El
acaso urde sus tramas a espaldas de quien las descubre ya trenzadas en forma de
un pensamiento que no siempre comprende del todo. Esta semana han coincidido para
mi perplejidad tres hechos que han acabado por relacionarse entre sí, ajenos a
quien los registra y sin que aún sepa cómo lo han hecho. Anteayer, sábado, leí
un libro recién publicado por Animal Sospechoso: Dar la vuelta a la piedra, una antología de la poesía del escritor suizo Markus Hediger (1959), cuya obra arranca con el inicio de la
década de los 80. Y mientras los versos permanecían en la memoria, por noche, vi
el programa que «Imprescindibles» le dedicaba al escultor Juan Muñoz
(1953-2001), cuya primera exposición fue en 1984. La banda sonora de la semana,
obviamente, la domina el cantante italiano Franco Battiato (1945-2021),
fallecido el pasado martes, 18 de mayo.
Empezaré por evocar a Battiato. De una de sus
canciones más célebres, «Centro di gravità permanente», publicada en 1981, me
atrevo a afirmar que inaugura la década de los ochenta. Aún en septiembre de 1985
la elige para actuar ante las cámaras de Televisión Española, en el «Ángel
Casas Show», y la canta en castellano, no simplemente traducida, sino con las
referencias adaptadas. En esta versión, en el estribillo, nada trivial, se escucha:
«Busco un centro de gravedad permanente / que no varíe lo que ahora pienso de
las cosas, de la gente. / Yo necesito un.».
En italiano el tercer verso dice literalmente: «Avrei bisogno di.». De cuanto recuerdo de los ochenta no
sabría resumirlo mejor que este estribillo: Una década en busca de un centro de
gravedad para la permanencia que para conseguirlo necesita un. Y ahí se
interrumpe la descripción.
Juan Muñoz reproduce en miniatura una
suerte de miradores y los cuelga en las columnas de la sala de su primera
exposición en 1984. Entre las columnas, un maletín sobre el asiento de un
columpio. Entre los poemas de aquella época, Markus Hediger escribe en uno: «El
canto del reloj / se mezcla con el canto de las agujas. / Mina, tejiendo, //
está sentada junto a la ventana, / en su mirada las estaciones». Otros poemas
hablan del desván donde en la infancia jugaba el niño solitario: «Subo al
desván de mi abuela de puntillas, para no estorbar el sueño de las nueces y de
los muebles viejos». O accede al tranvía y se cruza la mirada allí «donde todo
es promesa». Existe en los años ochenta un argumento casi invisible —ahogado
por la potencia de las corrientes de pensamiento, música y arte que habiendo
aparecido en los años sesenta y setenta sobre el suelo calcinado de los años
cincuenta, alcanzan en los ochenta un triunfo social que lo domina casi todo
menos, tal vez, los poemas de los jóvenes europeos de entonces y las piezas de
un escultor como Juan Muñoz, que se atreve a colgar en las paredes pequeñas
reproducciones de balcones urbanos o adorna las paredes con pasamanos
ligeramente imposibles.
En los ochenta el vendaval de las
décadas anteriores había arrancado de cuajo las formas cabales —la herencia perdida de
los años 50—, había disuelto tanto la lengua habitual del poema como el dibujo
de lo recordado del arte. Y solo asoman los ochenta en aquel canto en clave casi indiscernible: la
búsqueda de un centro de gravedad para seguir creyendo en lo que sustentaba la concisa
experiencia de lo —en verdad— real. Y con la única certidumbre que nadie ha
expresado mejor que Battiato: «Yo necesito un.»
En la entrevista inédita que rescata el
documental de Imprescindibles, Juan
Muñoz explica, como por casualidad, que en ocasiones se detiene en mitad de la
calle y observa el movimiento de la gente, no le importa a dónde van ni qué se
dicen cuando hablan, sin embargo su expresividad («lo que ahora pienso de las
cosas, de la gente») le resulta esencial para su pensamiento artístico. No es
un método diferente al que se advierte por detrás de los poemas de Markus
Hediger: «Esta tarde, bajo la suave luz de marzo, mientras paseo / por la
ciudad que me ha visto contemplar la noche, he pensado / en aquellos de quienes
carezco de noticia». Ni tampoco su resultado poético acabará lejos de los
montajes más carismáticos de Juan Muñoz, ya en los años 90. Otro poema se
inicia con una ideación que evoca las congregaciones de figuras esculpidas en busca de
significados ausentes (con la necesidad
de): «En el tranvía 3, desde mi asiento, / veo a un hombre solo sentado
detrás de / otro hombre en sí mismo amurallado, / y otro que, solo delante se
arrellana».
A diferencia de los años 50, que suenan en sordina por debajo tanto del escultor como del poeta, el rigor de las formas de entonces se ha desvinculado ahora, y por completo, de la firmeza que fija un significado (balcones que salen de las paredes blancas). Figuras que pueblan el espacio sin que se sepa por qué, para qué, dónde está lo que necesita la imagen real para ser comprensible. En otro instante de la entrevista rescatada, Juan Muñoz afirma que en sus obras siempre hay aspectos que él mismo no alcanza a comprender, porque si en algún momento las hubiera entendido, ya las habría abandonado. No es un discurso el de Juan Muñoz sobre el hermetismo o la abstracción, sino sobre el más diáfano realismo. Esta es también la impresión que dejan los poemas de Markus Hediger, retazos de memoria, evocación de personajes del pasado, breves descripciones de la vida urbana, encuentros fugaces, pensamientos circunstanciales… expresados siempre con fidelidad a las formas y a la lengua habitual de quien se piensa a sí mismo ante un espejo al que presta escasa atención. Estampas desalojadas de un sentido trascendente o de una función concreta. Una colección sin álbum. Una ausencia, esencial, de metafísica en los significados, sumidos en la inexpugnable incógnita de su concreción. Igual que las figuras enigmáticas de Muñoz. Igual que la adaptación al castellano que hizo Battiato para su himno de los ochenta: «En las calles era mayo / y caminábamos juntos portando ente bromas manojos de ortigas». ¿Por qué ortigas? Quizá porque el resto de significados posibles había dejado de significar.
Por cierto, otra coincidencia: es mayo.
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