En enero de 1996, cuando apareció el
primer número de Clarín en los kioscos, faltaban pocos meses para que cumpliera
36 años. Casi los mismos meses que faltan ahora, tras la publicación del último
número de la revista, para que cumpla los 63. Aunque ambas edades compartan la
expectativa de los mismos dígitos, no son la misma edad. En 1996 apenas había
publicado tres de los treinta y cuatro títulos que aparecen mencionados en la
página de Wikipedia con mi nombre. Es decir, la vida de Clarín se ha
desarrollado en perfecta sincronía con mi vida de escritor, que no sé si se
habrá acabado también al mismo tiempo.
Hay
dos versos de Charles Baudelaire, donde compara la velocidad a la que cambian
las ciudades con el corazón inmutable de los mortales, que suelen citarse con
frecuencia en estos casos. Pero cuando echo la vista atrás, hacia los inicios
de Clarín y de mi obra, prefiero evocar otro verso y medio del mismo poeta: «Paris change! mais rien dans ma mélancolie /
N’a bougé!», que en dos versos castellanos podría traducirse como: «París
habrá cambiado, pero en nada / ha transformado mi melancolía».
Paris chage. Desde luego. Baste pensar
que la primera colaboración que envié a la revista la escribí a bolígrafo en un
cuaderno, ahí la corregí y posiblemente la tuve que reescribir en otra página
para tener un borrador más claro. Luego la tecleé con mucho cuidado en mi Tippa
S de entonces, tras enroscar dos folios —con una hoja de papel de calco en
medio para poder conservar una copia— en el carro de la máquina de escribir.
Cada error en una tecla suponía machacarlo con una hojita de típex hasta que
desapareciera y pudiera teclear la letra correcta en su lugar. Si la
equivocación era de más de una palabra, valía la pena sacar los folios y
empezar de nuevo con otros limpios. Luego había que ensobrar la hoja, timbrarla
y buscar un buzón de confianza en la zona. O caminar hasta la estafeta. Y
esperar dos semanas a que el director de la publicación respondiera en otra
carta que la colaboración había llegado a su destino. Hoy, si yerro en las
teclas me da igual, porque el propio programa informático me lo corrige, a
veces sin que me dé cuenta. Y unos segundos después de que considere el
artículo acabado, ya está en la sede de Clarín en Oviedo. Y si cuando se
publique aparece una errata, sé que no es del tipógrafo, sino mía.
Antes
tenía a mano una batería de diccionarios y enciclopedias para comprobar
cualquier significado o dato en el que dudase. Hoy, están arrumbados todos en
una caja a espera de ningún destino. Antes un libro era siempre un artefacto de
papel encuadernado e impreso en tipografía, hoy cualquier libro se puede leer
en múltiples soportes que ya nada
tienen que ver con el papel. Antes solo se podía hablar por teléfono en casa o
en una cabina, hoy llevamos el teléfono en el bolsillo, o en la mano si estamos
en bañador. Antes contábamos los valores en cientos y miles de pesetas y ahora
lo hacemos en unidades y decenas de euros. Los eventos consuetudinarios de 1996 y de 2022 no tienen nada que ver
unos con los otros. Parecen decorados de película de géneros diferentes. La
revista ha transitado por el interior de una transformación en las costumbres
cuya dimensión está aún por comprender, y hasta hoy había resultado indemne.
N’a
bougé! (nada se ha movido). En qué consiste la
melancolía de entonces y de ahora resulta más difícil de determinar, porque ya
no es un decorado, sino el río subterráneo de las convicciones. Recuerdo con
precisión que aquello que más aplaudí de Clarín en el número inaugural era su
estética pobre, a la que ha seguido fiel durante décadas. Impresión en blanco y
negro, protagonismo del texto sobre la imagen e ilustraciones de
acompañamiento. No era el modelo de las revistas de los 90, lanzadas hacia el
delirio del color, la hipérbole del diseño y el sometimiento del texto a la
diagramación más estrambótica. Clarín propuso desde su inicio una maquetación
elegante y sobria, y en ella se ha mantenido, navegando sobre modas y
naufragios. Este punto de serenidad, discreción y, sobre todo, afirmación del
valor de lo escrito coincide con mi manera de pensar la vida y cada
colaboración que he publicado en la revista me ha arrancado un suspiro de
alivio por la certeza de que hay algo que permanece.
Otro de los aciertos programáticos de la revista ha sido, a lo largo de
los años, su carácter heterogéneo. El propósito inserto en el subtítulo, que la
presenta como «revista de nueva literatura» se ha ceñido a la literalidad: el
ir incorporando como colaboradores a las nuevas generaciones de escritores, cuyo
emblema es el cierra del número 162 con la participación del hijo de uno de los
colaboradores de Clarín en el primer número. La dirección de la revista se ha limitado
a aceptar o no aceptar la calidad de los intereses, impulsos, inclinaciones y
afectos cambiantes al paso de las diversas generaciones, sin otras tentaciones
de intervención. Ha permitido que respirase el tiempo presente en cada uno de
los momentos de estas casi cuatro décadas.
El resultado de la vida de Clarín no es
la firmeza de una indeleble melancolía (por
usar la palabra de Baudelaire), sino el incesante relato de la construcción, página
a página, de un ámbito de pensamiento. En mi caso, si repaso el índice de mis
colaboraciones, me sorprende hasta qué punto lo que refleja es el perfil exacto
de la construcción de mi mundo literario. Empecé, en Clarín, con las
indagaciones sobre el sentido que ocupaba el espacio en la imaginación
literaria (en las experiencias de Lisboa y Petra o en los motivos
característicos del paisaje urbano), seguí con el descubrimiento, al tiempo que
los descubría, de autores que han resultado esenciales en mi formación, como
José María Fonollosa, Tomas Tranströmer, John Berger, Gabriela Llansol, César
Martín Ortiz, Georges Bataille, Néstor Sánchez… En la historia de Clarín están
incluidas las interpretaciones que fui dando al fluir poético en el momento en
el que este emergía, como el estudio sobre el «yo sociológico» o las relaciones
con el poder. Y ha acabado, en la última época, recogiendo las páginas más
determinantes de mi diario, que lo ha sido más de breves ensayos para leer en
el autobús que de confidencias personales. En la lista de mis setenta y nueve
colaboraciones en la revista (diecinueve artículos, sesenta reseñas) han
quedado reflejados con exactitud los rasgos esenciales de mi autorretrato
literario, del mismo modo que en el conjunto de las colaboraciones de Clarín a
los lectores que lo busquen en las bibliotecas les aguardará el retrato, trazado
instante a instante, de treinta y siete años en la vida intelectual y literaria
de este país.
Catálogo de la exposición «La Revista Clarín y la nueva literatura». Págs. 19-20
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