Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 26 de marzo de 2011

CRÓNICA DE LOS PECES ASUSTADOS. «La posesión del humo» (1997), de Violeta C. Rangel

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«En literatura, sólo lo salvaje nos atrae. El aburrimiento no es sino otro nombre de la domesticación». Esto es lo que decía, siempre que tuvo oportunidad de hacerlo, Henry David Thoreau (1817-1862), inspector de ventiscas y diluvios. El azar de los encuentros furtivos que los libreros favorecen sobre las mesas abarrotadas de sus locales tal vez acerque el libro donde está anotada esta frase —Caminar, editado por Árdora—, al libro que firma Violeta C. Rangel, prostituta y toxicómana en Barcelona. Incluso hasta parece que exista alguna relación entre ambos.
Para Thoreau la verdadera literatura salvaje estaba por escribir: «¿Dónde está la literatura que dé expresión a la Naturaleza?» Porque sólo la naturaleza salvaje de los bosques y de los prados puede ofrecer ese matiz innovador frente a la literatura domesticada y civilizada que produce la sociedad. Y está aún por escribir porque la literatura «abunda en amor cordial por la Naturaleza, pero falta Naturaleza propiamente dicha». No hay nada, por lo tanto, que delate una relación entre el inspector y la prostituta, ¿o quizá sí?
Siglo y medio después de Thoreau ni la naturaleza propiamente dicha posee esa cualidad levantisca, encerrada como está en parques naturales y reservas. Todo parece sociedad y ese espíritu inclemente y turbulento pasó, ya desde Baudelaire, íntegro a la ciudad; de ahí que las frases de Thoreau no servirían para presentar a un poeta de la naturaleza y sin embargo describen exactamente lo que pretende La posesión del fuego: un libro que busca ilustrar la sociedad salvaje desde dentro, es decir, la Sociedad propiamente dicha, parafraseando a Thoreau. Violeta C. Rangel es la metáfora de esa pretensión.
Quien mejor supo expresar ese lado salvaje de la sociedad fue Pessoa a través de la creación de Álvaro de Campos y del diálogo con la naturaleza de Caeiro. Violeta le debe a Álvaro de Campos cuanto la sostiene como concepción literaria, y en este sentido cabe incluirla en la estela heteronímica, poco nutrida puesto que Pessoa agotó casi todos sus caminos. Sin embargo en un momento como el presente, donde importa más la filiación del gesto artístico que el ir más allá de lo conocido, la sombra del ingeniero cosmopolita tiende a realzar los claroscuros de Violeta.
El paso del tiempo, no obstante, siempre logra dar la vuelta a aquello que parece idéntico. Álvaro de Campos sólo logró publicar en revistas que sufragaba su creador, quien al final de su vida consiguió un modesto premio con los poemas menos salvajes (por decirlo así) que había escrito. El primer libro de Violeta, por el contrario, ha logrado un premio con dotación millonaria y se publica con el logotipo de un Ayuntamiento regido por el partido menos salvaje (por decir así más conservador) de la España de hoy. Paradojas sucesivas del viejo y seductor grito de Thoreau: En literatura sólo lo salvaje nos atrae. ¿También a ellos?
La posesión del humo es un libro bien trabado desde el punto de vista de la ficción narrativa (que como género poético resulta a veces estimulante): el argot de lo que tan pleonásticamente se llamaba bajos fondos, su ornamentación degradada, el paisaje humano tan deshumanizado, las conversaciones —es decir, deseos e ideología—tópicas de los márgenes, el presente como referencia dominante y casi única en la imaginería del poema... todo ello aparece bien ensamblado en la construcción narrativa del libro, que consigue algunos momentos narrativamente brillantes: el poema «Tatuaje» o alguna comparación feliz: «y oigo el mar cercano y hueco / como aspas de un ventilador».
¿Y la poesía?, se puede preguntar también. La poesía, como género, está en el verso medido y blanco. ¿Y, entonces, la lírica? La lírica no es una baza que desprecie quien ha creado la metáfora de Violeta C. Rangel. No resulta propósito sencillo encerrar un estremecimiento lírico en una trama tan ásperamente narrativa. En la mayoría de poemas ésta prevalece. En ocasiones, sin embargo, lo lírico consigue sobrevivir: «La noche deja en la ventana una luz calva, / un olor a engrudo y sólo queda el río, / ese río de peces asustados.» Todo lo que en el libro suena a río de peces asustados, y no es mucho pero algo es, se salva de ser novela.
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Clarín nº 16, Julio-Agosto de 1998
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