Apócrifos y heterónimos han reunido en el Parnaso a dos poetas de países vecinos —aunque distantes— y de una misma época —aunque vivida bajo distinto ideal—: Antonio Machado y Fernando Pessoa. La reunión ha de ser ubicada por fuerza en el territorio póstumo de la metáfora, o en el particular de las obras, pues en vida nada hubo que achicase los seiscientos kilómetros que separan Madrid de Lisboa. Tan extraño suena este «nada» a oídos de una posteridad que tantas coincidencias ha encontrado en el vivir y en el escribir del español y del portugués, que donde no ha encontrado documentos ha creado leyendas. Y a ésta pertenecen las cartas que nunca se cruzaron uno y otro, pero que alguien ha escrito por ellos.
Antes que dos líneas paralelas, la figura que evocan las vidas de Machado y de Pessoa, comparándolas, es un triángulo isósceles: les separa en la base el modo de comprender el mundo que impone el instante del nacimiento, y les reúne, en el vértice superior, la última imagen antes de la muerte, en fechas también más próximas.
Lo que les aparta es un período de apenas trece años (Machado, 1875 - Pessoa, 1888), en el que pertenecer a un ángulo o al opuesto del triángulo imaginario supone vivir en una de las dos maneras radicalmente diferentes de comprender el mundo, el arte y la vida. Tan escasos años y análogo abismo al que separa D'Annunzio (1863) de Marinetti (1876); Yeats (1865) de T.S. Eliot (1888); Juan Ramón Jiménez (1881) de Ramón Gómez de la Serna (1888); Eugénio de Castro (1869) de Sá-Carneiro (1890); Carner (1884) de Salvat-Papasseit (1894); Valéry (1871) de Breton (1869)... Las diferencias que sugieren estos dos paradigmas enfrentados en el marco de su propia cultura nacional, serán también las que distancien el quehacer finisecular de Machado y la labor vanguardista de Pessoa.
Desde tres ámbitos metafóricos se puede establecer el progresivo acercamiento biográfico entre Machado y Pessoa. Primero, un viaje temprano que supuso a la vez el conocimiento de una civilización y el amor a una lengua foránea, con la que además los dos van a establecer una relación también profesional. Para Pessoa fue la estancia en Durban durante diez años de su niñez y adolescencia; para Machado, los dos viajes juveniles a París, si bien fueron más breves, no menos intensos en lo que respecta a la absorción de modo y maneras de dos riquísimas tradiciones, la anglosajona en uno, la francesa en otro.
Antes que dos líneas paralelas, la figura que evocan las vidas de Machado y de Pessoa, comparándolas, es un triángulo isósceles: les separa en la base el modo de comprender el mundo que impone el instante del nacimiento, y les reúne, en el vértice superior, la última imagen antes de la muerte, en fechas también más próximas.
Lo que les aparta es un período de apenas trece años (Machado, 1875 - Pessoa, 1888), en el que pertenecer a un ángulo o al opuesto del triángulo imaginario supone vivir en una de las dos maneras radicalmente diferentes de comprender el mundo, el arte y la vida. Tan escasos años y análogo abismo al que separa D'Annunzio (1863) de Marinetti (1876); Yeats (1865) de T.S. Eliot (1888); Juan Ramón Jiménez (1881) de Ramón Gómez de la Serna (1888); Eugénio de Castro (1869) de Sá-Carneiro (1890); Carner (1884) de Salvat-Papasseit (1894); Valéry (1871) de Breton (1869)... Las diferencias que sugieren estos dos paradigmas enfrentados en el marco de su propia cultura nacional, serán también las que distancien el quehacer finisecular de Machado y la labor vanguardista de Pessoa.
Desde tres ámbitos metafóricos se puede establecer el progresivo acercamiento biográfico entre Machado y Pessoa. Primero, un viaje temprano que supuso a la vez el conocimiento de una civilización y el amor a una lengua foránea, con la que además los dos van a establecer una relación también profesional. Para Pessoa fue la estancia en Durban durante diez años de su niñez y adolescencia; para Machado, los dos viajes juveniles a París, si bien fueron más breves, no menos intensos en lo que respecta a la absorción de modo y maneras de dos riquísimas tradiciones, la anglosajona en uno, la francesa en otro.
Segundo, sendas historias de amor truncadas. Leonor y Ofelia son nombres que las literaturas española y portuguesa han incorporado como propios a su caudal. Ambas son historias de amor colmadas de inocencia; una -más trágica- dejó, entre otros, el memorable poema «A un olmo seco»; la otra provocó un epistolario sobre el que el mundano Álvaro de Campos escribió otros versos también inolvidables: «todas las cartas de amor son ridículas». La posteridad, amiga de leyendas donde brillan únicamente las aristas del ideal, ha conservado los nombres de Leonor y Ofelia bajo el inmaculado epígrafe de «amor de poeta», sin tener en cuenta que estos -tanto Machado como Pessoa- tuvieron a lo largo de la vida otras experiencias amorosas, menos idealistas desde luego, e incluso hoy enigmáticas.
Y tercero, una cotidianidad rutinaria y anodina —profesor de instituto uno, correspondiente comercial otro— que enmascaraba una intensa vida interior. Machado aparece fotografiado por Alfonso sentado en el diván de un café, y Pessoa se fotografió en una taberna, de pie, mientras bebía su consumición.
En su acontecer no hubo justas medievales, ni naufragios renacentistas, ni románticos viajes a oriente... ellos sencillamente se sentaba cada tarde en un café a garabatear unas cuartillas o a conversar con unos amigos. Paseaban bajo las alamedas de la vega del Duero o entre las grúas del puerto de Lisboa, y acudían a sus horas, el español al instituto, el portugués a la oficina. Ambos vivieron, sin embargo, una vida emblemática para su siglo, que ha buscado la aventura dentro y no fuera de los hombres. Y no es este combate menos simple ni más cómodo que el de épocas pretéritas. Lo demuestra con crudeza un mismo gesto de abatimiento y desolación que al final de sus vidas los dos poetas comparten, en ese vértice simbólico que forman sus biografías al reunirse en esas dos fotografías que el azar histórico nos ha legado como irrefutable lección. Tras quedar impreso ese gesto en la placa, la muerte acechaba a ambos. Uno salía del país empujado por un exilio político, en 1939; al otro un exilio alcohólico le fue arrojando igualmente de la vida, en 1935.
En el gabán de Machado encontraron escrito un alejandrino que apuntaba hacia el abismo que sufrió entre una memoria asumida y un presente insoportable: «Estos días azules y este sol de la infancia». Pessoa llevó hasta sus últimas palabras el antirromanticismo visceral y la ironía que le caracterizan, pero también la incomprensión hacia otro abismo, el absurdo de la vida. Dicen que dijo antes de abandonarse: «Dá-me os óculos» (Dame las gafas).
No hace falta repetir que si el acercamiento simbólico entre Machado y Pessoa tiene alguna razón de ser, ésta se justifica en las líneas también concurrentes que trazaron en los textos apócrifos y heterónimos. La comparación entre unos y otros puede ser abordada tanto en sentido de ida (similitudes) como en trayecto de vuelta (diferencias).
De ida sorprenden las muchas coincidencias en las dos genealogías ficticias, la común relación entre el maestro inventado y sus falsos discípulos, pero el verdadero diálogo que vertebran. Se verifica una misma pasión creciente por la filosofía, que en ambos provoca una semejante textura literaria: un pensamiento de raíces cultas aunque de expresión irónica y popularizante. Se encuentran muchas citas intercambiables en sus respectivos papeles; por ejemplo, dice uno: «Supongamos que Shakespeare, creador de tantos personajes plenamente humanos, se hubiera entretenido en imaginar el poema que cada uno de ellos pudo escribir en sus momentos de ocio... Shakespeare sería siempre el autor de esos poemas y el autor de los autores de estos poemas». Dice el otro: «Supongamos que un supremo despersonalizado como Shakespeare, en lugar de crear el personaje de Hamlet como parte de un drama, lo hubiera creado como personaje, sin drama. Habría escrito, por así decirlo, un drama de un solo personaje, un monólogo prolongado y analítico». ¿Quién firmó cada uno de estos fragmentos? Machado el primero, Pessoa el segundo. ¿O fue al revés?
Una vez agotadas las similitudes, el trayecto de vuelta (las divergencias entre apócrifos y heterónimos) ofrece un aliciente sin duda mayor. Si se prescinde de comparar el andamiaje intelectual y filosófico que sustenta sus respectivas experiencias de otredad, materia más ambiciosa que este escrito, la cuestión más interesantes se plantea en los siguientes términos: ¿por qué, desde un punto de vista poético, fracasaron los apócrifos y triunfaron los heterónimos? La clave se halla en ese período de trece años que les distancia en la base del triángulo metafórico. La respuesta más certera que conozco es la esbozada por Guillermo de Torre en El fiel de la balanza (Buenos Aires, 1970). A la experiencia de los complementarios, concluye de Torre, le faltó un paso más, que estaba previsto por Machado en el apócrifo nonato Pedro de Zúñiga, y que el autor de Campos de Castilla no se atrevió a dar nunca porque tal paso hubiera supuesto entrar de lleno, con la práctica, en la «corriente negativa» de la vanguardia. «No comprendo que eso sea poesía» le escribió a Guiomar, y no por otra razón los apócrifos nacieron poéticamente anacrónicos. El núcleo de la experiencia apócrifa atañe al pensamiento. Por el contrario, los heterónimos pessoanos arrastraron hasta el final su destino de asumir y sortear, desde dentro, el callejón sin salida en el que habían caído las vanguardias poéticas de entreguerra. Machado presintió la otredad lírica, Pessoa la agotó como vivencia.
«Citas» nº 5, Diario de Jerez, 28 de enero de 1989
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