El balcón de enfrente

Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 7 de mayo de 2025

El lector heteronímico


El proceso de convertirme en el lector que soy empieza con una dislocación de muñeca. Un aprendiz de hechicero con la mano vendada. Tenía diecinueve años y acababa de pasar el mes de julio en Lisboa, asistiendo en la Facultad de Letras a un curso de lengua portuguesa. Ya la había elegido antes, como lengua extranjera, en los dos cursos de Filología que había cursado, plan Suárez. De la época anterior al desastre de mi mano izquierda recuerdo ansiedad, desorden y con frecuencia desilusión en mi experiencia lectora. Este tercer factor relacionado, sobre todo, con las recomendaciones académicas de un profesorado, en general, experto en la desmotivación del alumnado. Tanto es así que dos cursos después, cuando tuve que decidir especialidad, abandoné por completo las asignaturas de literatura y elegí solo materias de lengua. Para entonces ya se había curado mi muñeca y solo deseaba encarnar el lector autónomo de literatura que había empezado a ser. 

         La dislocación tuvo que ver con aquella ansiedad nunca satisfecha, claro, pero sobre todo con la rotundidad de su expresión estética. Había acabado el curso de verano y sobre la cama en mi cuarto de pensión, el último día, expuse los libros que había ido comprado aquel mes de julio. Ahí estaban las cubiertas blancas de los nueve volúmenes de poesía donde la editorial Ática había empezado a sondear el mágico baúl de Fernando Pessoa. Más gruesos y con cubiertas animadas por colores variados, los volúmenes con los escritos en prosa del creador de los heterónimos. Y en especial dos libros que, a partir del siguiente septiembre, ya en casa, se convertirían en mi biblia particular, lo que atestiguan en el presente sus fatigados lomos: las Páginas de Estética e de Teoria e Crítica Literárias (360 páginas, con un diseño geométrico en la cubierta de fondo blanco y figuras rojas) y las Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação (450 páginas, con figuras verdes en la capa). Y como guía de orientación en la selva pessoana, la Vida e Obra de Fernando Pessoa de João Gaspar Simões (740 páginas).

         Como ya había comprobado que el volumen de mi nueva biblioteca en lengua portuguesa no cabía en la bolsa de viaje donde guardaba mi ropa, compré otra en el mercadillo popular de Martim Moniz. Lo sensato hubiera sido repartir libros y ropa entre las dos bolsas, pero una vez contemplado el lote expuesto sobre la cama, me resultó imposible dividirlo en dos bloques, separar unos libros de otros. No sé si el gozo que tuve al llenar por completo la segunda bolsa compensaría mi dislocación de muñeca, pero en aquel momento, aunque comprobara que apenas podía levantarla del suelo, así me lo pareció. Recuerdo que cuando ya mi mano había empezado a padecer el peso, en los tránsitos a pie tuve que trasladar las bolsas solo con la mano que aún resistía. Caminaba un trecho con una, la dejaba a mi espera, regresaba a por la otra, y así sucesivamente. Padecí, sin duda, aquel transporte, pero era tan valioso que ni me quejaba ante mí mismo. De hecho, iba a resultar más valioso aún de lo que suponía, acarreaba dentro de la bolsa el lector en ciernes que iría a ser durante toda la vida.

Cuando ya había empezado a serlo, algunos años más tarde, tampoco muchos, Gaspar Simões, el biógrafo de Pessoa, escribió un extenso artículo, como todo lo suyo, rebatiendo otro que yo había publicado con pseudónimo, acaso ya heterónimo, defendiendo la tesis de que Fernando Pessoa no había existido nunca tal como lo conocemos. Como autor, argumentaba, el oficinista Pessoa posiblemente fuera un poeta trasnochado que escribía lánguidas estrofas de tipo tradicional. La invención del poeta Pessoa, defendía entonces mi pseudónimo, fue colectiva: cada poeta de la generación siguiente aportó una parte inédita de su obra para la confección del gran poeta portugués del siglo XX. El argumento que el biógrafo esgrimió era inapelable: «Yo lo conocí». Pero en su desarrollado artículo Gaspar Simões a regañadientes reconocía que era cierto que Pessoa había influido a los que le leyeron desde un heterónimo diferente a cada poeta. Uno había admirado la vena vanguardista de Álvaro de Campos y había escrito como él; otro seguía al pie de la letra el clasicismo de Ricardo Reis; otro había querido emular a Alberto Caeiro e incluso hubo quien nunca pasó de la lectura tradicional del Pessoa ortónimo. Esa era precisamente la tesis oculta de mi seudónimo: en la generación siguiente a Pessoa no se había comprendido la dimensión de los heterónimos. Frente a Pessoa, sus sucesores se habían comportado como lectores de registro único, ya fuera vanguardista, filosófico, clásico o tradicional. Por mi parte, había advertido esa incomprensión porque ya era en aquel momento un lector heteronímico, capaz de leer en registros incompatibles entre sí. El que había empezado a pasar las páginas de los libros de Pessoa con la mano vendada.

El proceso no fue sencillo. Leí en primer término a Álvaro de Campos. Lo entendí enseguida. Para el joven que era la Vanguardia no tenía la edad de mi abuela entonces, sino la mía, veinte años, la edad en la que empezaron a escribir los primeros vanguardistas. La lectura es en primera instancia, un certificado de identidad. Los problemas empezaron cuando me enfrenté a las composiciones de Alberto Caeiro. El campo, los rebaños, la metafísica, conceptos que me sonaban ajenos a mis intereses. Sin embargo, la dicción de Caeiro, su ritmo repetitivo, la sucesión de preguntas medio absurdas y de respuestas inesperadas: «¿Qué pienso yo del Mundo? / ¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!». Lo elíptico de su retórica me fue ganando y acabé la lectura adorándolo, es decir, siendo un lector diferente. Descubrí entonces que la lectura reconcilia con lo que se rechaza, la mayor parte de las veces por desconfianza o por desconocimiento; siendo lo rechazado, con frecuencia, la mejor oportunidad para el crecimiento intelectual. Nadie se alimenta comiendo tres platos de postres. Ricardo Reis y la obra ortónima no fueron tampoco un reto sencillo. Tanto el clasismo como la tradición quedaban lejos de mi juventud e ignorancia. Reis me obligó, luego, a pedir libros de Horacio y de Ovidio en la biblioteca. El Pessoa tradicional me reconcilió con la infinita gracia del arte menor y las rimas, que hasta entonces consideraba un aburrimiento.

Tras este aprendizaje pessoano no me importa el siglo del poeta que lea, todos ya contemporáneos en el acto de la lectura. Mucho menos el país o región de origen, igualmente siempre el mío. También me despiertan expectativas títulos de gustos poéticas muy alejados de los míos, y nunca me costó admirar al mismo tiempo la obra de Antonio Gamoneda y la de Jaime Gil de Biedma. Nunca el estilo, las maneras o la escuela poética me han impedido leer un libro. Arriesgué mi muñeca, es cierto, pero valió la pena el cargamento que la dislocó. 


viernes, 20 de diciembre de 2024

Balada triste del limón | «La casa limón», de Corina Oproae






En esta primera novela, La casa limón (XX Premio Tusquets), la escritora Corina Oproae (1973) ensancha su territorio literario no solo con una experiencia de escritura narrativa, sino también con una mirada hacia la memoria infantil y la época en la que se desarrolló. Aunque su obra poética coincida con los dos temas centrales del libro, el padecimiento y el infortunio, los versos no se habían detenido antes en las concreciones históricas y biográficas que ahora vertebran el relato. De ahí que la novela tenga el interés novedoso de dilatar, tanto en lo formal como en lo temático, una obra literaria de valía.

         La casa limón se presenta organizada en tres partes que no se corresponden con una estructura convencional. La novela se desenvuelve a lo largo del capítulo central, compuesto a su vez de múltiples secuencias ajenas a un orden cronológico que, sin embargo, pautan con precisión tanto el crecimiento de la conciencia infantil de la narradora como el simultáneo proceso de desvelar los datos de la trama. El primer capítulo se reserva para una certera presentación de la protagonista en su exclusivo ámbito de personaje de ficción, lejos de cualquier testimonio biográfico; y el último incluye una coda de madurez, que realiza, ya leído el corpus central de la novela, la operación opuesta, es decir, devuelve la ficción a la biografía que la ha generado. Este juego tan explícito de ida y vuelta entre la memoria y la ficción no suele ser habitual en la narrativa, que tiende a apelar a un único aspecto germinal, no a ambos orgánicamente fundidos.

Esta misma fusión que se manifiesta en lo temático va a caracterizar también el aspecto formal más relevante de la obra, que es la convivencia de un relato memorialista apegado a las circunstancias, aunque expresadas desde una perspectiva infantil, con elementos de origen fantástico. Esta concepción de la prosa que aúna lo vivido y lo imaginado, lo real y lo fantasioso presentado como real, constituye una estimable característica de la escritura novelesca de Corina Oproae y también el principal argumento de su propósito: la creación de una voz narrativa infantil con una dimensión literaria, y que resulte creíble en ambos aspectos.

         Lo fantasioso, por otra parte, se combina con los sucesos narrados en la novela de dos maneras diferentes. Por una parte, mediante la intersección de secuencias que interpretan la imaginación desbordada de la protagonista, pero que se presentan con la misma pauta que los capítulos de narración memorialista. Por ejemplo, el relato convencional de un viaje en coche en el que es la niña protagonista quien conduce y sus padres son los pasajeros; o el espléndido fragmento que empieza con absoluta naturalidad de esta inverosímil manera: «Soy un embrión en la barriga de mi hermana Eva». El texto desarrolla esta idea con lo que se podría denominar la precisa lucidez de la alucinación. En el segundo modo de simbiosis, memoria, sueño y fantasía se entreveran en el relato de los hechos con idéntica naturalidad. La teoría de esta práctica es capaz de enunciarla con claridad la voz infantil protagonista: «De pronto me siento capaz de hacer magia». Y la magia irrumpe a cada momento: «Mamá atrapa la palabra al vuelo y vemos cómo sale de sus ojos un pájaro negro, pequeño y desvalido, que no sabe volar. Lo acurruca en el hueco de su mano y los tres escuchamos en silencio los latidos agazapados de la vida». Y a través de este procedimiento narrativo, como se observa en la cita, Corina Oproae introduce en su prosa un hálito poético que pronto se convierte en una de las características que vertebran La casa limón.

         Se ha adelantado ya el marco temático que aborda la novela y que el título enuncia con vocación de símbolo. «La casa limón» es la vivienda familiar, de una planta, que las autoridades ordenan derribar para alojar a sus residentes en un piso de un despersonalizado bloque de idénticas «cajas de cerillas». El texto transita por los años finales del autoritarismo comunista en Rumanía, y hay alusiones al clima opresivo en el que la población se ve obligada a vivir, pero en todo momento se elude cualquier pretensión testimonial. La toxicidad social del ambiente forma parte de un conjunto mayor, que son los padecimientos vitales que la protagonista va sorteando en la carrera hacia su madurez a través de su empeño en la comprensión de las circunstancias. Y en este asunto, el clima opresivo se mezcla con las enfermedades, con las desfavorables circunstancias, con los abusos infantiles, con las adversidades de todo tipo y en especial las familiares y, sobre todo, con la aparición en la vida infantil del tema que va a marcar también la obra poética de la escritora, la muerte de aquellas personas a las que se ama. Este aspecto temático está encarnado en el progresivo enajenamiento, motivo recurrente durante todo el texto, y en el final del padre de la narradora, para cuya escenificación la novela desarrolla el que tal vez sea su fragmento más impactante, un apresurado e infructuoso viaje en tren para asistir al sepelio. Todo este catálogo de hechuras tan tristes contrasta, como ocurre a veces en algunas baladas tradicionales, con la prodigiosa vitalidad de la voz protagonista, biográfica y literaria al mismo tiempo, que es el acierto fundamental de esta novela y una poderosa razón para su perdurabilidad en la literatura española del siglo XXI. 

Cao Cultura, 29 de noviembre de 2024. Enlace

domingo, 3 de noviembre de 2024

Vérselas con el tiempo | «Oficio de difuntos», de Luis López Suárez





Durante una buena parte de los siglos por donde navega, el barco de la tradición poética ha tenido un capitán llamado Horacio; o quizá sea un bibliotecario real, si se prefiere la metáfora de la tierra firme de un reino. Está en las Odas no solo el compendio de los asuntos de la meditación literaria, sino también el tono más depurado para realizarla. Como las ramas con las que se va expandiendo el árbol desde el tronco, las épocas han ido añadiendo matices, peculiaridades e incluso controversias. Y aunque los hijos de Eneas ya no reconocen su patria, pues «hostil para [los] nietos [de Anquises] es el mundo», aún existe quien «avanza hacia la luz» que emana donde parecía el fuego extinguido. Oficio de difuntos (Ed. Trea, Gijón, 2023) antes que oración fúnebre es, de una parte, un remozado brote de meditación horaciana y, de otra, un entrañable cancionero. Dos maneras esenciales de la escritura poética a las que Luis López Suárez (1966) se remonta. 

         Del repertorio de temas clásicos, en la primera parte, el poeta explora esencialmente tres, muy próximos entre sí: el Memento mori, el Tempus fugit y el Sic transiit gloria mundi. Para los clásicos, a diferencia de los contemporáneos, el talento no residía en descubrir nuevos asuntos, sino en aportar matices inusitados a los temas conocidos. Y ese es exactamente el valor de Oficio de difuntos.

         Es frecuente en las odas clásicas el uso del diálogo; o mejor expresado, el monólogo disfrazado de diálogo por la inclusión de un receptor mudo, que en ausencia recae en el lector, como ocurre en la cita latina que abre la parte inicial, que tomo de la traducción de Alejandro Bekes: «Inmortal nada esperes, dice el año, y la hora que el día vital se lleva». La meditación se realiza ante alguien que aprende del razonamiento. Este aspecto dialógico, que la poesía cultiva poco, Luis López no solo lo recupera, sino que lo convierte en el núcleo de la meditación. Los cuatro primeros poemas, cuatro impactantes Mementos mori, tienen al poeta —«yo»— como uno de los interlocutores, y el otro va cambiando: su propia calavera, un desdoblado del yo, un él desdoblado del yo, y Hécate, ambigua titania griega que encarna en el texto la emanación de las «tumbas». Se percibe en estos tensos diálogos una raíz lírica escindida: «yo soy el monstruo que consume tu vida», en el que «yo» y «tú» son quien escribe. Esta escisión escenifica un antagonismo en el seno del yo, cuya resolución resulta en el conjunto paradójica y asimétrica. Si bien el monstruo clama «nunca / podrás alcanzarme» y la calavera dilapida «la herencia» que cobija, el yo sobrevive al «objeto» perdido con el que se identifica al despertar. Este desequilibrio argumentativo encarna también el tono de la meditación contemporánea sobre la muerte, la de quien baja «la vista para evitar mirarla».

         Los seis poemas siguientes están protagonizados por seis metáforas, desde la más fugaz (un estremecimiento del aire o un rayo de sol) hasta lo más duradero que ha construido la humanidad (la religión, la cultura, Roma, Constantinopla), y las seis se enfrentan al tiempo. Son poemas ejemplares en su falta de piedad, es decir, en la ausencia de autoengaños, explícita en la devastación expresada en los finales: «lo que conmigo… declina», «la palabra / que nada significa» o «el alba indiferente de tus cielos». A continuación, la singularidad de los dos últimos poemas de la primera parte reside en mostrar la condición humana desde sus polos más opuestos, el más sutil —el evanescente «reflejo» de sí mismo— y el más grosero —la multitud «como las moscas sobre los gatos muertos»—, para coincidir ambos en la pasajera condición del ser. Que es, por otra parte, el tema de meditación enunciado en el encabezamiento de la sección: «quo modo manes» (literalmente, «con qué aspecto te quedas» ante los ojos de la divinidad), es decir, traducido a la comprensión del presente, con qué aspecto nos quedamos ante nosotros mismos. Enunciado que plantea otra escisión en el libro, no solo se manifiesta la del yo ante al destino, sino también la de cuanto existe frente al tiempo.

         En la segunda parte los maestros de la reflexión cambian. Ahora las citas iniciales son de Virgilio y de Petrarca. El título, sin embargo, revela un desplazamiento, se trata de un «jardín de sombra». El planteamiento es similar, Luis López se sitúa al amparo de la tradición amorosa, que le proporciona el asunto a partir del cual desea hilar la sensibilidad contemporánea. En este caso, el conjunto es un cancionero: «venías hacia mí / tú sonreías / desde lejos al verme». El tono solo en parte mantiene la frescura que emana del término «jardín», claridad en los primeros y delicados poemas. Luego las metáforas se endurecen, «amo tu cuerpo destruido / abandonado campo de batalla». La propia idea del amor se diluye («la ceniza de un cuerpo que escapa entre los dedos») y el término «sombra» va apropiándose de la dicción gozosa, para concluir en cuatro versos donde primera y segunda parte confluyen en la deflagración de lo transitorio: «sólo soy tiempo / fuente / que en su propio venero / se consume»; o la lúcida conciencia de que lo humano es solo lo que ya no está de lo que desaparece.


El Cuaderno. Octubre, 2014 [Enlace]



viernes, 25 de octubre de 2024

Presentación de «Año sabático o novela de un ocioso», de José Manuel Benítez Ariza






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Año sabático o la novela de un ocioso es un extraordinario intento de atrapar el tiempo. Quizá esta sea, en modo figurado, una característica inherente a toda buena literatura. Por el volumen del volumen que presentamos hoy, se diría que en este caso lo es casi de modo literal. José Manuel Benítez Ariza, poeta, novelista, crítico, traductor, acuarelista, ahora como diarista ha construido una obra sobre la arena del tiempo y ha convertido en escritura su progresivo desmoronamiento. Este es el único propósito de Año sabático. Un libro que no ha sido escrito para dejar constancia de nada, ni para testimoniar ninguna época, porque en la tarea de dibujar el itinerario del tiempo resulta trivial cualquier pretensión de registro o de constatación. Tampoco es un libro escrito para contar lo vivido, sino algo radicalmente distinto como lo es el hecho de que se haya vivido y se haya escrito en el curso de la misma vivencia. Porque vivir y escribir son, en este libro, una misma acción, no dos actividades consecutivas. Vivir es escribir, sin que haya otra opción de vida ajena a su escritura. Este es el sentido profundo de Año sabático, su condición de tiempo atrapado en el instante de ser vivido y que por haber sido escrito se desmorona ante los ojos del lector en el mismo proceso en el que se desmorona el tiempo vivido. En una lectura que ni siquiera se preocupa por recuperar ningún tiempo perdido, al contrario, la pérdida contiene en su seno la exacta dimensión de la existencia. Año sabático no es un retrato realista de la realidad, es el esfuerzo colosal de la escritura por erguirse en rival del tiempo. José Manuel, ¿qué es más importante, vivir o escribir?

 

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Hay que empezar a leer este libro por el título y el subtítulo, pues ambos ocultan algunas claves de las intenciones del autor. Entre los dos barajan tres conceptos relativamente complejos. El primero es el título, Año sabático. En su sentido literal, este lema acoge el asunto del libro como novela. Un año sabático es aquel en el que a uno le liberan de sus horarios laborales y puede dedicarlo por entero a sus intereses. Es lo que se cuenta, un año, doce meses, múltiples días de un tiempo dedicado por el autor en exclusiva a sus intereses: que contienen todos los de una vida contemporánea, menos un horario laboral. Ahora bien, en sentido simbólico, el tiempo sabático remonta lo circunstancial de esta denominación y adquiere la categoría de esencia. Este libro refleja la vida verdadera de la vida de su autor. En ella no solo hay viajes, visitas, paseos, también existen múltiples momentos con problemas domésticos o de tránsito por la ciudad que parecen perecederos. Y no lo son porque el concepto de vida sabática engloba todo, gozos, penurias y preocupaciones, que la escritura convierte en la verdadera vida del autor, objetivo prioritario de la comprensión literaria.

En el subtítulo hay otro concepto que me atrae poderosamente. El libro lo es de un ocioso. Obviamente sus 834 páginas de escritura descartan taxativamente el sentido literal del término. Lo ocioso del libro remite a otro ámbito. Lo opuesto de un autor ocioso es un autor diligente, sin ningún año sabático por delante. Es decir, aquel para quien la literatura forma parte de su horario laboral: busca asuntos en la sociología del presente, se dirige a un público con un producto para que lo compre, escribe lo que los lectores quieren leer, incluso con tantos por ciento regulados, un poco de violencia, algo más de sexo, un aderezo de finanzas. Me detengo en esta descripción para definir de modo preciso la condición ociosa: el escritor que no escribe para cortejar compradores, sino para seguir y descubrir su propio y personal camino creativo. El propio Benítez Ariza describe lo ocioso mejor que yo, en la página 622 leo: «No es lo mismo –y no hablo ya de méritos— lo que hace el íntimamente obligado a rendir cuentas de sí mismo y de su mundo..., que quien se sienta ante la misma pantalla para pergeñar una nueva aportación a la industria del ocio». Más claro el sentido de ocioso, imposible.

Y aún existe un tercer concepto inquietante en el título, el que a este diario de un año se le denomine «novela». Pero esta cuestión prefiero que sea el propio autor quien nos la explique. José Manuel, ¿tu libro, es diario o es novela?

 

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Al revisar lo que se cuenta en el libro, que no es precisamente poco, veo que es susceptible de ser organizado en tres tipos de asuntos. En primer lugar, los que aparecen con una frecuencia alta en las entradas del libro. En segundo, los que siguen un tratamiento consecutivo en el curso de la lectura. Y en tercer término los que son tratados de modo singular en un único fragmento de las más o menos mil entradas que tiene el volumen.

Las del segundo tipo son evidentes en los viajes, pero también en algunos problemas domésticos que no siempre se solucionan en un día, como el nido de abejas que se formó en un hueco de la persiana del balcón. Y que deja abejas sueltas por la casa durante casi todo el libro.

Más interés crítico tienen las otras dos modalidades de asunto, la constante y la fortuita, porque andan de la mano en todo el conjunto. Los asuntos que se repiten son, a su vez, también de dos clases diferentes. Por una parte, aparecen los que se relacionan con hábitos cotidianos, como las muchas y diversas anécdotas del viaje en autobús al que casi a diario sube el protagonista de este Año sabático y podrían haber formado un libro por sí mismo, una suerte de Viaje en autobús de línea en la estela del que escribió uno de los maestros de Benítez Ariza, Josep Pla. O las constantes referencias al clima o a las características de la estación en la que se escribe, que también darían para un pequeño tratado sobre la materia. Pero hay otro tipo, más interesante, de asuntos recurrentes, que son los temas que atraviesan el libro de principio a fin. Los más relevantes son la conciencia del envejecimiento y las reflexiones sobre el oficio de escritor, por una parte, la crisis económica y las librerías, especialmente las de viejo, por otro. Y en un apartado menos específico, pero más lírico: las poéticas, el recurso a la memoria y la auto-ironía, es decir, la afición a descubrir el humor que se oculta en múltiples situaciones, pero con uno mismo como sujeto de la chanza, no los demás. Lo significativo de este recuento de asuntos no es el listado en sí mismo sino el modo de relacionarse unos con otros, especialmente los tipos primero, el constante, y tercero, el fortuito. Ese cruce de los motivos de fondo con los motivos circunstanciales crea la trama novelística del diario y es la puerta de entrada al efecto de adicción que provoca la lectura de este libro, que felizmente no se acaba enseguida. El epicentro de esta conjunción galáctica de asuntos es un personaje principal o eje de la galaxia, el yo que escribe, en cuyo ser no cesa el lector nunca de adentrarse mientras el yo va narrando infinitas peripecias; no suyas, sino de la vida real. José Manuel, ¿qué aspecto de tu vida en los años de escritura del libro decidiste no contar?

 

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En la coda a una entrada escribes: «Todo esto sucedió el jueves pasado. Lo anoto antes de que se me olvide. La memoria de uno tiene mucho, también, de mapa hecho de parches». Otro cruce interesante del libro es el que se produce entre el mapa y el parche. No está lejos este Año sabático de la metáfora cartográfica. Hay una profunda unidad en el dibujo, que procede de la marca de un estilo literario cuajado en una obra extensa y generosa en cuanto a géneros y registros, que son también los que utilizas mezclados en el conjunto, hay piezas de brillante narrativa, otras de sobrecogedora poesía y múltiples de lúcido ensayo, tanto literario como filosófico o histórico. Pero, por otra parte, el conjunto no deja de ser una monumental costura de parches. Cada uno del millar de textos que lo forman, desde los que ocupan pocas líneas hasta los que se extienden por varias páginas, no deja de ser un parche que el lector, sin embargo, lee como una pieza única, como mapa de un mismo territorio, como parte de un único traje sin ningún remiendo. José Manuel, ¿qué papel ocupa Año sabático en el conjunto de tu obra, que recuerdo ahora a vuela pluma: 14 títulos de poesía, 5 novelas, 4 compilaciones de relatos, 7 libros de ensayo y otros 7 de géneros diversos, diarios, aforismos... ? ¿Es un libro más o le otorgas un protagonismo especial?

 

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Este Año sabático lo publica Polibea, una entrañable editorial independiente, dirigida por Juanjo Martín Ramos, a quien le encanta acompañar a sus autores, le hemos escuchado presentar a sus autores desde esta misma silla en múltiples ocasiones. También estaba previsto que lo hiciera hoy, pero se ha interpuesto una fortuita confabulación de fechas y no ha sido posible, aunque desde el principio del acto tengo la impresión de que Juanjo nos acompaña, con los ojos pendientes de todo lo que decimos y sin ahorrarse ni una sola sonrisa en el camino. En las solapas de Año sabático aparecen enumerados los dos últimos títulos de libros en prosa que he publicado, curiosamente, también dos diarios. He de confesar que mi poética, que siempre he sentido muy próxima a la tuya, aunque la formulara con términos opuestos, como voy a hacer ahora, llegaba al diario después de varias décadas de escritura huyendo de reflejar, como principio literario inalterable, cualquier aspecto autobiográfico. El diario no ha sido para mí una capitulación, sino una necesidad de regeneración, de escribir en un género que nunca había practicado. Se da la coincidencia de que este magma diarístico tuyo, el primero con esta potencia de escritura autobiográfica, llega en el mismo momento de tu bibliografía que en el mío, porque más o menos hemos publicado un número muy parecido de libros y además en las mismas editoriales. Pero la diferencia es que tu poética ha sido, desde el principio, autobiográfica. Es decir, el germen diarístico está en tu poética desde el inicio, pero has esperado cuarenta años de vida literaria para permitir que germinase. De hecho, mientras escribes el diario trabajas en una novela biográfica que retrate tu experiencia juvenil en el Madrid de la Movida. En la página 654 incluso conviven ambas escrituras, la que reconstruye el pasado y la que huele el presente: «¿Quién sabrá dilucidar que esos elementos, incrustados en una historia sucedida hace varias décadas, provienen de esta tarde preveraniega de hoy?» José Manuel, ¿en qué se diferencia la poética de la escritura del yo en el pasado a través de la novela de la que se realiza en el presente a través del diario?

 

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En la página 656 esbozas una lúcida poética de la fotografía que me gustaría recordar ahora: «Fotografío vacíos, fragmentos de cuerpos o caras que no permite identificar a sus dueños. No sé qué persigo con ello. Distraerme, en principio, y adelantarme a la desmemoria, que solo respeta lo casual, lo fragmentario, la luz, los detalles inconexos. Miro y constato el olvido de todo lo que no está en mi mirada. Miro y hago espacio para todo eso que no está». Es curioso porque en la escritura del diario parece que estés haciendo lo opuesto que cuando fotografías, contar el argumento de la vida, dar personalidad a las personas anónimas que se cruzan contigo, construir la casa de la memoria para que albergue los matices que el tiempo, con su lluvia persistente, reblandece y acaba por arrancar. Pero en el fondo, y quiero volver al principio, es la misma poética capturar lo que huye y desmoronar lo capturado. José Manuel, ¿no será que llenamos la escritura de escritura para acentuar su vacío metafísico, no será que vaciamos las imágenes de imágenes para comprender la escritura? No es una pregunta para que la respondas, sino para que nos cuentes algo sobre lo que no se me ha ocurrido preguntarte.

 

7

El texto que he citado en mi intervención anterior arranca con una idea interesante, que necesito citar ahora: «En ciertas ocasiones festivas soy básicamente un espectador. No sé hacer otra cosa.». Tendrás que disculparme, hoy no te he permitido que seas un mero espectador, aunque sé que en este momento estarías más a gusto sentado ahí delante y asistiendo a la presentación de tu libro por su autor. Y posiblemente también a mí me encantaría estar viendo en este momento al presentador, y afeando todos sus defectos, en lugar mirar cara a cara a los espectadores y aceptar el juicio de sus miradas. José Manuel, en la escritura, en tu escritura, ¿qué prefieres ser actor o espectador?




 


miércoles, 25 de septiembre de 2024

Lorenzo Gomis, el visionario que miraba hacia atrás




EL CIERVO Nº 807. Septiembre-octubre 2024. Pág.13