César Martín Ortiz, Cien centavos
Baile del Sol, Tenerife, 2016
«Nunca conocí a César Martín Ortiz.» Es la primera frase del emotivo prólogo que José María Cumbreño añade a estos Cien centavos. Y me obliga a empezar diciendo que yo sí le conocí. He leído artículos y notas en Internet, y en casi todos quien firma se ve en la tesitura de decir si le ha conocido, o lamentar no haberlo hecho. Coincidí con César Martín Ortiz (1958-2010) en Lisboa, en el verano de 1980, en un curso de portugués para universitarios. Los dos estudiábamos filología. Él en Salamanca. Creo que nos hicimos amigos en seguida. Entre quienes le han tratado descubro la misma fascinación por el personaje que me deslumbró. Sé que nos escribimos en alguna época, pero no volví a verlo. Su imagen y su recuerdo, sin embargo, han pervivido en mí durante treinta años con idéntico entusiasmo. También observo en las opiniones de la red elogios hiperbólicos —que merecía, sin duda—; producto, creo, de la contrariedad ante la ausencia de notoriedad de su obra, cinco libros menudos. Algo que posiblemente sea un triunfo más del escritor: su éxito hubiera desacreditado la cáustica certeza de sus ideas sobre el mundo literario.
Debo confesar que fui leyendo sus libros a medida que se publicaban (y no siempre me fue fácil conseguirlos), pero en ningún momento identifiqué su escritura (pese a la excelencia que valoraba) con la persona que había tratado. Así que hasta hoy había pensado que la vida moldeó a mi amigo con caracteres que desconocía. Pero con Cien Centavos he sufrido una epifanía: aquí sí identifico la prosa con el César Martín Ortiz que conocí y admiré. Es su voz. Es su manera de observar la realidad que junto a su bisturí verbal diseccionan el instante para mostrar lo que oculta, su por qué, la invisible mecánica de las relaciones entre personas y cosas. Y en esencia eso es Cien Centavos: no una simple colección de relatos de ficción, sino la conversión de una manera de ser y de vivir en una obra literaria singular. Como fueron El libro del desasosiego o El cuaderno gris.
En el momento de su fallecimiento, en 2010, César Martín era autor de dos libros de poesía y tres de cuentos. En su conjunto había publicado veintiuna narraciones breves, que reunidas ocuparían la mitad más o menos que el volumen de Cien centavos. Esta obra impresa es, al parecer, la punta de un iceberg. Se ha indicado el título de cuatro novelas (una de ellas inacabada) y dos conjuntos de relatos más tan despiadadamente inéditos como reconoce el propio autor al hablar de una novela que le ocupó ocho años de escritura: «Nadie la ha leído; solo Begoña los dos o tres primeros capítulos». Este es el interés inicial que presenta Cien centavos: el primer gran libro de un autor cuya obra, que nadie ha leído, se empieza a conocer solo en el momento en el que ha concluido. No creo que nunca lo ideara así César Martín, pero ese va a ser su modo literario de existir, insólito en una época de hiperactividad editorial (aunque quizá solo lo insólito sea capaz de resistir el agobio de la feracidad). Aún más radical tal vez que el de otro escritor, José María Fonollosa, con el que el que se advierten ciertos paralelismos (la escritura secreta, el gran libro, el tono corrosivo, la hostilidad radical ante las mentiras de la vida social…).
El título proporciona una pista sobre las dos intenciones que el libro acoge. Soslayar lo genérico, lo que todos reconocen (un dólar) y adentrarse en los detalles. La calderilla. Es decir, la vida cotidiana. La «insatisfacción de lo cotidiano» conduce a los novelistas a soñarlo como «excepcional», dice en un relato con vocación de poética, y «Cuando llega a nosotros es un sueño usado». Cien centavos asume el reto literario de encarnar la «vida vulgar» desde dentro mismo de la cotidianidad en un pueblo extremeño, y esta nada «exótica» propuesta hipnotiza al lector por la simple razón de que «solo el tratamiento literario vuelve interesantes a las cosas». La eficacia verbal, la ironía, el conocimiento y la capacidad de conectar cualquier anécdota con los temas esenciales de la vida, con artes que a veces recuerdan a la poesía, convierten estos 82 cuentos (que posiblemente quisieron ser cien), escritos entre 2003 y 2005, a veces a diario, en un conjunto único, en una «memoria viva» —como acuñó Blai Bonet— de su tiempo.
La columna vertebral del libro, y uno de sus aciertos más plenos, es el tono. Se lamenta César Martín de que sus libros de poesía «no son homogéneos… hay un desfase». Cien centavos logra algo más que homogeneidad, a pesar de proponerse «cambiar de tema cada de dos páginas, cambiar de género…», consigue embarcar al lector en el proceso de construcción del libro, desde los relatos de escritura más epidérmica, hasta la mitad casi exacta, y los que siguen a «Cuando yo era mi padre», en los que la escritura, sin modificar sus características ni propósitos, se adentra en un lirismo —más allá de la autoficción— que desborda los límites del género narrativo que utiliza. No es un libro de relatos. Es un libro sobre las llagas que la vida deja abiertas, sin posibilidad de cura.
Un día, en aquel julio de 1980, recuerdo que fui a buscar a César a la pensión lisboeta de «dona Alice», donde se alojaba. Estaba tumbado en la cama, fumando, mientras su compañero de cuarto completaba una minuciosa tarea de engalanamiento. Sin saber dónde colocarme, me tumbé a su lado y tuve la impresión de ver con sus ojos. Tampoco yo me impacienté, aunque no supiera qué estaba viendo al observar tan arduos trabajos. Se volvió hacia mí y dijo: «Es admirable que haya gente que aún crea en los milagros». César no creía en milagros, tal vez por eso su nombre no le suene a casi nadie, sin embargo los milagros existen. Solo que siempre aparecen al final de un arduo esfuerzo creativo. Cien centavos lo demuestra.
Clarín nº 126. Noviembre-Diciembre, 2016
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