1.
No es lo mismo literatura que estudios literarios, nos dicen Wellek y Warren en la primera página de su célebre manual de Teoría literaria: «Se trata, en efecto, —afirman— de dos actividades distintas: una es creadora, constituye un arte; la otra, si no precisamente ciencia, es una especie de saber o de erudición». Tampoco son lo mismo, se podría parafrasear a ambos teóricos, un lector y un profesor de literatura: uno lee en su tiempo libre, como una elección; el otro lee en su tiempo laboral, como un deber.
En otro manual de primer curso de filología, Interpretación y análisis de la obra literaria, de Kayser, no menos célebre que el anterior, su autor advierte, también en la primera página, que «cuanto más profundo es el entusiasmo por los asuntos literarios, tanto mayor suele ser la decepción para el principiante» en el estudio de la literatura. Sentencia que, aplicada a esta sesión, se podría parafrasear afirmando que cuanto más profundo sea el entusiasmo por la obra literaria de Rafael Pérez Estrada, mayor será la decepción de quienes escuchen esta ponencia.
Porque de hecho nuestro autor, Rafael Pérez Estrada, no escribió nunca para profesores, ni para rellenar horarios laborables, ni para desilusionar a quienes leen sobre todo con el corazón y con la cabeza. Jamás, creo yo, le preocupó ofrecer argumentos a quienes asedian los libros con el lápiz en la mano y no les importa motear el blanco purísimo del verjurado con palabrejas como oxímoron, metagoge o paronomasia que tan contrarias son al espíritu con que manan las palabras en el poema. Como bien dejó dicho Dámaso Alonso, la literatura se encarna en el primer nivel de aproximación al fenómeno, el de la lectura y el de la emoción, es decir, el del lector. Estoy convencido de que al escribir su obra los autores que hoy consideramos necesarios han pensado sólo en quien, con las manos ocupadas únicamente en sostener el libro, lee como decisión personal, en el tiempo que le es más suyo, sin otro objetivo que su propia satisfacción. Y la obra Rafael Pérez Estrada, por supuesto, no se puede concebir en un ámbito diferente a éste.
Un libro y un lector justifican por sí mismos la literatura, sin que sea preciso absolutamente nada más. No obstante, sin que nadie sepa cómo ha sido, los estudios literarios existen. Y existen también las conferencias y los ensayos, y detrás andan quienes como yo tratan de armonizar su oficio con la afición juvenil que les llevó a elegirlo. Y si los estudios literarios han de cumplir con su propio fin deberán ponerse manos a la obra tanto para decepcionar entusiasmos juveniles, como para remontar niveles de aproximación al fenómeno literario hasta alcanzar el conocimiento científico —como quería Dámaso Alonso—; en suma, para transformar la emoción en un discurso ordenado, coherente y, si las cosas se hacen bien, que resulte enriquecedor también para la sensibilidad general desde la que se leen los libros. Es decir, han de ponerse a estudiar, y este es precisamente el momento en que cabe preguntarse: ¿qué puede ofrecer la obra literaria de Rafael Pérez Estrada a los estudios literarios?
2.
Por seguir un esquema habitual, dividiré los estudios literarios en tres campos de conocimiento: la crítica o interpretación y valoración de las obras en su singularidad, la teoría u observación de los conceptos generales del arte literario, y la historia de la literatura o la inserción de la obra en su contexto temporal. Trataré, pues, de esbozar la relación que la obra literaria de Rafael Pérez Estrada establece con esos tres ámbitos.
3.
En 1968, exactamente en el ejemplar del diario Sur del 9 de abril, aparecía una nota titulada “Valle de los Galanes” que firmaba el poeta Alfonso Canales (Málaga, 1923), quien por cierto daba a imprenta aquel mismo año un libro excelente, Port-Royal. Aficionados como somos a determinar el punto inicial de todo cuanto se mueve, este es el arranque de la tradición crítica perezestradiana. A grandes rasgos se puede constatar que a la crítica inmediata, es decir, a aquella escrita al ritmo de la aparición de sus libros, debemos algunos de los conceptos literarios que se han incorporado a la lectura del poeta, enriqueciéndola. Sigo aquí el certero análisis con el que Antonio Garrido Moraga prologaba la Antología de 1989. En ese estudio se desvela cómo la crítica fue dibujando paso a paso la imagen que hoy conservamos de Rafael Pérez Estrada: las alteraciones de género, el don estilístico, la conversión de lo subjetivo en mítico y simbólico, la creación de un universo imaginario, la exaltación vital, el gusto por la trasgresión o la devoción barroca... son conceptos críticos que nacieron para acompañar la aparición de sus primeros títulos en los años setenta y que impregnan ya nuestras palabras cuando hablamos de Rafael Pérez Estrada aun en un ámbito coloquial.
En este punto, y mejor que seguir analizando la recepción crítica de nuestro poeta, tal vez resulte más interesante ponerla en relación con la imagen de escritor que Pérez Estrada eligió para sí mismo. En entrevista a Jesús Aguado, en 1999, cuando habían aparecido ya sus últimos libros en editoriales de gran difusión, nuestro autor seguía manifestando su preferencia por una forma singular de publicación a la que fue siempre fiel: «Con una edición de ese tipo —se refería Pérez Estrada a un volumen donde se reunieran los textos cosmológicos— yo sería muy feliz. Y si esa edición fuera bella, incluso de bibliófilo, disfrutaría mucho más». Y vale la pena también recordar cierta evocación de su amigo Ángel Caffarena, donde reconoce que: «A Ángel... le debo el concebir el texto no sólo como elemento ideal de la creación, sino como algo que deberá encarnarse en un soporte objetual al que conviene cierta belleza». Y le conviene, tal vez, cierta singularidad en el siglo de la reproducción en serie de la obra artística. El baúl de inéditos de Fernando Pessoa o las hojas volanderas donde Constantino Cavafis imprimía sus poemas son algo más que un accidente en sus respectivas biografías para alzarse en un símbolo: el de que la obra singular se encarna en una vida bibliográfica igualmente singular.
Si la figura literaria de Rafael Pérez Estrada sólo alcanzó una dimensión pública, es decir, empezó a ser conocida y apreciada por un público amplio, a partir de 1990, cuando ya había dado a la imprenta un número de títulos altísimo –unos treinta entre cuadernos y libros- y su obra cobraba una importancia considerable, fue únicamente por la condición y la tirada de sus libros, que siguiendo un gusto malagueño por las ediciones de carácter bibliófilo –excelente papel, tipografía selecta, impresión y encuadernación artesanas...- raras veces superaban unas pocas centenas de ejemplares. Así publicó sus libros nuestro poeta durante décadas; entre 1968 y 1990 las ediciones convencionales de sus libros pueden contarse con los dedos de una mano. Sin duda fue una elección: en la idealidad de los textos literarios de Pérez Estrada se incluye la belleza en la edición, aun a costa del valor prioritario en el siglo XX, la difusión. Y sin duda fue una elección que le singulariza y que reviste ya perfiles simbólicos por su cualidad de revulsivo de la reproducción indiscriminada y masiva, y de la imagen uniformada del escritor, sometido en tantas ocasiones a las reglas deshumanizadoras de la publicidad. O peor, a la candidez con que la sociedad literaria adopta esas reglas de la publicidad como índice de normalidad.
Rafael Pérez Estrada no renunció nunca a la difusión, él quería escribir, de eso estoy plenamente convencido, para ese público amplio que sólo a partir de 1990 empezó a tener noticias de su obra literaria; pero al mismo tiempo soñaba ver sus libros encarnados en ediciones bellísimas de mínima tirada. La contradicción que en teoría se alza entre ambas actitudes de aspecto tan irreconciliable, en la práctica no supuso ningún conflicto; la confluencia paradójica de aspiración al público y deseo bibliófilo no ocasionó desviaciones en la aventura literaria perezestradiana. Y si esta contradicción no resultó nociva para la vitalidad literaria de nuestro autor fue porque algo la neutralizó, e intuyo que la razón de esa inocuidad debemos buscarla en la existencia de una crítica atenta desde el principio a sus libros. Una crítica que, en primer lugar, no cuestionó en ningún momento el origen casi privado de las ediciones que comentaba, otorgándoles la misma entidad que se da a las editoriales convencionales (me pregunto, entre paréntesis, si la crítica actual mantiene una sensibilidad análoga ante las publicaciones que nacen al margen de la edición comercial); y en segundo y decisivo lugar, la tradición crítica perezestraiana representó siempre a un pequeño pero entusiasta grupo de lectores que siguieron atentamente la evolución de su obra. Ya a principios de los años setenta su obra prendió en un grupo de lectores que de inmediato se comprometieron con ella por escrito, en la prensa y en las revistas literarias, de modo que el autor, por secreta que fuera la publicación de sus títulos, siempre los sintió acogidos y comprendidos, es decir vivos en el mundo. Y este grupo de lectores, que fue creciendo en el curso de las décadas y haciéndose más heterogéneo, no abandonó nunca, sin embargo, su compromiso exegético, tal vez incluso lo hizo más profundo. Este paralelismo entre crítica y lectores, que no responde al modelo usual de crítico por encima de los lectores, o por debajo de ellos, o sencillamente en otra dimensión desconocida, resultó a la postre el decisivo elemento nivelador entre la aspiración mayoritaria y la edición minoritaria.
No sólo es este el aspecto que me parece más relevante de la función de la crítica en la imagen de la obra literaria de nuestro poeta, sino que se presenta como un modelo ideal para el escritor que hoy se siente defraudado con frecuencia por la trivialidad de la crítica actual, porque entre otras cosas dista mucho de representar fielmente las emociones del lector de un libro.
Entre las anotaciones de Wallace Stevens encontramos una, tomada de una revista de jardinería de los años 30, donde se apunta: «el arte de la vida misma consiste en la creación de un entorno en el que uno disfrute de cierta importancia». Parafraseándolo, podemos ahora afirmar que Rafael Pérez Estrada dominó no sólo el arte de la vida, como muchos aquí hemos tenido la fortuna de conocer, sino también el de la vida literaria, pues supo crear el entorno óptimo para sus libros, en el que siempre disfrutaron no sólo de cierta importancia, sino también de una manifestación explícita y pública de esa importancia, pues lo que verdaderamente satisface a un escritor auténtico no son las cifras de ventas, sino la inteligencia.
4.
La teoría literaria contemporánea, lejos ya del antiguo régimen de las normas y apriorismos, trata de describir los universales que fluyen en la latencia del hecho literario. Hoy es una disciplina de moda y a veces también de modos, es decir, demasiado pendiente de su propia terminología. Estoy convencido de que existen dos conceptos de la obra perezestradiana cuyo estudio ha de resultarles sin duda muy atractivo a los teóricos de la literatura. Los dejaré simplemente esbozados.
El primero es, claro, la cuestión del género literario. El género exige al teórico un inmediato pronunciamiento, pues quizá se trate del primer universal que corre por las venas de los fenómenos literarios. La cuestión del género, es harto conocido, estuvo entre las preocupaciones esenciales del escritor en todos los géneros que fue Rafael Pérez Estrada, y tal vez en alguno más que los manuales no recogen. La crítica desveló desde el principio la desobediencia a los apriorismos en los textos de nuestro poeta, su actitud de rebeldía frente al hecho de que la literatura se encuentre repartida en castas. Desde entonces tanto se ha repetido su afición al mestizaje de géneros que se ha convertido en un peligroso lugar común. Peligroso, matizo, porque de tanto repetirlo parece que ya no tenga importancia, cuando se trata, bien descrito, de una aventura singular y enriquecedora de la ideas que manejamos sobre la literatura.
Rafael Pérez Estrada insistió, siempre que le dieron pie a ello, desde las entrevistas hasta la redacción de las solapas de sus libros, en dividir su obra en dos grandes etapas: antes y después de 1985. Para la cuestión del género de los libros de Rafael Pérez Estrada 1985 es una fecha capital. La mención habitual, casi tópica, de infatigable mezclador de géneros se ajusta, sobre todo, a la primera época, en la que la simbiosis de marcas de género se convirtió en la intención literaria, teórica, más importante del escritor; de hecho fue la columna vertebral de una obra concebida en el campo de la experimentación, y esta experimentación no ocultó nunca sus deseos de intervención en la vida literaria: «Quizá lo verdaderamente preocupante de la actualidad literaria sea su inactualidad —escribió Pérez Estrada en 1983, y añadió— porque... la actualidad en nuestro país no es coetánea con las otras actualidades de las culturas europeas». Es suma, y dicho al revés, la vocación de poner en hora la literatura española con la libertad de las literaturas europeas le exigió a nuestro poeta una actitud de vanguardia, y el motor de esa actualización fue esencialmente, en el ámbito formal, la negación de los apriorismos de género. Emblema de esta actitud fue Informe, de 1972, que cuenta, por cierto, con un brillante análisis literario del profesor Álvaro Jofre, (1977), donde desentraña las cuatro fuentes lingüísticas que se entrecruzan en el texto: el lenguaje político, el jurídico, el religioso y el poético o literario.
La mutación estilística más importante ocurrida en 1985 fue la superación de este planteamiento a través de la creación de un género poético personal, en el que los materiales de diverso origen, que siempre nutrieron la obra perezestradiana, perdieron incluso su valor revulsivo de un uso anómalo en simbiosis desacostumbradas. La poesía, la metáfora diría con más precisión, anuló y desactivó cuanto no fuera ella misma, creando una expectativa de lectura que ya no venía dada por la tradición. A partir de 1985 quien impone las condiciones de género bajo las que se han de leer los texto del poeta es el propio poeta. La mezcla de géneros ya no es significativa, lo realmente significativo es el género personal que crea Rafael Pérez Estrada. Y esta creación es la mejor lección de contemporaneidad que nos ofrece el autor del Bestiario de Livermoore, la mejor actualización de la literatura española y, por no perder el objeto de nuestra reflexión, un aliciente para los estudios de los teóricos de la literatura.
El segundo aspecto que ha de interesar a la teoría literaria es la definición del sujeto poético que late en sus textos. No es ésta una cuestión sencilla, pues los sujetos habituales —canónicos— de la poesía contemporánea española le son ajenos: el yo histórico (o de conciencia histórica) de los años 50, el yo biográfico de los años 60, el yo trasunto cultural de los años 70, el yo intimista de los años 80 o el yo sociológico de los 90 nada tienen que ver con su poesía. En 1993 Pérez Estrada encabezó una reflexión metapoética con el título: “Yo evasivo”. A falta de una concreción terminológica más precisa, labor que concierne a los teóricos, y como primerísima aproximación a la cuestión del sujeto poético en nuestro poeta, la mención me parece oportuna: la primera característica del sujeto poético de Rafael Pérez Estrada es su voluntad de evasión de sí mismo en tanto conciencia histórica de una época, o conciencia biográfica, o conciencia sentimental o cultural o lingüística o sociológica... Se trata de un yo que se evade de su significación de yo para ubicarse en el plano absolutamente puro de la imaginación y la utopía. Un yo cuya única conciencia es la imaginación. A través suyo nada sabemos de la historia, las costumbres o el aspecto de las cosas en su época, pero albergamos pocas dudas sobre la capacidad de crear un universo significativo en otro lugar, que no es –por cierto- una actividad menos humana o menos recomendable que la conciencia histórica.
5.
Si en determinar el camino que han recorrido o han de recorrer crítica y teoría literarias resulta sencillo coincidir, en el ámbito de la historia literaria la situación se complica. De hecho hablar de la historia literaria en épocas recientes es ya de por sí una cuestión paradójica, pues se trata de imaginar cómo el futuro nos verá cuando ya seamos pasado. Todo lo que concierne a la historia literaria suscita polémica, desde su metodología básica, como el estudio de la sucesión temporal en generaciones, que no consigue ni siquiera el consenso de los historiadores. Ni tampoco, bien está recordarlo ahora, merece la aprobación de nuestro poeta: «Yo no tengo generación... –respondió a una pregunta de Jesús Aguado- No tengo generación porque no empecé a marcar el paso literario con la gente de mi generación biológica». En esta idea insisten Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán en el prólogo a su antología La palabra destino: «Un solo hombre, una generación».
Esta postura es plenamente coherente con la actitud que como escritor mostró siempre Rafael Pérez Estrada, bien sea en los aspectos externos de su obra (no tanto por publicar a destiempo de su generación, lo que no es del todo exacto, sino por hacerlo de una manera singular y secreta); bien sea por los aspectos internos de su escritura, que persiguió crear un género, un estilo y aun una literatura propia cuyas coordenadas fueron completamente asimétricas con la época.
Ahora bien, el término «generación» no posee un contenido literario apriorístico, que pueda o no cumplirse, sino que es una medida de la historia reciente, o de la sociología si se desea ser más preciso, cuya formulación ha de resultar lo suficientemente flexible para incluir todas las pulsiones artísticas que existieron en la época. Desde este punto de vista, la historia literaria de la segunda mitad del siglo XX deberá reformular sus conceptos de modo que nada quede fuera de su ámbito. La historia no concibe las excepciones. Nada hay que no forme parte de una generación, pues nacer es ya una incisión en el tiempo susceptible de que la historia la observe y nombre. Rafael Pérez Estrada tuvo una generación, por el mero hecho de haber nacido en 1934, y es, según la historiografía y la sociología actuales, la que va de 1924 a 1938. A esta generación en el ámbito poético se le reconoce un período central, que se suele denominar Generación del 50, que tiene su epicentro hacia 1960 con un contenido programático determinado: el triunfo del realismo poético. La centralidad del 50 la forman los grupos más activos en aquel momento (poetas de Barcelona, Ángel González...) junto a las obras que en esos años la crítica consideró significativas (Claudio Rodríguez, Francisco Brines...). Fuera de esta centralidad, todo en el ámbito de los poetas nacidos entre 1924 y 1938 es considerado por la historia literaria actual como un fenómeno marginal a la Generación del 50.
Se comprende en seguida que la obra poética de Rafael Pérez Estrada, sobre todo la escrita a partir de los años 80, no puede sobrevivir en la historia literaria con carácter marginal. En caso análogo se encuentran otros poetas coetáneos que también en los años 80 reiniciaron la parte más personal y original de sus respectivas obras, como María Victoria Atencia, Vicente Núñez, Antonio Gamoneda, Luis Feria, Manuel Padorno, César Simón, Ricardo Defarges... Todos estos poetas, junto a Rafael Pérez Estrada, reclaman a la historia literaria una segunda centralidad generacional, surgida durante los años 80, sin contenidos programáticos ni proclamas de grupo (esto es tal vez lo que más despiste a los historiadores de la literatura, acostumbrados desde la conferencia de Salinas en 1935 a confundir generación y grupo generacional), pero con un poderoso nexo común: el de poner en crisis los presupuestos realistas de la primera centralidad generacional, la del 50.
Esa crisis del realismo, que late en toda la obra poética de Rafael Pérez Estrada, le reúne con algunos de los mejores poetas de estos últimos 20 años, en una nueva centralidad generacional de los poetas nacidos en torno a 1931. Esta nueva categoría interesa, claro, a la perspectiva histórica, pero tiene también una repercusión crítica, pues busca darle la vuelta a los valores privilegiados de su generación, creado un canon que acabará por imponer, estoy convencido, un nuevo principio valorativo en la revisión histórica de la Generación del 50: los poetas en cuya obra se perciba con mayor intensidad la crisis de la visión realista del mundo resultarán más apreciados críticamente que aquellos que se ajustaron con pericia al modelo del realismo social de la época. Y tampoco los teóricos podrán permanecer ajenos a este inesperado e importante renacimiento generacional, pues plantea un paradigma nuevo: la actividad generacional no es sólo fruto de juventud ni momento único, puede ser también flor tardía y en el curso del tiempo poseer más una centralidad.
Este es, a grandes rasgos, el interés que la obra literaria de Rafael Pérez Estrada está dispuesto a ofrecer a los que hayan remontado la decepción de quien se inicia en los estudios literarios con la honesta intención de convertir en oficio aquello que más les gusta: la literatura.
[Inédito, 2002]
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