Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 15 de agosto de 2017

El camino sagrado. «La tumba de Keats», de Juan Carlos Mestre


LA TUMBA DE KEATS, de Juan Carlos Mestre 
Hiperión, Madrid, 1999

El gusto por el poema breve —no encerrado en una composición dada, como el soneto— nació en el seno del movimiento que más extensos y a veces tediosos poemas ha dejado en herencia, el Romanticismo. Fueron los lectores de Heinrich Heine quienes, a la par que atendían a los ritmos folclóricos, desacreditaron la monotonía de las ristras interminables de versos idénticos. Y no sólo fue el más puro y mejor Romanticismo —el de Augusto Ferrán, Bécquer y Rosalía de Castro— sino que en la brevedad fundaron el gusto moderno del poema. 
    En los últimos años, sin embargo, se registra un intento por recuperar el poema extenso. Eduardo Moga publica La luz oída, con 800 alejandrinos; Juan Carlos Marset da a conocer los más de 500 versos de su Leyenda napolitana y ahora Juan Carlos Mestre presenta su extraordinario La tumba de Keats que triplica la extensión de ambos. Lo primero que llama la atención es la diversidad de intenciones estéticas desde las que se busca recuperar el gusto por lo sostenido: el rigor métrico de Moga se opone a los versículos libérrimos de Mestre, y la ambición cósmica del primero nada tiene que ver con los motivos urbanos de Marset. Y los dos se sitúan, poéticamente, en las antípodas de La tumba de Keats
     La tumba donde está enterrado John Keats (1795-1821) en el Cimiterio Acattolico de Roma enmarca los niveles de significado del libro, desde el más anecdótico —el poema nace de una meditación frente a la tumba de quien «escribió su nombre en el agua»— hasta el de mayor calado: la reivindicación implícita de un lenguaje poético concebido como don sagrado, como una suerte de trascendencia de la vida opaca y falsa («no importa ya morir sino lo humano, / quién cortará la flor enferma de las calles»). Tal como lo creyó Keats: «Algo hermoso es un gozo para siempre». 
     La meditación se inicia en el momento en que el poeta se detiene a juzgar quién es, qué sabe del mundo («conozco la astronomía del horror»), qué diálogo ha de entablar con las fuerzas que lo mueven –el amor, la destrucción, la muerte--. Lo que se ha denominado aquí sin precisión como «el mundo» es, en La tumba de Keats, la ciudad de Roma, trasfondo concreto a lo largo del poema, contexto y personaje; Roma, también emblema del mundo: «piedra de la piedad de Roma, la conciencia de Auschwitz marcada a látigo de nieve». 
     Merece la pena copiar aquí los primeros versos del extenso poema, que evocan a Dante y también al mejor Garcilaso cuando se detiene a ver por donde sus pasos le han traído, porque tal vez el tiempo les reserve alguna celebridad: «Esto sucede ante la hora izquierda en que mi vida, / violenta juventud contra el poder de un príncipe, / llama jauría a la verdad y belleza a los puentes derrumbados». Si ahora se recuerda lo que le dicta a Keats la urna griega en la célebre Oda: «La belleza es verdad, la verdad es belleza», se advierte en seguida el contrapunto desde el que Mestre empieza su indagación: la «jauría» y los «puentes derrumbados» es la constatación de la vida fenomenológicamente cercenada del presente. Todo el poema es el deseo de remontar en el tiempo el itinerario que ha acabado desvirtuando para el corazón del hombre la verdad y la belleza. Y para ello Mestre ha necesitado más de 2.000 versos de una intensidad insólita en un poema extenso desde que muriera Góngora.

El Ciervo nº 590. Mayo de 2000

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