La
asociación de escritores, ACEC, organiza una sesión técnica sobre blogs. Un
encuentro con técnicos. Un especialista en el mundo digital y un informático.
Una buena idea. Acuden escritores que, la mayoría, como yo, contamos ya con un
blog. No se trata, advierten, de hablar de contenidos. Cada autor decide su
propio contenido, sino de la difusión de esos contenidos a través de la red.
Una parte de la conversación se la lleva el debate cocacola-pepsi de los blogs.
¿Blogger o Word Press? Imagino fácilmente a Hamlet ante la calavera de su obra
literaria sin saber qué plataforma elegir.
Los técnicos nos explican las técnicas que
existen para posicionar —la palabra es fea, pero adecuada a la fealdad del
concepto— nuestros blogs. Para lograr que se divulguen entre un mayor número de
personas, es decir, que aumente la cifra del contador de visitas. La cifra del
contador de visitas es un plagio inocentón de las cifras de ventas de las
novelas. Los novelistas se retan a miles de ejemplares, sabiendo que cada
unidad significa un euro y pico en sus bolsillos. Es un reto con sentido. El
dinero siempre le da sentido a creencias y virtudes. También, claro, a los
valores literarios. El problema de los blogs es que su cifra de contador de
visitas no significa absolutamente nada. No tiene sentido. Basta que se
contraste con las búsquedas de Google que han conducido hasta un blog para
darse cuenta de que hay visitas que restan en lugar de sumar.
Me llamó la atención —aunque tal vez solo
fuera una impresión subjetiva— que todos los escritores presentes estuvieran de
acuerdo con el principio de que un blog debe tener el número más alto de
visitas posible como indicativo de la divulgación de sus contenidos. De hecho,
tal vez yo mismo, que no me quejé ante esta idea en público, también parece que
asienta.
Pero el caso es que pensé que todos creían
interesante tomar nota de los sistemas que aumentan las visitas al blog. Este
es uno de los aspectos que más me llaman la atención de la rápida expansión de
los mecanismos en red relacionados con la literatura, fomentan las actitudes
técnicas acríticas. El lema es: si tal procedimiento técnico aumenta la
divulgación de mis contenidos, hay que ponerlo en práctica. El escritor así, y
de partida, se convierte en un ser con dos personalidades, la que escribe y la
que divulga. Divulgar requiere procedimientos técnicos propios de la venta de
productos. Que sea gratuito el producto que vende no impide que el
procedimiento empleado sea propio del marketing. Pensar en términos de
marketing no es pensar como un escritor, creo. Es pensar con otra personalidad,
acaso opuesta. Así que el escritor debe escribir y luego debe realizar otras
tareas para enviárselo al lector: ha de etiquetarlo concienzudamente, enviar
boletines anunciándolo, colocar enlaces en las redes sociales… Con
posibilidades de sofisticación: conocer a través de una aplicación informática
si el receptor del boletín lo llegó a abrir o lo mandó a la basura intacto. Ha
de posicionar —segunda vez que uso esta palabra… en toda mi vida— lo escrito en
los motores de búsqueda, llegar hasta el público potencial, fidelizar a quien
aparece por el blog despistado… Todas estas acciones me dio la impresión de que
se consideraban moralmente buenas a priori. Sin siquiera debatirlas. Es más, me
pareció que esta es una característica de la red. Quien la asume, lo asume.
Es posible que los tiempos exijan esa doble
personalidad del escritor: que escriba y que divulgue. También se lo piden
ciertos editores de libros, sobre todo si le otorgan un premio cuantioso. Lo de
cuantioso podía explicar, sin embargo, la dedicación posterior a la promoción,
incluida incluso en las cláusulas del contrato. De hecho, me doy cuenta también
de que dispongo de datos que parecen corroborar esta exigencia de los tiempos.
Los autores más activos en la autopromoción de su obra se convierten pronto en
escritores conocidos. Y los sistemas de aumentar visitas funcionan. He probado
uno, el más discreto; he colocado un enlace en una entrada de Twitter, e
inmediatamente he comprobado que las visitas al blog se multiplicaban por
cuatro. Es decir, no solo es una creencia técnica con la que asienten los
escritores de blogs, da la impresión de que es la sociedad la que cree que las
cosas han de ser así. Que los escritores han de divulgarse y autopromocionarse.
Que la sociedad solo está atenta a las promociones, como esos consumidores que
acuden al supermercado solo con vales de descuento. Es posible que todo esto
sea así. Pero, ¿existe posibilidad de disidencia?
No la mía, desde luego. Sería aún más
pretencioso que querer tener más visitas en el contador desear ser un
disidente. Simplemente no me he sentido nunca cómodo realizando tareas de
marketing. Y desde luego, aborrezco unir las tareas de escritor y de
publicista. Desde el principio desconecté en mi blog los comentarios; etiqueté
con menciones de género literario, no de contenido (en este caso con
convicción: estoy seguro de que dividir la literatura en temas acabará con
ella); no he anunciado, enviado, colocado enlaces ni notificado la aparición de
entradas en el blog nunca a nadie. Conforme los técnicos iban explicándonos las
técnicas para divulgar un blog veía con mayor nitidez mi acierto. Las detecté
todas. Todas las utilicé, aunque en sentido opuesto.
No sería cierto, sin embargo, si dijera que no
me interesaban las visitas al blog. Las he anotado regularmente desde el principio
y he estudiado su evolución. Es más, con los datos de entradas de unos diez
blogs de diferentes dimensiones durante varios años he detectado incluso la ley
a la que responde la sorprendente regularidad en la frecuencia de consultas. En
un cómputo anual de visitas, las diferencias mensuales reales no superan el 10%
de la media aritmética mensual. Es decir, si un blog tuviera 1.200 visitas
anules, mensualmente habría recibido una cantidad que oscilaría siempre entre
90 y 110 visitas, es decir, sin altibajos. Me pregunto, entonces, qué es lo que
me aconsejó apartarme de las técnicas que aumentaban algo por lo que mostraba
interés. Y voy a tratar de respondérmelo.
El escritor y el lector forman un binomio
natural en la persona que ama la literatura. De hecho, el lector es siempre
anterior al escritor, y lo natural es que sea el lector quien forme la imagen
ideal de escritor que el escritor desee desarrollar. Como lector he valorado
siempre el descubrimiento. La búsqueda en la tiniebla. El encuentro fortuito.
Cuanto más personales búsqueda y encuentro, mayor sensación de descubrimiento.
Leer es trazar mediante lecturas un camino que no ha recorrido nunca nadie
antes. Es combinar en el laboratorio alquímico de la mente humana estilos y
universos diversos que al entrar en relación entre sí crean un itinerario
lector personal y único que se convierte en un criterio. El criterio con el que
lee un escritor acaso sea su más fiable seña de identidad. La convencionalidad
en el criterio lector es una enfermedad de la misma familia que la de pensar
mediante tópicos. Es posible que hoy no se considere ni al tópico ni a lo
convencional enfermedades, sino virtudes sociales, pero uno es como ha sido
siempre, no como le tocaría ser ahora. En esta visión del lector como explorador
y de la lectura como descubrimiento se ha forjado la idea de escritor con la
que escribo el blog. Y para que un lector ideal pueda descubrirlo un día, el
escritor que soy resulta incompatible con la tarea de divulgador de sus
contenidos. Ha de ser exactamente todo lo contrario. Ha de ocultar lo que
escribe. Ha de esconderlo para que si aún existen lectores que amen descubrir
sus lecturas, puedan (o no) algún día encontrarle. Pero encontrarle ellos, los
lectores; no los motores de búsqueda, ni los boletines con enlaces, ni los
anuncios en vallas publicitarias de las páginas colectivas. Ha de estar en
línea, pero ha de ser un solitario en las redes sociales.
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