Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Improvisación generacional tras la lectura de Raquel Casas Agustí



No sé si los músicos de jazz que se quedan en el local después de la actuación tocando entre amigos luego, al día siguiente, se sientan a escribir las notas que la noche anterior aparecieron de modo improvisado. Tampoco yo pensaba hacerlo, incluso lo argumenté: «Hay cosas que se pueden decir —dije— y suenan bien, pero  no estoy seguro de que se puedan escribir». Ocurrió en una presentación virtual (como la mayoría de lo que ocurre en el presente) de la traducción al castellano de La dona bilingüe (La mujer bilingüe), un libro de la poeta Raquel Casas Agustí que acaba de publicar Bartleby. Me cedieron la palabra, no tenía nada que decir, quiero decir, había redactado en el volumen un prólogo de seis páginas —1.548 palabras— y no me apetecía repetir lo que ahí estaba escrito. Así que dije que iba a improvisar unas impresiones de lectura menores y lo hice. Y a la mañana siguiente, o unos días después, me he sentado a ponerlas por escrito, como haría un músico de jazz comprometido con su instrumento.

         Al margen de las lecturas críticas, concretas, que tenga un libro, siempre cabe hacer otras más, digamos, etéreas. A mí me gusta mucho leer los libros desde el punto de vista generacional. Y es la lectura que improvisé. Raquel Casas nació en 1974 y pertenece a la generación siguiente a la mía y su libro deja infinidad de pistas de cómo fue creciendo a partir de diferentes diálogos con todas las tradiciones que quiso hacer suyas, y también dentro del contexto de historia literaria en el que le tocó ser una poeta joven. También yo lo fui, poeta joven, hace mucho. Pero aún recuerdo el muro que se alzaba frente a mí cuando levantaba la vista. Se llamaba culturalismo, y a la que uno estiraba el cuello encontraba un alambre espinoso por encima denominado experimentalismo. Tuvimos que saltarlo, claro, y una parte de mi generación encontró al otro lado un grupo de poetas que les regalaron la experiencia de la realidad, la inmediatez cotidiana y la transparencia de su lengua poética. Y ahí empecé a encontrarme a mí mismo.

         Pero el muro con el que se encontró Raquel en sus inicios era diferente. Lo había alzado mi generación al convertir la herencia recibida en un ensimismamiento biográfico, formal y conceptual que colmaba a los naturales de esa edad (y aún los sigue colmando, por lo que voy leyendo), pero que poco podía ofrecer a los jóvenes nacidos en las décadas siguientes. Si Raquel, y sus coetáneos, saltaban ese muro, lo que les aguardaba, el muro culturalista-experimental, carecía del menor interés. Y si lograban saltarlo, corrían el riesgo de encontrarse con el primer muro.

         En La mujer bilingüe, que es un libro central, de madurez, se observa bien qué ha hecho su autora con las herencias. No se percibe, a primera vista, que haya saltado muro alguno, pues no pertenece a una generación cuyos libros parezcan reivindicar revoluciones estéticas, e incluso se diría que anda cada cual por su camino (sin que se sepa bien si es porque es así o porque nadie se ha preocupado en determinarlo). Pero, conforme se intensifica la lectura, se advierte que este libro está ya al otro lado de ambos muros, el del ensimismamiento biográfico y el del culturalismo. Sin saltarlos. Parece escrito desde un sujeto poético biográfico, pero los datos lo contradicen. En primer término, se constata una amplitud del campo temático notable. La esfera lírica con frecuencia se ensancha, rebasa sus fronteras y el lector está ante asuntos sociológicos (doy a esta palabra solo un sentido impresionista). Tampoco se trata de una poesía que apueste por la lectura crítica de su sociedad, como sí parece que quiere la generación siguiente, simplemente asume preocupaciones en la órbita de lo personal y en la órbita de lo social, y va de una a otra con una naturalidad que sorprende. Incluso Raquel Casas le da un matiz formal a este vaivén temático: el sujeto poético de la mitad de los poemas coincide con los rasgos personales de la poeta, pero la otra mitad está escrita desde un yo claramente masculino. Un yo que suele encarnar un conflicto social en primera persona, en ocasiones la del sujeto que lo provoca. Nada más lejos del ensimismamiento biográfico de la generación anterior a la suya. Los poemas de Raquel Casas, sin que se vea que han saltado muro alguno, ya están al otro lado. Intuyo que algo similar se puede encontrar en autoras y autores de su generación.

         Algo así ocurre en relación con el culturalismo. Hay múltiples referencias culturalistas en los versos, pero a diferencia de la estética que reinaba cuando sus padres se conocieron, ningún trascendentalismo hay en ellas. Abundan las paráfrasis de títulos, el uso irónico de nombres, la mezcla de referencias de alta cultura y de cultura popular al mismo nivel, sin énfasis, con naturalidad. Es evidente que Raquel se encuentra al otro lado de ese muro. Pero no se advierten saltos (manifestaciones de una estética a la contra de otra estética). El modo como ha actuado la poeta, y su generación, para encontrarse a sí mismos, al otro lado de la presión que ejerce siempre el modelo literario dominante, ha sido diferente. Han descubierto grietas y ranuras en las poéticas existentes para escabullirse de lo que les molestaba, aprovechar lo que les satisfacía y superar barreras sin enfrentarse a su altura. Es una poética subrepticia, pero que está en otra parte: la biografía y la cultura son ya pasto de la ironía más feroz, y la desidentidad que esa misma ironía produce se yergue como única identidad del poema. Lo bilingüe —lo dual, lo escindido, lo segregado— se convierte en el emblema de una identidad que solo se encuentra a sí misma en su condición de «Transparente / como la sombra del primer gato / que perdí». 

[Inédito]

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