte, Gaspar Simões había aplicado una serie larga –y polémica– de criterios interpretativos a la vida y obra pessoana. Sobre ambas sus comentarios se extendieron con profusión y afán de exhaustividad. Por ello, cuando en el epílogo al epistolario publicado en 1957 (b) el biógrafo trató de rememorar el instante primigenio de su conocimiento del biografiado, la impronta del hecho estaba ya, tal vez, sin él quererlo, cubierta por la niebla de la distancia, prácticamente perdida; en su lugar bullían las ideas y concepciones suscitadas por la lectura y relectura de la vida y obra del hombre cuya mano había estrechado por primera vez un domingo de junio de 1930. Algo similar ocurre cuando más tarde esboza el retrato del poeta de Athena (c).

         Ahora las razones del «fracaso comunicativo” son ya otras, otro es ya el sujeto evocador y, al final, parece como si fuera otra la realidad evocada. «Ese primer contacto con la singular personalidad del hombre de Orpheu [...] provocó en José Régio, creo, cierta decepción, ¿Por qué?» (b). La cuestión se plantea en 1957 en términos parecidos a como se había enfocado en 1936, pero la respuesta es sorprendentemente otra: «Porque Fernando Pessoa [...] en lugar de comparecer personalmente a la entrevista, envió por él, digámoslo así, a una tercera persona: ¡ni más ni menos que el Ingeniero Álvaro de Campos! De forma que, mucho menos natural que su progenitor, el hombre de la Ode Marítima se nos mostró tal como era: además de ingeniero, algo así como una sofisticada personalidad» (b). La misma respuesta que consolidará el retrato de 1974: «Tímido como era, sin ninguna duda, Pessoa, el Pessoa corresponsal extranjero, prefirió encargar al Ingeniero Álvaro de Campos, hombre de mundo, espíritu sensacionalista, hacer las honras de la casa a los jóvenes críticos de Coimbra” (c). Idea ésta que reitera en términos análogos nada menos que cinco ocasiones en las cuatro páginas que dedica a relatar el episodio.

         ¿Estamos ante una traición de la memoria? No parece el caso. Repite Simões, al referir la suplantación de la personalidad real por la ficticia, la frase «así nos pareció». Pero evidentemente no debió de ser esta la impresión original del momento, en el café Montanha, puesto que en ese caso el texto de 1936 (a) la expondría con nitidez. Más bien parece una impresión a posteriori en la que la crítica literaria ha prestado sus esquemas interpretativos a la narración de la realidad. La diferencia no es únicamente de matiz: quien se interese por el episodio no puede obviar que no está frente a un hecho de la realidad aportado por la memoria de un testigo, sino ante una postura crítica que toma partido a favor de una concreta interpretación de la obra pessoana.

         La mayor y más formal difusión de las versiones (b) y (c) ha generalizado la idea de Pessoa como dramatizado también externo –en la realidad– de su «drama en personas». La comparación que precede no quiere decir que no lo fuera; apenas demuestra que en este caso no pasó de la imaginación de un crítico.

 

III

Una interpretación anómala, una construcción crítica predispuesta más hacia el misticismo que hacia la realidad, acaba por desalentar incluso a sus difusores. No ha de resultar extraño, por lo tanto, que un crítico como João Gaspar Simões, que ha escrito miles de páginas exegéticas sobre el quehacer pessoano  –no todas tan desafortunadas como las aquí citada, claro– sea capaz de dudar, en un momento en concreto, de la validez literaria del objeto de su paciente estudio, y escribir algo tan increíble como esto: «Pues bien: estoy absolutamente convencido de que todos nosotros somos víctimas de una misma equivocación, y no me excluyo del número de engañados. Fernando Pessoa no quiso ser otra cosa sino eso mismo: un mixtificador. [...] Hemos caído en la trampa. Hemos sido realmente burlados, como fueron burlados sus amigos para quien él preparó, conscientemente, la gran payasada de sus heterónimos» [10].

         Por fortuna no es difícil advertir que Fernando Pessoa no es más una triste excusa para el ascenso y súbito derrumbe de cierta manera de entender la literatura. Ni Pessoa representó su ficción heterónima en el Café Montanha, ni por supuesto sus ficciones heterónimas son una payasada. Simplemente el crítico mixtificador ha caído víctima de su propia mixtificación. Quede como aviso a los futuros navegadores de la vida y la obra del genial portugués.

 

NOTAS

[1]. Raimundo de Castro Meireles. «O modernismo: Fernando Pessoa». Novidades, Lisboa, 27-IV-1948.

[2]. Tal como ha enfocado el problema recientemente [1987] Alfredo Margarido en diversas publicaciones.

[3]. Athena. Revista de Arte, dirigida por Fernando Pessoa y Ruy Vaz, publicada entre octubre de 1924 (nº 1) y febrero de 1925 (nº 2).

[4]. Continúa aquí la descripción de la portada que suprimimos por estar disponible una edición facsímil de la revista en Contexto Ed. (Lisboa, 1983).

[5]. El subrayado es nuestro: indica que la palabra modernismo se toma en el sentido portugués, es decir, equivalente a «vanguardia», muy distinto a su homófono castellano.

[6]. Fragmento extraído del texto (c).

[7]. Desde sus primeros números la «Folla de Arte e Crítica» Presença –nombre que recibe además la generación literaria que nace con la revista– reivindica a los modernistas como maestros, aunque en el proceso de madurez abandonen las características vanguardistas y representen, ante estas, casi una contrarrevolución, como ha mostrado Eduardo Lourenço.

[8]. Fragmento extraído del texto (a).

[9]. Carta del 28 de junio de 1930, en Cartas de Fernando Pessoa a João Gaspar Simões, pág. 44.

[10]. Citado por Eduardo Lourenço, Fernando Pessoa Revisitado, Lisboa, 1981.

 j

[Publicado en Anthropos 74/75, Julio-Agosto de 1987. Págs. 119-123]


martes, 25 de noviembre de 2025

Vestigios de una inscripción | «Sujetos de clausura» de Ana Becciú







Lo primero que impacta en la lectura de Sujetos de clausura (Libros de la resistencia, Madrid, 2025), título que aparece tras casi veinte años sin publicaciones de la autora y casi cuarenta desde la edición de su esencial Ronda de noche (1987), es la precariedad de la voz desde la que está escrito el libro. Una voz tenue y próxima a quebrarse, que parece no solo emanar desde una mudez, sino tratar, en la escritura, de perpetuarla. Ana Becciú (1948) prolonga el despojamiento que había iniciado en algunos poemas de La visita (2007) y le brinda al poema y, en especial a su propia concepción, una metáfora cuya exactitud estremece: lo que ya permanece sometido a clausura. Un recinto —verbal— al que no se puede acceder desde el exterior, pero tampoco aquí, como poética, desde el interior: «no contestes, / no le contestes / a este son no / le / contestes».

         Una voz paradójica en su esencia, con la conciencia de vivir clausurada, pero al mismo tiempo con la convicción de ser voz que se pronuncia («Esto poco que a veces digo») y que al hacerlo reivindica, como todas las voces, un mundo: «noche o dama, cuerpo, país». Estos han sido los tres asuntos centrales de su meditación —el amor, la sexualidad, Argentina— y su poesía del presente resulta del modo de trenzarse los tres como el hábito de una ausencia. Una carencia, por otra parte, muy superior a la comprensión del sujeto: «Rielan ahí pedacitos de un yo / que no entiende, no entiende». Enigma que emerge a través de una voz insegura al pronunciar las palabras, de ahí el recurso constante a la repetición, propia de los lenguajes que balbucen, y de ahí también los textos que empiezan in media res («…a decir la historia, dos, / pero si no hay historia, no») o arrancan a partir de una pregunta («Yo sé —¿sé?— pregunto») o de una renuncia inicial a cualquier conocimiento («Quién sabe,»).

         Cada poema de Ana Becciú en Sujetos de clausura es como una inscripción en roca caliza, restos de un pergamino colonizado por los hongos o, quizá, menos enfáticamente, la insuficiente memoria de una conversación brillante que se produjo décadas atrás. El milagro de Sujetos de clausura, como ocurre con la clarividencia de inscripciones, pergaminos y memorias, es que la luz escasa, constreñida y fragmentaria que ofrece ilumina desde las palabras escritas más que la cegadora luz de los discursos inanes. Como despojos informes de una antigua vasija, los poemas —«la voz deshecha»— son capaces de recomponer el objeto primigenio, es decir, las trazas de un pensamiento poético que juzga el mundo —«Toda esta deshonra del amor»— y con su juicio construye una «clausura» cuya lucidez, de repente, ilumina, descubre, dice. Un recogimiento al que se accede solo desde la lectura de un libro donde la incomprensión sustancial, como ocurre con los vestigios de lo que ya no está, se convierte en significado.

        


miércoles, 12 de noviembre de 2025

A vueltas con la lectura



Desde hace un tiempo me inquieta lo que se pueda pensar a partir de la «lectura», una palabra que se usa con frecuencia con un significado objetivo que, si se trata de comprender como tal, no significa nada. En la experiencia de uso, cuando la oigo pronunciada siento contrariedad. Es frecuente utilizarla en contextos de apariencia crítica —tipo «fulanito ha sido leído desde tal punto de vista»— y al mismo tiempo basta escuchar los comentarios de dos personas que hayan leído un mismo texto para observar que no existen dos lecturas idénticas, ni siquiera como resumen de un artículo de prensa.  Que lo subjetivo es la característica inmediata de cualquier lectura. Resulta contradictorio que, aun siendo consciente el hablante de la complejidad del término, se extienda un uso ensimismado de la palabra «lectura» que pretende nombrar densidades semánticas, casi agujeros negros de significado. Y, de hecho, es posible que las nombre. Aunque igual que ocurre con los agujeros, hay que descubrirlas.

         Cabe comenzar diferenciando dos términos que comparten lexema, pero no características: lectura y lector. Los lectores, a diferencia de la lectura, son una entidad contable. Se puede concretar en cifras y, a partir de ahí, conocerla. Normalmente solo se usa una única cifra, la de quienes han comprado el libro, aunque nunca llegaran a leerlo. Pero sería posible incluso, si a alguien le interesara sufragar la encuesta, saber el número de lectores que abandonaron la lectura al principio, o en medio, o que siguieron hasta el final, los que la repitieron… la estadística es capaz de desmenuzar cualquier significado relativo a los lectores. Su lectura, sin embargo, resulta más esquiva. Para un lector habrá sido esencial en su manera de comprender algo, para otro, al lado suyo, un simple entretenimiento. Y ambos habrán disfrutado leyendo. El significado del diccionario, la mera «acción de leer», o de «cosa leída», resulta inservible para pensar su dimensión. O, mejor, para averiguar si sirve para pensar aquello para lo que se utiliza cuando se refiere a sus frutos.  

         Se suele entender por «lectura» el conjunto de conocimientos que genera una obra literaria en quien la lee. Es un proceso que suele concebirse solo en este trayecto, es decir, ObraLectura. Imagino que también esta formulación admite una variable más interesante: Obra+Obra+ObraLectura. De modo que el conjunto de libros leídos construye un conocimiento de mayor complejidad que también se puede denominar «Lectura». Cuando concluye aquí el proceso, se suele nombrar con el impreciso sinónimo de cultura. La cultura que posee un individuo como el conocimiento que le ha proporcionado el conjunto de obras (literarias, artísticas, históricas…) que ha conocido. Ahora bien, cabe cuestionarse si esta lectura como cultura es siempre el final de un proceso. La respuesta es negativa: esta lectura genera en determinadas personas una Obra que a su vez creará nuevas lecturas: LecturaEscritura. Y en este desarrollo posterior, de repente, emerge la «lectura» como generadora de una obra y no solo como receptora, hecho que reclama una atención diferente.

         Para definir con precisión el término «lectura» en esta situación germinal, tal vez resulte útil recurrir a un símil didáctico. Es el caso de un científico, especialista en física cuántica. En el ejemplo, el término «lectura» determina el conjunto de sus conocimientos, y «escritura», la expresión de estos. Cuando le invitan a dar una charla en un colegio de primaria, el científico recurre a reducir al máximo sus conocimientos (lectura) y convertir su discurso en una serie de cuentos (escritura). El día que va a dar la charla a un instituto de secundaria, esta adquiere un matiz divulgativo. En la universidad, para alumnos de tercer año, introduce alguna observación de carácter científico, pero menor. Y, finalmente, en una conferencia sobre sus descubrimientos, en un congreso de físicos cuánticos, se podría decir que se igualan lo que sabe y lo que expone.  Un equilibrio que solo se produce en este caso: Lectura=Escritura. Es decir, la manifestación de los conocimientos —su escritura— no puede ser nunca superior a sus conocimientos —su lectura—. Y esta definición de «Lectura» es, asimismo, capaz de proporcionar una útil definición del concepto de «Escritura», como el producto de los conocimientos previos a su generación.

         A partir de esta «Lectura», cabe empezar a categorizar también la «Escritura». Se puede hacer, y se hace, de una manera trivial, que sería un nivel cero de análisis. Por ejemplo, aquel autor que, por adaptarse a los gustos del público, facilita la trama o la rellena con inocuas escenas de tipo erótico reduce conscientemente la capacidad de escritura que le ofrece su lectura. O de aquel autor que comete errores de bulto en el desarrollo de una trama o escribe en un estilo empalagoso se le puede atribuir un déficit claro en su formación literaria, es decir, en su lectura.

Definir «Lectura» para estudiar la obviedad de estos casos no tendría ningún sentido. Cabe preguntarse ahora si, además de la rebaja voluntaria o formativa en el nivel de lectura, existen otros que se puedan definir mejor a través de esta identidad entre lo leído y lo escrito. En el caso de un lector voraz y exclusivo de novelas policiacas, por ejemplo, su escritura, de producirse, se inscribirá en este género. En el caso de un lector de textos de crítica social, aficionado al género policiaco, en el caso de que elija la escritura de este género, indudablemente dotará a sus tramas con una carga significativa de crítica social ausente en el género que practica. Y de este modo, su escritura abrirá dos frentes nuevos de lectura: la lectura del voraz lector de novelas policiacas se nutrirá con conceptos críticos, y la del crítico disfrutará con una trama de intriga. Este sería el primer nivel de análisis.

Un segundo nivel, relacionado con el anterior, ya ocurre no en el ámbito de los géneros sino en el de los estilos. Una lectura que repudia otras lecturas, contemporáneas o históricas, por razones de ideario, no solo reproduce lo que admira, sino que se establece a sí misma un techo de cristal —la reproducción del modelo admirado— que le impide, por esencia, cualquier renovación. La pertenencia a un movimiento de una lectura parcial favorece la expresión, en un primer momento, por la agilidad en la que esta avanza entre las certezas del camino, pero impide el crecimiento de la escritura a partir del momento en el que se alcanza el cénit logrado por el movimiento en su conjunto. Es el caso de muchos autores de época, interesantes y mediocres al mismo tiempo.

Pero existe también un tercer nivel de análisis, que ya no afecta solo a las situaciones precarias de escritura, sino a su capacidad y al concepto mismo de excelencia. En el caso de que el producto de la lectura de un autor supere la lectura del público lector, la escritura establecida a ese mismo nivel, carecerá de lectores. Si la lectura rebasa la lectura de los lectores especialistas (críticos, profesores, editores…), su escritura crecerá en medio de un vacío absoluto a su alrededor. Y solo cuando la lectura de los lectores haya avanzado, en ocasiones muchos años después de la desaparición del escritor, empezará a ser comprendida, valorada e incluso venerada. Y de esta lectura germinarán nuevas escrituras en las que los planteamientos en su día invisibles serán objeto de un deleite mayoritario. Este es el concepto de lectura que me ha permitido pensar mejor la literatura y sus vicisitudes. Aunque me temo que sea el único que lo lea de esta manera. 

miércoles, 7 de mayo de 2025

El lector heteronímico


El proceso de convertirme en el lector que soy empieza con una dislocación de muñeca. Un aprendiz de hechicero con la mano vendada. Tenía diecinueve años y acababa de pasar el mes de julio en Lisboa, asistiendo en la Facultad de Letras a un curso de lengua portuguesa. Ya la había elegido antes, como lengua extranjera, en los dos cursos de Filología que había cursado, plan Suárez. De la época anterior al desastre de mi mano izquierda recuerdo ansiedad, desorden y con frecuencia desilusión en mi experiencia lectora. Este tercer factor relacionado, sobre todo, con las recomendaciones académicas de un profesorado, en general, experto en la desmotivación del alumnado. Tanto es así que dos cursos después, cuando tuve que decidir especialidad, abandoné por completo las asignaturas de literatura y elegí solo materias de lengua. Para entonces ya se había curado mi muñeca y solo deseaba encarnar el lector autónomo de literatura que había empezado a ser. 

         La dislocación tuvo que ver con aquella ansiedad nunca satisfecha, claro, pero sobre todo con la rotundidad de su expresión estética. Había acabado el curso de verano y sobre la cama en mi cuarto de pensión, el último día, expuse los libros que había ido comprado aquel mes de julio. Ahí estaban las cubiertas blancas de los nueve volúmenes de poesía donde la editorial Ática había empezado a sondear el mágico baúl de Fernando Pessoa. Más gruesos y con cubiertas animadas por colores variados, los volúmenes con los escritos en prosa del creador de los heterónimos. Y en especial dos libros que, a partir del siguiente septiembre, ya en casa, se convertirían en mi biblia particular, lo que atestiguan en el presente sus fatigados lomos: las Páginas de Estética e de Teoria e Crítica Literárias (360 páginas, con un diseño geométrico en la cubierta de fondo blanco y figuras rojas) y las Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação (450 páginas, con figuras verdes en la capa). Y como guía de orientación en la selva pessoana, la Vida e Obra de Fernando Pessoa de João Gaspar Simões (740 páginas).

         Como ya había comprobado que el volumen de mi nueva biblioteca en lengua portuguesa no cabía en la bolsa de viaje donde guardaba mi ropa, compré otra en el mercadillo popular de Martim Moniz. Lo sensato hubiera sido repartir libros y ropa entre las dos bolsas, pero una vez contemplado el lote expuesto sobre la cama, me resultó imposible dividirlo en dos bloques, separar unos libros de otros. No sé si el gozo que tuve al llenar por completo la segunda bolsa compensaría mi dislocación de muñeca, pero en aquel momento, aunque comprobara que apenas podía levantarla del suelo, así me lo pareció. Recuerdo que cuando ya mi mano había empezado a padecer el peso, en los tránsitos a pie tuve que trasladar las bolsas solo con la mano que aún resistía. Caminaba un trecho con una, la dejaba a mi espera, regresaba a por la otra, y así sucesivamente. Padecí, sin duda, aquel transporte, pero era tan valioso que ni me quejaba ante mí mismo. De hecho, iba a resultar más valioso aún de lo que suponía, acarreaba dentro de la bolsa el lector en ciernes que iría a ser durante toda la vida.

Cuando ya había empezado a serlo, algunos años más tarde, tampoco muchos, Gaspar Simões, el biógrafo de Pessoa, escribió un extenso artículo, como todo lo suyo, rebatiendo otro que yo había publicado con pseudónimo, acaso ya heterónimo, defendiendo la tesis de que Fernando Pessoa no había existido nunca tal como lo conocemos. Como autor, argumentaba, el oficinista Pessoa posiblemente fuera un poeta trasnochado que escribía lánguidas estrofas de tipo tradicional. La invención del poeta Pessoa, defendía entonces mi pseudónimo, fue colectiva: cada poeta de la generación siguiente aportó una parte inédita de su obra para la confección del gran poeta portugués del siglo XX. El argumento que el biógrafo esgrimió era inapelable: «Yo lo conocí». Pero en su desarrollado artículo Gaspar Simões a regañadientes reconocía que era cierto que Pessoa había influido a los que le leyeron desde un heterónimo diferente a cada poeta. Uno había admirado la vena vanguardista de Álvaro de Campos y había escrito como él; otro seguía al pie de la letra el clasicismo de Ricardo Reis; otro había querido emular a Alberto Caeiro e incluso hubo quien nunca pasó de la lectura tradicional del Pessoa ortónimo. Esa era precisamente la tesis oculta de mi seudónimo: en la generación siguiente a Pessoa no se había comprendido la dimensión de los heterónimos. Frente a Pessoa, sus sucesores se habían comportado como lectores de registro único, ya fuera vanguardista, filosófico, clásico o tradicional. Por mi parte, había advertido esa incomprensión porque ya era en aquel momento un lector heteronímico, capaz de leer en registros incompatibles entre sí. El que había empezado a pasar las páginas de los libros de Pessoa con la mano vendada.

El proceso no fue sencillo. Leí en primer término a Álvaro de Campos. Lo entendí enseguida. Para el joven que era la Vanguardia no tenía la edad de mi abuela entonces, sino la mía, veinte años, la edad en la que empezaron a escribir los primeros vanguardistas. La lectura es en primera instancia, un certificado de identidad. Los problemas empezaron cuando me enfrenté a las composiciones de Alberto Caeiro. El campo, los rebaños, la metafísica, conceptos que me sonaban ajenos a mis intereses. Sin embargo, la dicción de Caeiro, su ritmo repetitivo, la sucesión de preguntas medio absurdas y de respuestas inesperadas: «¿Qué pienso yo del Mundo? / ¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!». Lo elíptico de su retórica me fue ganando y acabé la lectura adorándolo, es decir, siendo un lector diferente. Descubrí entonces que la lectura reconcilia con lo que se rechaza, la mayor parte de las veces por desconfianza o por desconocimiento; siendo lo rechazado, con frecuencia, la mejor oportunidad para el crecimiento intelectual. Nadie se alimenta comiendo tres platos de postres. Ricardo Reis y la obra ortónima no fueron tampoco un reto sencillo. Tanto el clasismo como la tradición quedaban lejos de mi juventud e ignorancia. Reis me obligó, luego, a pedir libros de Horacio y de Ovidio en la biblioteca. El Pessoa tradicional me reconcilió con la infinita gracia del arte menor y las rimas, que hasta entonces consideraba un aburrimiento.

Tras este aprendizaje pessoano no me importa el siglo del poeta que lea, todos ya contemporáneos en el acto de la lectura. Mucho menos el país o región de origen, igualmente siempre el mío. También me despiertan expectativas títulos de gustos poéticas muy alejados de los míos, y nunca me costó admirar al mismo tiempo la obra de Antonio Gamoneda y la de Jaime Gil de Biedma. Nunca el estilo, las maneras o la escuela poética me han impedido leer un libro. Arriesgué mi muñeca, es cierto, pero valió la pena el cargamento que la dislocó. 


viernes, 20 de diciembre de 2024

Balada triste del limón | «La casa limón», de Corina Oproae






En esta primera novela, La casa limón (XX Premio Tusquets), la escritora Corina Oproae (1973) ensancha su territorio literario no solo con una experiencia de escritura narrativa, sino también con una mirada hacia la memoria infantil y la época en la que se desarrolló. Aunque su obra poética coincida con los dos temas centrales del libro, el padecimiento y el infortunio, los versos no se habían detenido antes en las concreciones históricas y biográficas que ahora vertebran el relato. De ahí que la novela tenga el interés novedoso de dilatar, tanto en lo formal como en lo temático, una obra literaria de valía.

         La casa limón se presenta organizada en tres partes que no se corresponden con una estructura convencional. La novela se desenvuelve a lo largo del capítulo central, compuesto a su vez de múltiples secuencias ajenas a un orden cronológico que, sin embargo, pautan con precisión tanto el crecimiento de la conciencia infantil de la narradora como el simultáneo proceso de desvelar los datos de la trama. El primer capítulo se reserva para una certera presentación de la protagonista en su exclusivo ámbito de personaje de ficción, lejos de cualquier testimonio biográfico; y el último incluye una coda de madurez, que realiza, ya leído el corpus central de la novela, la operación opuesta, es decir, devuelve la ficción a la biografía que la ha generado. Este juego tan explícito de ida y vuelta entre la memoria y la ficción no suele ser habitual en la narrativa, que tiende a apelar a un único aspecto germinal, no a ambos orgánicamente fundidos.

Esta misma fusión que se manifiesta en lo temático va a caracterizar también el aspecto formal más relevante de la obra, que es la convivencia de un relato memorialista apegado a las circunstancias, aunque expresadas desde una perspectiva infantil, con elementos de origen fantástico. Esta concepción de la prosa que aúna lo vivido y lo imaginado, lo real y lo fantasioso presentado como real, constituye una estimable característica de la escritura novelesca de Corina Oproae y también el principal argumento de su propósito: la creación de una voz narrativa infantil con una dimensión literaria, y que resulte creíble en ambos aspectos.

         Lo fantasioso, por otra parte, se combina con los sucesos narrados en la novela de dos maneras diferentes. Por una parte, mediante la intersección de secuencias que interpretan la imaginación desbordada de la protagonista, pero que se presentan con la misma pauta que los capítulos de narración memorialista. Por ejemplo, el relato convencional de un viaje en coche en el que es la niña protagonista quien conduce y sus padres son los pasajeros; o el espléndido fragmento que empieza con absoluta naturalidad de esta inverosímil manera: «Soy un embrión en la barriga de mi hermana Eva». El texto desarrolla esta idea con lo que se podría denominar la precisa lucidez de la alucinación. En el segundo modo de simbiosis, memoria, sueño y fantasía se entreveran en el relato de los hechos con idéntica naturalidad. La teoría de esta práctica es capaz de enunciarla con claridad la voz infantil protagonista: «De pronto me siento capaz de hacer magia». Y la magia irrumpe a cada momento: «Mamá atrapa la palabra al vuelo y vemos cómo sale de sus ojos un pájaro negro, pequeño y desvalido, que no sabe volar. Lo acurruca en el hueco de su mano y los tres escuchamos en silencio los latidos agazapados de la vida». Y a través de este procedimiento narrativo, como se observa en la cita, Corina Oproae introduce en su prosa un hálito poético que pronto se convierte en una de las características que vertebran La casa limón.

         Se ha adelantado ya el marco temático que aborda la novela y que el título enuncia con vocación de símbolo. «La casa limón» es la vivienda familiar, de una planta, que las autoridades ordenan derribar para alojar a sus residentes en un piso de un despersonalizado bloque de idénticas «cajas de cerillas». El texto transita por los años finales del autoritarismo comunista en Rumanía, y hay alusiones al clima opresivo en el que la población se ve obligada a vivir, pero en todo momento se elude cualquier pretensión testimonial. La toxicidad social del ambiente forma parte de un conjunto mayor, que son los padecimientos vitales que la protagonista va sorteando en la carrera hacia su madurez a través de su empeño en la comprensión de las circunstancias. Y en este asunto, el clima opresivo se mezcla con las enfermedades, con las desfavorables circunstancias, con los abusos infantiles, con las adversidades de todo tipo y en especial las familiares y, sobre todo, con la aparición en la vida infantil del tema que va a marcar también la obra poética de la escritora, la muerte de aquellas personas a las que se ama. Este aspecto temático está encarnado en el progresivo enajenamiento, motivo recurrente durante todo el texto, y en el final del padre de la narradora, para cuya escenificación la novela desarrolla el que tal vez sea su fragmento más impactante, un apresurado e infructuoso viaje en tren para asistir al sepelio. Todo este catálogo de hechuras tan tristes contrasta, como ocurre a veces en algunas baladas tradicionales, con la prodigiosa vitalidad de la voz protagonista, biográfica y literaria al mismo tiempo, que es el acierto fundamental de esta novela y una poderosa razón para su perdurabilidad en la literatura española del siglo XXI. 

Cao Cultura, 29 de noviembre de 2024. Enlace