Los manuales de guion
cinematográfico al uso señalan que el primer encuadre de la película ha de señalar
ante el espectador el protagonista. No sé si los novelistas ven muchas
películas, o son los lectores los aficionados, pero esta parece una idea que haya
calado también en la narrativa. Por ello el lector de Os contaré la verdad acaba agradeciendo que el autor, el poeta y narrador
Fernando Sanmartín (1959), le engañe. Le presente en el primer capítulo un
personaje, como si fuera el protagonista, que a su vez va dando pie a la
aparición de otros personajes hasta que, sin verlo venir, en el primer tercio
de la narración, uno de estos, en apariencia un secundario más, se convierta en
el epicentro de la historia. Esta presentación retrasada es el primer indicio
de la complejidad de una novela en apariencia tan cristalina. En la estructura
temática, que sobrevuela a la argumental, la condición de protagonista solo aparece
cuando uno de los personajes que desfilan por las páginas de repente encarna un
conflicto de verdad (la verdad que
anuncia el título). El fractal de personajes se detiene y la novela cambia de
ritmo: en lugar de avanzar horizontalmente, de nombre en nombre, lo hace ahora
verticalmente, ahondando, en la protagonista, una mujer segura de sí misma que
de repente descubre que comparte dos seguridades incompatibles entre sí.
Después
de un desarrollo en el que se asiste al crecimiento de la protagonista en el
relato, el final vuelve a situarse a la altura del inicio. Contagiado el lector
de la intriga contradictoria, se le anuncia un desenlace que promete una alta
tensión emocional. Pero en lugar de encaminarse hacia él, Sanmartín con
maestría lo demora, lo enmaraña y convierte de nuevo lo argumental en
conceptual (igual que el inicio solo había arrancado tras bastantes páginas
cuando aparece lo temático sobre la estructura), un final que de modo magistral
le sustrae al lector el interés por la trama para entregarle una reflexión casi
filosófica de la realidad: la esencialidad humana de lo contradictorio. Lo que aparta
Os contaré la verdad de ser una fábula
filosófica es que ambos procedimientos técnicos estructurales, al inicio y al
final, son esencialmente narrativos y potencian la narración con la característica
intrínseca del relato: la importancia que tiene el cómo se oculta lo que se cuenta en el grado de intensidad de lo
contado.
La
prosa de Fernando Sanmartín, diáfana y armoniosa como pocas en la narrativa
actual, contiene en su interior otros libros de los géneros que le son también propios,
la poesía y la escritura memorialista. Los capítulos están trufados de pequeños
excursos poéticos que surgen cuando el narrador alude a cualquier circunstancia
narrativa. Pondré un ejemplo. Se cuenta que uno de los personajes había comprado
en una subasta dos cartas del pintor Joan Miró. Y a continuación la narración
se ensimisma en la circunstancia y conduce su reflexión desde lo real a lo
poético en apenas cuatro líneas: «Escribimos más cartas que antes, cartas en
forma de wasap o de e-mails, cartas
con palabras que son bombonas de submarinista, cartas que reflejan la luz en un
muro o un bosque con niebla». Existe una colección completa de poemas en prosa
engastados en la novela. No es lo único inserto en la prosa. Hay también otra
colección de preciosos aforismos: «La frustración puede transformarse en
armonía». También algunas greguerías magníficas: «El hospital es un taller de
reparaciones». Prosas (o poemas) dentro de la prosa. Porque la narración ha de
tener esa doble dimensión (cada vez más olvidada) de contar y al mismo tiempo recrear
la lengua.
De
la escritura memorialista existen también trazos muy claros en Os contaré la verdad, y tienen que ver
sobre todo con París, la ciudad donde transcurre la acción. La ciudad es la
otra protagonista de la novela. Y al margen de la pequeña colección de lugares parisinos
que se describen desde un punto de vista vivencial y casi diarístico, lo significativo
es el tratamiento narrativo del espacio. El lugar no puede ser un mero contexto,
ni tampoco un acopio de descripciones decimonónicas. El espacio es el modo de
temperar el clima de la novela, de reflejar el mundo de los personajes sin que el
narrador necesite dar explicaciones como si fuera su psicólogo, y, sobre todo, de
crear complicidades con el lector, sin que el lector se dé cuenta de que un
desconocido le está paseando por el interior de sí mismo, aunque nunca haya
estado en París.
[Inédito]
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