I
El
asombroso volumen de inéditos que Fernando Pessoa dejó como herencia de una
vida aparentemente gris –aunque secretamente intensa– a las mujeres y hombres
del futuro, ya que sus coetáneos poco tiempo invirtieron en comprenderlo, no se
explica sin una continuada «crisis de
abundancia» –como nombró el propio poeta a
su grafomanía visceral– a lo largo de toda la vida. Las hechuras de esta
producción interior, que se venían midiendo a ojo desde la fecha de su muerte,
sorprendieron una vez cuando en 1982 vio la luz ese manuscrito de manuscritos
que es el Livro do Desassossego. Nadie ajeno al secreto podía imaginar
que un material tan valioso y decisivo permaneciera durante cincuenta largos
años en el baúl. Esta aventura interior tuvo también su reflejo, aunque de una
manera precaria y parcial, en el exterior, es decir en los medios de
comunicación literaria habituales en la Lisboa de la primera parte del siglo
XX.
Durante su juventud, Pessoa pretendió
–desde revistas como Orpheu o Portugal Futurista– intervenir
directamente en la sociedad para modificar sus ya obsoletos gustos y adaptarlos
a las nuevas exigencias artísticas. Tarea ésta de la que no recolectó sino
incomprensión y rechazo en su momento; y admiración en la posteridad por el
noble empeño que la orientaba.
Durante la madurez Pessoa optó por una
exposición elaborada y concienzuda de su quehacer poético; la agresividad
vanguardista deja paso a un sereno y ejemplar desarrollo de sus intuiciones
literarias –visible en Contemporânea o en la diestra dirección de Athena.
Coincidió, sin embargo, esta segunda actitud en un aspecto con la primera: la
indiferencia y el fracaso de entonces, y la admiración actual. Tan sólo en el
último tramo de su vida Pessoa decidió modificar sus planes publicitarios,
simplificándolos notablemente, para así obtener una consideración social como
escritor, a la vista de que el público que le era natural estaba incapacitado
para comprenderlo en toda su complejidad. Todavía en 1948 –antes de los
primeros ensayos sobre su obra– un crítico escribía, literalmente: «se trata de un escritor [Pessoa] singularmente
original y oscuro (algunas de sus poesía son incluso incomprensibles)»[1].
La adaptación a los angostos horizontes
de sus anhelados lectores presenta dos caras: antes de nada primó, a la hora de
publicar, la parte de su obra que pudiera ser asimilada más rápida y
fácilmente, la edición de Mensagem; escribió, después, textos inspirados
en una concepción mucho más simple de la literatura, por lo tanto de inmediata
comprensión, como es el caso de las Quadras ao gosto popular [2]. Algún
resultado obtuvo Pessoa de estos esfuerzos: un lugar en la prensa diaria
–pretendido durante muchos años, no siempre consiguió que los directores
aceptasen o solicitaran sus originales– y un premio institucional del que hoy
guardamos memoria no precisamente por la bondad del libro que lo mereciera –Mensagem–,
sino por lo que, en esas fechas, no hubiera despertado ni siquiera la
curiosidad del jurado, es decir, la obra heterónima.
A
estas tres actitudes sobre el modo de revelar sus escritos, someramente
esbozadas, la consideración pública respondió de tres manera diferentes; a la
provocación juvenil contestó con una polémica tanto o más agresiva y la
descalificación ad hominem; la estela de Athena fue el silencio y
la indiferencia; y a la reducción final siguió un discreto reconocimiento
institucional digno del menor de los poetas. Ahora bien, alguien debió de darse
cuenta, en algún momento, de que su labor literaria poseía rasgos
extraordinarios, pues sin ese alguien Fernando Pessoa continuaría siendo para
el mundo el nombre de nadie. No parece plausible que ese descubrimiento
ocurriera en la etapa vanguardista, donde Pessoa se perdía entre una turba de
jóvenes díscolos y, en general, miméticos, entre los que tal vez destacara sólo
por sus especiales dotes expresivas e imaginativas. Tampoco parece convincente
pensar que Mensagem, considerado aisladamente, hubiera atraído la
atención de la posteridad. No es abusivo concluir, por lo tanto, que el germen
del interés por el poeta del desasosiego habrá de encontrarse en el territorio
de su máximo hallazgo poético: los heterónimos. Pero la revelación primera de
los heterónimos, en todas sus dimensiones, está vinculada a la publicación de
los cinco números de Athena [3].
Evidentemente,
la pública indiferencia con que fue acogida Athena de ningún modo
descarta la posibilidad de un asombro y un entusiasmos particulares: alguien en
Portugal, es obligado pensar, debió de comprender el alcance de la articulación
heterónima, o por lo menos, debió de disfrutar con los aciertos estéticos de
los poetas del poeta. Y claro está, así ocurrió: “«Creo
que fue en 1925. Había entrado un día, en Coimbra, con José Régio, en la
antigua Livreria Moura Marques, y encima de la mesa estaba un número de la
revista Athena, aparecida poco antes. Régio hojeó el infolio de portada
verde, donde se leía, debajo del título impreso en negro, en caracteres rojos
muy nítidos, el subtítulo Revista de Arte [...] [4]. En cierto momento Régio me
llamó. Tenía la revista abierta en la página 18. En tipo negro, en lo alto de
la página, leí: Odes, y debajo, en caracteres más menudos: Livro
Primeiro. Apuntándome una de las odas –eran veinte en total– Régio me dijo:
–Lee. Leí [...] Régio me explicó: –Este Ricardo Reis, es, creo yo, un pseudónimo
de Fernando Pessoa, el director de la revista. Y, puedes creerme, Fernando
Pessoa es un personaje muy importante. Veo en él al mayor poeta del modernismo…» [5]. Nos lo cuenta João Gaspar Simões [6], que
tenía entonces veintidós años, dos menos que su compañero José Régio.
Como
desmesurada o tal vez provocativa, si no decididamente absurda hubiera sido
calificada en 1925 la última afirmación de Régio. Hoy una frase análoga sería
considerada como una trivialidad, lugar común que nada aporta más allá de un
asentimiento generalizado y obvio.
Ese
mismo año José Régio leyó en Coimbra su tesis de licenciatura; el último
capítulo de su trabajo estaba dedicado al modernismo portugués. Este es
el primer intento de interpretación crítica que mereció la generación de
Pessoa, las palabras escritas de una tradición exegética que alcanza hoy
dimensiones inquietantes.
II
Un
buen día ambos jóvenes universitarios –editores a partir de 1927 de una revista
en Coimbra donde reconocen a los modernistas como mentores, situándolos a
idéntico nivel que sus preferencias clásicas [7]– deciden visitar en Lisboa al
poeta que inspiró Athena y tanta admiración despertaba en ellos. Los
citó Pessoa en el Café Montanha un domingo de junio de 1930. El encuentro tiene
hoy un valor emotivo, un encanto que la distancia temporal dora, aunque si
alguna trascendencia tuvo esa tarde no fue precisamente la esperada por los más
jóvenes. A raíz de lo ocurrido entonces, por ejemplo, Régio se desinteresó casi
completamente por la figura humana de Pessoa. Pero, ¿qué ocurrió en el
encuentro? En pocas palabras: Pessoa se mostró superficial y lejano, o como
dice uno de los testigos, «cortés en exceso,
artificial sin precisión y difícilmente escritor»[8].
La memoria del hecho se reduce a las
sucesivas evocaciones posteriores de uno de sus protagonistas: João Gaspar
Simões, quien ha dejado constancia de su recuerdo al menos en tres ocasiones.
La primera de ellas escrita inmediatamente después de la muerte del lisboeta y
dos veces más, ya avanzados los años, los estudios y el relieve universal que
la obra de Pessoa paulatinamente alcanzaba. Los textos son a) «Imagem
rectificada do poeta Fernando Pessoa», en Diário
de Lisboa, 17 de abril de 1936; b) «Posfácio:
Fernando Pessoa e a revista Presença», en Cartas
de Fernando Pessoa a João Gaspar Simões, Lisboa, 1957 (segunda edición,
Lisboa, 1982); c) «Fernando Pessoa», en João Gaspar Simões, Retratos de poetas
que conheci, Porto, 1974.
Al
margen de otros recuerdos circunstanciales o de las divagaciones con que Gaspar
Simões justifica el olvido de las palabras que se cruzaron –o dejaron de
cruzarse– aquel domingo en el Café Montanha –empeño sospechoso en sí mismo dada
su excelente memoria en otros casos–, lo interesante de comparar las distintas
versiones del episodio es verificar en ellas un evidente proceso de
mixtificación, de mixtificación parapessoana, además. El caso ilustra de un
modo paradigmático el desmedido edificio de viento que cierta crítica con
predisposición mística ha ido construyendo con la personalidad humana de
Fernando Pessoa. Veámoslo.
No parece arriesgado calificar como «fracaso comunicativo»
lo ocurrido aquella tarde de 1930 entre la ilusión juvenil de unos y la
desesperación escéptica del otro. Pessoa no concedió mayor importancia al
incidentes y, en carta posterior, se refiere al acontecimiento de un modo
convencional, de cínica trivialidad incluso: «Me
hubiera gustado hablar más con usted y con José Régio cuando tuve la alegría de
conocerlo; pero la prisa no dejó a la ocasión más que el privilegio de la
oportunidad»[9]. No más bella que vacía, la
frase no acaba de dar la razón del desencuentro, ¿fue la prisa la causa de una
conversación –todo parece indicarlo– plagada de incómodos silencios?
Por su parte, los jóvenes, o mejor,
Gaspar Simões, no podían contentarse con una explicación tan simple. El hecho
de que no resultara el primer encuentro lo colmado y natural que se deseaba
despertó la necesidad de una interpretación más compleja, más acorde con la
materia literaria, que sustituyera las deficiencias de la precaria realidad de
aquel domingo de junio en Lisboa. Echó mano para ello Gaspar Simões de la
paradójica personalidad lírica del poeta de Orpheu, pero la falta de
perspectiva y la carencia de los criterios interpretativos que surgirían en sus
estudios posteriores, dejaron la explicación en un confuso circunloquio
heteronímico, escaso de significado y orientación: «Fernando
Pessoa intentó inútilmente, falseando todas las personalidades, ser una de
ellas. Álvaro de Campos no quería comparecer a la llamada: Fernando Pessoa hizo
desesperadas llamadas a su ingeniero Álvaro Campos [sic], positivo y dinámico;
Alberto Caeiro no compareció porque ya había muerto; Ricardo Reis aparecía y
desaparecía, delicado, exacto, metafórico, o sea, muy poco humano» (a). Pero concluye la tentativa de
interpretar literariamente un hecho de tan adversa realidad cuando la evidencia
del recuerdo, todavía fresco, se impone: «Fernando
Pessoa se veía obligado a ser Fernando Pessoa malgré lui, por lo que no
llegaba a tener propiamente ninguna personalidad»
(a). Pessoa fue Pessoa, se dice Simões, aún a costa suya, con muchos
mundos interiores, pero muy poco mundano.
Cuando veinte años después, en 1957,
Gaspar Simões decidió hacer pública su correspondencia privada con Pessoa, éste
había dejado de ser el poeta casi desconocido que era en el momento de la
muerte. En esas dos décadas se habían sucedido reconocimientos y homenajes; se
habían publicado infinidad de artículos exegéticos; en las librerías se
hallaban dos libros capitales que descubrían sin ambages su importancia
literaria, el de Jacinto do Prado Coelho (1949) y la esmerada biografía del
propio Simões (1950); no sólo se le traducía a otras lenguas, sino que también
empezaba a levantar interés crítico fuera de Portugal, como demuestra el libro
de Joaquín de Entrambasaguas (1955). En 1957, por otra parte, Gaspar Simões
había aplicado una serie larga –y polémica– de criterios interpretativos a la
vida y obra pessoana. Sobre ambas sus comentarios se extendieron con profusión
y afán de exhaustividad. Por ello, cuando en el epílogo al epistolario
publicado en 1957 (b) el biógrafo trató de rememorar el instante
primigenio de su conocimiento del biografiado, la impronta del hecho estaba ya,
tal vez, sin él quererlo, cubierta por la niebla de la distancia, prácticamente
perdida; en su lugar bullían las ideas y concepciones suscitadas por la lectura
y relectura de la vida y obra del hombre cuya mano había estrechado por primera
vez un domingo de junio de 1930. Algo similar ocurre cuando más tarde esboza el
retrato del poeta de Athena (c).
Ahora las razones del «fracaso comunicativo” son ya otras, otro es ya el
sujeto evocador y, al final, parece como si fuera otra la realidad evocada. «Ese primer contacto con la singular personalidad
del hombre de Orpheu [...] provocó en José Régio, creo, cierta
decepción, ¿Por qué?» (b). La
cuestión se plantea en 1957 en términos parecidos a como se había enfocado en
1936, pero la respuesta es sorprendentemente otra: «Porque
Fernando Pessoa [...] en lugar de comparecer personalmente a la entrevista,
envió por él, digámoslo así, a una tercera persona: ¡ni más ni menos que el
Ingeniero Álvaro de Campos! De forma que, mucho menos natural que su
progenitor, el hombre de la Ode Marítima se nos mostró tal como era:
además de ingeniero, algo así como una sofisticada personalidad» (b). La misma respuesta que consolidará
el retrato de 1974: «Tímido como era, sin
ninguna duda, Pessoa, el Pessoa corresponsal extranjero, prefirió
encargar al Ingeniero Álvaro de Campos, hombre de mundo, espíritu sensacionalista,
hacer las honras de la casa a los jóvenes críticos de Coimbra” (c).
Idea ésta que reitera en términos análogos nada menos que cinco ocasiones en
las cuatro páginas que dedica a relatar el episodio.
¿Estamos ante una traición de la
memoria? No parece el caso. Repite Simões, al referir la suplantación de la
personalidad real por la ficticia, la frase «así
nos pareció». Pero evidentemente no debió de
ser esta la impresión original del momento, en el café Montanha, puesto que en
ese caso el texto de 1936 (a) la expondría con nitidez. Más bien parece
una impresión a posteriori en la que la crítica literaria ha prestado
sus esquemas interpretativos a la narración de la realidad. La diferencia no es
únicamente de matiz: quien se interese por el episodio no puede obviar que no
está frente a un hecho de la realidad aportado por la memoria de un testigo,
sino ante una postura crítica que toma partido a favor de una concreta interpretación
de la obra pessoana.
La mayor y más formal difusión de las
versiones (b) y (c) ha generalizado la idea de Pessoa como dramatizado
también externo –en la realidad– de su «drama
en personas». La comparación que precede no
quiere decir que no lo fuera; apenas demuestra que en este caso no pasó de la
imaginación de un crítico.
III
Una
interpretación anómala, una construcción crítica predispuesta más hacia el
misticismo que hacia la realidad, acaba por desalentar incluso a sus difusores.
No ha de resultar extraño, por lo tanto, que un crítico como João Gaspar
Simões, que ha escrito miles de páginas exegéticas sobre el quehacer
pessoano –no todas tan desafortunadas
como las aquí citada, claro– sea capaz de dudar, en un momento en concreto, de
la validez literaria del objeto de su paciente estudio, y escribir algo tan
increíble como esto: «Pues bien: estoy
absolutamente convencido de que todos nosotros somos víctimas de una misma
equivocación, y no me excluyo del número de engañados. Fernando Pessoa no quiso
ser otra cosa sino eso mismo: un mixtificador. [...] Hemos caído en la trampa. Hemos
sido realmente burlados, como fueron burlados sus amigos para quien él preparó,
conscientemente, la gran payasada de sus heterónimos» [10].
Por fortuna no es difícil advertir que
Fernando Pessoa no es más una triste excusa para el ascenso y súbito derrumbe
de cierta manera de entender la literatura. Ni Pessoa representó su ficción
heterónima en el Café Montanha, ni por supuesto sus ficciones heterónimas son
una payasada. Simplemente el crítico mixtificador ha caído víctima de su propia
mixtificación. Quede como aviso a los futuros navegadores de la vida y la obra
del genial portugués.
NOTAS
[1]. Raimundo de Castro Meireles. «O modernismo: Fernando Pessoa». Novidades, Lisboa, 27-IV-1948.
[2].
Tal como ha enfocado el problema recientemente [1987] Alfredo Margarido en
diversas publicaciones.
[3].
Athena. Revista de Arte, dirigida por Fernando Pessoa y Ruy Vaz,
publicada entre octubre de 1924 (nº 1) y febrero de 1925 (nº 2).
[4].
Continúa aquí la descripción de la portada que suprimimos por estar disponible
una edición facsímil de la revista en Contexto Ed. (Lisboa, 1983).
[5].
El subrayado es nuestro: indica que la palabra modernismo se toma en el
sentido portugués, es decir, equivalente a «vanguardia», muy distinto a su homófono castellano.
[6].
Fragmento extraído del texto (c).
[7].
Desde sus primeros números la «Folla de Arte
e Crítica» Presença –nombre que
recibe además la generación literaria que nace con la revista– reivindica a los
modernistas como maestros, aunque en el proceso de madurez abandonen las
características vanguardistas y representen, ante estas, casi una
contrarrevolución, como ha mostrado Eduardo Lourenço.
[8].
Fragmento extraído del texto (a).
[9].
Carta del 28 de junio de 1930, en Cartas de Fernando Pessoa a João Gaspar
Simões, pág. 44.
[10]. Citado por Eduardo Lourenço, Fernando Pessoa
Revisitado, Lisboa, 1981.
[Publicado
en Anthropos 74/75, Julio-Agosto de 1987. Págs. 119-123]

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