Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

lunes, 31 de octubre de 2016

ANDRADE REVISITADO


Eugénio de Andrade. Blancura
Traducción de Miguel Losada. 
Col. Orlando 1, Polibea, Madrid, 2015


En junio de 2015 se cumplieron diez años de la muerte de Eugénio de Andrade (1923-2005). Tras la desaparición de un poeta con frecuencia se extiende una década de duelo, que es una forma elegante de denominar al silencio. En los últimos años de su vida Andrade se había convertido para los lectores españoles en un escritor próximo. La espléndida antología que preparó Ángel Campos Pámpano en Pre-Textos, el 2001, aún sirve como testimonio de aquella devoción. Diversos festivales de poesía le invitaban, aquí y allá; los críticos sabían quién era y lo contaban en los periódicos. E incluso quiso que el último de sus libros se publicara al mismo tiempo en Portugal y en su traducción española. 
    Tras el fallecimiento su memoria pareció emprender en su país, incluso con prisas, el camino del olvido. El gobierno portugués permitió sin aspavientos la estrangulación y liquidación de la Fundación que llevaba su nombre. El legado fue vendido con no escasa polémica. Y en España algunos proyectos de traducción y homenaje se diluyeron como si nunca hubieran existido, perdidos en los cajones. Pero ha pasado una década y un lector, el poeta Miguel Losada, ha querido decir, con la edición de Blancura, que tal vez sea el momento de volver a recordar a Eugénio de Andrade. Que quizá un libro sea —como soñó él devolver a su madre la vida en la «Pequeña elegía de septiembre»— un buen «camino / para regresar de la muerte». 
    Blancura es una antología humilde. Casi la memoria de un lector. Recorre toda la obra del poeta de la luz del sur, pero solo elige uno o dos poemas de cada libro. Los mejores para quien los ha seleccionado y un regalo para quien pasa las páginas. No otra cosa es una buena antología: una fotografía de cimas. Prescinde de las marcas que identifican los períodos por los que fue atravesando la escritura —el sensual, el formal, el coloquial…— con la intención, lograda, de proporcionar una visión sublimada del poeta. Y siendo un libro que ni siquiera alcanza las cien páginas, se percibe enseguida su importancia. Su simbolismo: con él tal vez arranque la posteridad de Andrade. El final del duelo. La pervivencia que no arraiga en la presencia del poeta —tan seductora en su caso—, ni en las inercias del presente, sino en la necesidad de mantener viva en el tiempo una obra, frecuentándola. 
    Es este un buen momento también para releer a Andrade. Su primer libro se publicó en 1948 y el conjunto de su obra se construyó en paralelo a la poesía de raíces existencialistas. Frente a la oscuridad, exaltó la luz de la mañana; contra la angustia, subrayó las sonrisas del vivir; ante la muerte proclamó el cuerpo como emblema del amor: «El cuerpo nunca es triste; / el cuerpo es el lugar / más cercano donde la luz canta. / Es en el alma donde la muerte hace su casa». Luz, alegría, vitalidad, sensualidad… pero como no podía ser de otra manera en el siglo XX, toda esta «blancura» crecía sobreponiéndose, en la vida y en la poesía («en aquellas piedras, en estas sílabas»), a la tenaz idea de la muerte; el contrapunto a veces oculto, a veces evidente, de su exaltación de la vida. Su poesía adquirió grandeza en la hondura de este conflicto. 
     Y no está mal releer ahora a Andrade justamente cuando se secan las páginas que crecieron con raíces existencialistas y la exaltación del presente, del cuerpo y sus gozos, parece la única receta para el poema. Releerlo, tal vez, para que el poema no se convierta en una mera receta de cocina.

Clarín nº 117. Mayo-Junio de 2015

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