Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 26 de febrero de 2019

Maria Gabriela LLansol | Poética de lo ingrávido



Perplejo por las impresiones que causaba su obra en los lectores —entre los escasos críticos que la comentaron pocos superaron la rendición que supone confesar que les parecía «hermética» e «incomprensible»—, Fernando Pessoa pensó que un escritor no se dirige a sus contemporáneos, que no van a entenderle, sino a la generación siguiente. En su caso la suposición resultó profética. Cabe preguntarse ahora si lo será también para la obra narrativa de Maria Gabriela Llansol (1931-2008), posiblemente el hecho más hermético e incomprensible de la literatura portuguesa contemporánea.
    A diferencia de Pessoa, Llansol —cuyo apellido hereda de una abuela catalana y elige como nombre literario— publicó libros con regularidad a lo largo de su vida. El primero, una deliciosa compilación de relatos líricos, Los clavos en la hierba, en 1962, y veintisiete títulos más en los cuarenta y cinco años siguientes, junto a los seis volúmenes póstumos que continúan desvelando la intrincada caligrafía de sus diarios. Aunque también es cierto que hasta hace poco se podían encontrar en librerías las primeras ediciones de los libros publicados en los años 90. Pero a diferencia también de Pessoa, sí tuvo una crítica, en vida, que se esforzó por ofrecer a los lectores herramientas de comprensión, como Teoría de la desposesión, publicado por la profesora Silvina Rodríguez Lopes en 1988 (y reeditado en 2013), una obra imprescindible de la crítica portuguesa, una creación conceptual a la altura de la obra que analiza. E incluso el crítico totémico João Gaspar Simões saludó la publicación del Libro de las Comunidades (1977), el primero de la primera trilogía, atribuyéndole el término de «irrealista».
   La obra de Llansol no solo despertó el deseo de comprensión crítica antes que Pessoa, sino también el de la traducción. El colectivo Atalaire —formado por Mercedes Fernández Cuesta y Mario Conde— decidió dedicarse a la obra de la escritora portuguesa cuando aún estaba con vida y en España era completamente desconocida. Y fruto de aquel esfuerzo es el presente volumen El litoral del mundo (Chaman ediciones, Albacete, 2018). Vale la pena detenerse en este aspecto. A la hora de divulgar la obra llansoliana Atalaire ha evitado la vía convencional de traducir lo más atractivo, como pueden ser fragmentos elegidos de sus diarios —lo que se ha hecho en Francia—, para empezar por el inicio mismo de la escritura, con la primera trilogía de la autora (tras dos libros iniciales de formación), que tradujeron íntegra (Geografía de rebeldes, Ed. Cinca, Madrid, 2014) y continuar ahora con la segunda trilogía, también completa. Y está en marcha la traducción de la tercera trilogía, la de los Diarios. Es decir, mayor rigor en la divulgación de una obra literaria no es posible: períodos completos y en el mismo orden en el que fueron publicados. Un propósito, por cierto, muy llansoliano, pues nada en su obra quedó en manos del azar o del capricho.
    No resulta sencillo describir la obra literaria de Maria Gabriela Llansol. Su complejidad convierte en irrelevante la terminología crítica al uso. Se suele empezar por el género. O mejor, por la simbiosis de géneros, que se podría resumir así: en un marco narrativo (existe un narrador, a veces cambiante, personajes, acción, diálogos…) se utiliza un lenguaje poético (con frecuentes elipsis, alegorías, estilo gnómico…) con un propósito claramente filosófico. Y se puede continuar con los elementos que caracterizan su escritura. Son tres, en primer lugar la crítica habla del fragmento, aunque resulta más exacto denominarlo seriación de fragmentos, puesto que en cada libro se estructuran de una forma (extensión, formato, clasificación y nomenclatura) diferente. De hecho su obra completa, antes de leerla, muestra la virtud de ser un nutrido catálogo de estructuras textuales posibles.
    En segundo lugar, las «figuras» que aparecen y desparecen en las narraciones. La mayoría son trasuntos (a veces con mínimas alteraciones en el nombre) de personajes históricos. La propia narradora misma asume diversas figuras (Ana de Peñalosa, Úrsula…). En un incesante juego cultural las figuras connotan todo cuanto ocurre. De hecho, la mayor parte de los significados se vinculan más a los personajes que a la propia trama. Y en tercer lugar, las «escenas fulgor» o momentos de especial intensidad vital y narrativa, que si al principio surge como un factor técnico del taller llansoliano, enseguida se convierte en un elemento temático: «veía llegar a la ventana una escena fulgor que envolvía la luz natural». Como, de hecho, ocurre con todos los aspectos formales en una narración cuyo tema central es su propia lectura-escritura-textualidad, términos que confluyen y se confunden (a veces se escribe lo ya escrito o se lee lo que se va a escribir). 
    Con haber ofrecido los datos esenciales de la obra de la autora portuguesa, el comentarista presiente que apenas se ha acercado a su forma de escribir. De ahí la dificultad de describirla. La sensación de ingravidez significativa, lo volátil de las tramas, el sfumato narrativo, el collage de situaciones… se evaporan al intentar condensarlo en palabras precisas. En los tres libros que forman El litoral del mundo la autora da algunas pistas que tal vez no sirvan para describirlo, pero sí descubren algunas claves llansolianas. En las primeras páginas de Causa amante (1984) se lee esta frase con ambición de poética: «Una ficción no puede ser simple, es el encuentro inesperado de lo diverso» (39). Unas líneas antes la narradora había afirmado: «mi ocupación principal es fijarme en una idea y examinarla cuidadosamente; cuando un pensamiento es verdadero se pueden deducir, sin interrupción, otros pensamientos verdaderos» (38). Y como de estos se podrán deducir otros, siguiendo una ininterrumpida seriación, la estructura de sus obras se parece más a un fractal que a un argumento lineal. Es decir, la escritura se está yendo constantemente de un pensamiento hacia otros que inesperados nazcan de él en el camino de lo diverso: «me pregunto sobre la naturaleza del caos que se extiende a mi alrededor» (134).
    En Cuentos del mal errante (1986), segundo volumen de la trilogía, se lee una de las afirmaciones genéticas de esta extraña escritura: «intentar decir lo que una cosa es, es vivir». Escribir (que confluía con leer y con el propio texto que se escribe) converge también con vivir. Esta condición tiene una consecuencia inmediata: la escritura diarística que impregna todas las páginas, pero en absoluto como relato de lo biográfico, sino como texto implicado en lo que se está viviendo en el mismo momento en el que es escrito-leído-vivido. Como se advierte pronto, el propósito filosófico de la obra llansoliana acoge todas sus decisiones narrativas (en otro lugar escribe sobre este asunto: «El pensamiento no es raciocinio, sino un haz de reflexiones, de sentimientos, de visiones que se encadenan y abren camino aquí»).
     En el tercer volumen, De la cerca al ser (1988), se descubre el colofón que le da sentido a esta poética ingrávida: «y todo es tan simultáneo como verdadero» (294). O dicho de otra manera: tan íntimamente ligado a la velocidad extrema del pensar que el propio pensamiento certifica su autenticidad. Y si esto es así, Maria Gabriel Llansol plantea otro camino, con recursos expresivos diferentes, al mismo propósito que alentó el monólogo interior joyciano. Un camino-otro para acompasar el tiempo literario y el tiempo del pensamiento, pero no desde el cronológico de la realidad —base del monólogo interior desarrollado por James Joyce y sus célebres veinticuatro horas—, sino desde el tiempo mítico; es decir, desde el espacio de la literatura, aquel en el que decir es vivir. Una revolución de la vanguardia narrativa cuya dimensión tendrá que explorar y valorar con mayor precisión alguna generación venidera. En el caso, claro, de que la historia literaria vea cumplida la optimista profecía de Fernando Pessoa.

[Clarín nº 139. Enero-febrero, 2019] [Enlace]

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