Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 29 de mayo de 2010

Contra la fragmentación, el cosmos; contra la cosmología, el sexo. Dos libros de Eduardo Moga


Las horas y los labios. DVD poesía, Barcelona, 2003

Historiadores y antropólogos han mostrado cómo diversas civilizaciones antiguas buscaron acompasar sus ciudades —su vida cotidiana— con el cosmos. Ya fuera desde la racionalidad romana, cuyo plano proporcionaba al viandante una orientación segura; o desde la irracionalidad de los poblados mayas, exacta imitación del caos celeste. Hoy la presencia del universo en la vida moderna no pasa de algún entretenido reportaje de televisión que nadie ve; quizá por eso sorprendiera tanto que en 1995 el Premio Adonáis celebrase un libro como La luz oída en el que Eduardo Moga (1962) se remontaba al caos cósmico primigenio para dar cuenta de las cosas, aun de las más humildes, que nos rodean.

Esta mirada hacia el universo —no exenta de acentos metafísicos y acompañada por un denso irracionalismo verbal— que caracterizó los inicios de Moga, ha modificado, con el paso de los libros, su objeto de contemplación, que ya desde La montaña hendida (2002) —una meditación sobre los gestos del amor— y en especial desde este Las horas y los labios, se centra en el perímetro del ser humano. Este libro reúne en 30 poemas en prosa la jornada —un lunes laboral, 23 de mayo— completa y cotidiana del poeta. Ante un argumento así, que recuerda el río presocrático, las poéticas costumbristas al uso hubieran dado cuenta de la gota idéntica, cemento de una construcción racional que fija la realidad en moldes inamovibles; Moga, sin embargo, es capaz de imaginar esa realidad cotidiana como un enigmático devenir, como la pulsión de un organismo en incesante mutación. Sus descripciones son ejemplares; hasta los objetos más cotidianos tienen una respiración, un fluir y hasta una conciencia: «Troceo la patata. Oigo su silencio oblongo, cómo pestañea, la espesura amarilla de su resignación. La patata, torturada, me interpela». En suma, Moga concibe poéticamente la realidad inmediata como un auténtico cosmos en formación. El poso de una cosmogonía, como dicen que ocurría en la cultura maya, impregna de sentido atávico hasta el gesto más repetido.

En Las horas y los labios se entrecruzan tres planos. En el externo se encuentra esta realidad magmática cuyo movimiento endocéntrico busca imponer su ser al yo que la percibe («¿Es el delicado olor de los jazmines lo que reúne las partes de mi yo, lo que justifica, con su presencia grande, la decisión de ser yo?»). En el plano intermedio, Moga tiene el acierto de situar el flujo del pensar, lo que Bergson llamó stream of consciousness. Su movimiento claramente exocéntrico oscila en contacto con las múltiples interferencias en el yo de la realidad (desde los fragmentos de conversaciones propias o ajenas, hasta las mujeres que cruzan por los poemas como aquella memorable passante de Baudelaire), se adensa irracional o se irrita o se emociona o se cuestiona o se pronuncia. Este flujo es el del interlocutor en constante conflicto con el oleaje de lo real. En el centro, finalmente, se alza el yo a la exacta altura de su dolor y de su muerte, condiciones del ser, por un lado, y por otro a la medida precisa de su metamorfosis en escritura, en poema, organismo vivo y mutante, como la propia realidad.

Este yo, flanqueado por su muerte y su transformación en escritura, tampoco presenta un perfil uniforme. Es un yo en constante construcción y al mismo tiempo en constante disolución. Es un yo dubitativo en su certidumbre de la muerte y certero en las dudas que pronuncia: «¿Soy el que escribe o soy el texto?». Un yo sumido en un movimiento, que a imitación del cosmos y en contra del inmóvil pragmatismo , convive en cada gesto con el caos.



Soliloquio para dos. La Garúa, Santa Coloma de Gramenet, 2006. Ilustraciones de José Noriega

Una de las virtudes más apreciadas del arte es su capacidad de sugerencia erótica en la representación de objetos cotidianos. Esta cualidad de lo artístico sitúa lo carnal entre las aspiraciones más nobles del ser humano. Detrás de la cual siempre se advierte una mirada que ennoblece cuanto roza. No le resulta extraña esta reflexión a la poesía de Eduardo Moga. Sea en su vertiente cósmica, sea en su vertiente terrenal, la mirada erótica, celebratoria, sexual impregna sus versos.

Esta virtud del arte posee un rasgo inherente de sentido contrario: el despojamiento de todo sentido erótico y sexual en la representación del cuerpo desnudo. A la par de esta pérdida, el cuerpo desnudo se carga de un sentido trascendente y sagrado, a veces; existencial y lírico, en otras ocasiones, pero siempre va más allá de lo carnal, pues la mera representación erótica del desnudo condenaría a ilustración cualquier obra artística.

Este segundo aspecto explica la sensación que se experimenta ante las piezas pictóricas de José Noriega reproducidas en Soliloquio para dos. En su origen se trata de imágenes triviales, ¿existe algo más trivial que el recorte de una revista de contactos? Su función ni siquiera alcanza el grado de ilustración del deseo. Su intención es redundante: imágenes carnales con voluntad de despertar la carne. Sobre estas imágenes que aparecen «sin el otro en la mirada» —tal como las describe con clarividencia Tomás Sánchez Santiago en el prólogo— José Noriega ha realizado algunas pequeñas intervenciones pictóricas. Estos trazos inarmónicos sobre las imágenes triviales de repente las convierten en imágenes artísticas. Vale la pena indagar la razón de esta metamorfosis. Lo que ha hecho José Noriega ha sido despojar a estas imágenes eróticas de su erotismo. Y al desaparecer la función que las sostenía, de repente, la pintura sobre el papel permite entrar dentro de las imágenes y asistir a su existencia íntima. Es decir, contemplar lo que se contempla en ellas: el vacío que encierran. Su desolación.

Eduardo Moga ha realizado en su poema una transformación análoga, Hay que empezar subrayando que este despojamiento de lo erótico ante las imágenes seleccionadas por José Noriega es un objetivo explícito de Moga. Así lo expresa en el epílogo del libro: «Quien conozca mi poesía hasta el momento, sabrá de mi gusto por el vocabulario carnal y la metáfora amatoria… Pues bien, Soliloquio para dos elude deliberadamente ese ámbito y se vuelca en su opuesto: el diálogo con lo inasible». Moga no podía expresar con mayor lucidez la doble condición del erotismo en el arte: ennoblece cuando no está en el objeto, y degrada cuando se convierte la obviedad en su fin.

Ahora bien, ¿por qué esta serie de retratos de cuerpos desnudos ha de desembocar necesariamente, dentro un poema, en un diálogo con lo inasible? Puesto que la mayor parte de las imágenes reproducidas dejan al aire lo que normalmente se lleva tapado, cabe denominar a estas imágenes triviales «exhibicionistas». Se podría matizar diciendo que la distorsión no está en mostrar el cuerpo, sino en la ausencia del otro a quien se le muestra. Un cuerpo desnudo no se exhibe ante otro cuerpo desnudo. Compartir desnudo deshace la exhibición; crea su opuesto, la intimidad. Pero estos cuerpos aquí reunidos carecen de otro. Se exhiben. El trabajo artístico de José Noriega ha consistido en crear el otro, en convocar con su trazo una mirada, y al mirar esa mirada la exhibición pierde sus argumentos. Accedemos directamente a la intimidad de ese cuerpo. Y es su intimidad la que encarna la desolación.

A lo que Eduardo Moga da voz en su poema es exactamente a esta intimidad recobrada tras la exhibición. Si el Otro, y escribo ahora Otro con mayúsculas aunque bien podría decir Dios, es decir, sin Dios que, en función de Otro, nos ampare con su intimidad, nos acoja en su intimidad, nos haga sus iguales en desnudez ante el tiempo y el destino, sin Dios, el ser humano pasa a ser una mera exhibición. Como esas fotografías recortadas de una revista de contactos. Somos cuerpos que se exhiben. Es decir, sólo tiene existencia lo que tiene exhibición.

Otra de las virtudes del arte es su capacidad para convocar en nosotros la mirada del otro. Para recobrar la intimidad perdida. Exactamente la intimidad que se ve al mirar las imágenes intervenidas por José Noriega. Desde esta intimidad Eduardo Moga ha iniciado la escritura de su poema: «Dime, alma, qué cincel has empleado / para que sea yo tu forma, / qué sombra subyace en mi sombra, / o qué memoria soy, qué invertebrada / conciencia.» En esta primera estrofa del poema se nombran las dimensiones de la intimidad recobrada: memoria y conciencia. Y se nombra directamente al otro que nos proporciona esa intimidad: «alma». El alma ha sido, desde el platonismo, la mejor compañera del ser humano, de ahí que esta ideación pagana le resultara tan útil al cristianismo. La función primordial del alma ha sido siempre evitar que el ser humano derive hacia la mera exhibición de sí mismo. El alma es la mirada del otro que se refleja en nuestros ojos y comparte nuestra desnudez. Es nuestra intimidad. O mejor: lo ha sido durante siglos.

La cuestión fundamental que se plantea Eduardo Moga en su poema es la siguiente: después de haber quedado todos a expensas del exhibicionismo, desheredados de la mirada del otro que compartía nuestra desnudez metafísica y nos proporcionaba intimidad, cuando el arte nos ayude a recobrar esa intimidad perdida, ¿recobraremos también la vieja compañía, la mirada que emergía de nosotros mismos para mirarnos a los ojos? Esta es la pregunta clave. ¿Recobraremos con la intimidad que nos acoge en el arte el alma que nos acogía antes de la pérdida?

La respuesta son los cuatrocientos versos de este poema que arañan un cristal, describen un vacío y hablan de una desolación, la de concebirse desposeído del alma. Y en este punto, justamente en este punto, aunque hayan transitado caminos artísticos diversos, convergen imágenes y palabras, José Noriega y Eduardo Moga en un solo libro para dos géneros, un solo título para dos artistas, en una única obra para dos obras.

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El Ciervo nº 634, enero de 2004 / Caravansari nº 2, febrero de 2008
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