Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Pronunciar el silencio. Poética de Trinidad Ruiz Marcellán



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Trinidad Ruiz Marcellán presenta Traducción del silencio (Papeles de Trasmoz, Zaragoza, 2017) en Barcelona. A la hora, la librería Animal Sospechoso está llena. Tanto que me obliga a sentarme en primera fila, lo que frustra mi natural tendencia a esconderme. Y lo agradezco.
    El nombre de Trinidad Ruiz Marcellán me ha acompañado desde siempre. Sé que es expresión evitable, por banal, pero la anoto a propósito. Desde que sé que me gusta la poesía, conozco su nombre. Durante la presentación, sin embargo, comprendo que desconozco por completo quién anda detrás del nombre. Por razones olvidadas, sé que he cruzado cartas con ella desde mi adolescencia, y luego, tampoco sé muy bien por qué, la correspondencia ha seguido a lo largo de los años. El envío de algún libro de Olifante, la convocatoria de algún acto, por su parte; el envío de un artículo sobre algún autor de su editorial, por la mía. Qué se yo.
    En noviembre de 2013 coincidimos, por primera vez en persona, en el comedor de un hotel de Coimbra, casi de madrugada. Desayunamos juntos en la sala vacía, recuerdo, como si nos conociéramos desde siempre. Y, de hecho, así era. Aquello de lo que habláramos no nos exigía ningún suplemento verbal para desconocidos. Media frase daba ya el significado entero. Como cuando uno habla con amigos de siempre.
    Quiero decir rápido lo que pensaba sobre la Trinidad Ruiz Marcellán que conocía antes de la presentación. Durante muchos años la he considerado como la editora más cosmopolita de poesía en la península. El exquisito diseño de sus libros, la elegancia tipográfica, el cuidado de los materiales… y, a la par, el catálogo que ha construido en el curso de 40 años, todo ello ha convertido a Olifante no en una editorial, sino en un mito. Y ese cosmopolitismo soplaba con tanta fuerza como el cierzo no en ninguna capital, sino desde un pequeño pueblo en la ladera del Moncayo. Mi admiración por su trabajo editorial se ha mantenido durante décadas, incrementándose conforme conocía sus nuevas colecciones y propósitos editoriales, como la colección que acoge su libro, Papeles de Trasmoz, modélica.

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Pero Trinidad Ruiz Marcellán ha venido a Barcelona a presentar un libro de poemas, no su editorial. Conocía la inagotable trayectoria de activista cultural, pero nunca había caído en mis manos un volumen firmado por ella. En Animal Sospechoso me entero de la razón. Es su primer libro.
    Un libro, dice la autora, «que no es un duelo, aunque sí una elegía». El motivo me era desconocido, como tantas cosas de su persona. Me impresionó saberlo: Hace dos años Marcelo Reyes (1960-2015) sufrió un accidente en Benasque cuando practicaba parapente. Marcelo había sido la pareja de Trinidad durante veintitantos años, editor también de Olifante y cómplice en todas sus múltiples aventuras poéticas. Los primeros pasos del libro, que puede leerse como un único poema que va espesando paulatinamente el silencio, habla de este desafortunado hecho: «Desgarra volar / para detenerse». Pero los versos van más allá de lo referido. Este oxímoron casi místico, de repente, revela la paradoja esencial del don mortal. Pero el libro no es un duelo, tampoco una elegía convencional. Es la escritura que nace en el intersticio, casi inexistente, que se abre entre el vuelo y el detenerse. No es el vuelo, no es el detenerse, es la cartografía de la inflexión entre una y otra existencia.

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Vida y obra han tenido una tumultuosa relación en el curso de la tradición poética. Tanta que a los más avezados en el oficio de la crítica les ha aconsejado alejarse del asunto. Y a los menos, por el contrario, les ha dado mecha.
    La autora cuenta, en la presentación de su libro, la vida que hay detrás del libro. El fallecimiento de Marcelo sumió las horas cotidianas de su casa, en pleno monte, en el silencio. Un silencio que se fue llenando de conocimiento. Primero, detalles de la casa habitual que nunca había observado se mostraban con claridad. Después, la sensación de que todo cuanto existía en la casa —muebles, objetos, plantas— sabía. Había oído, había visto, conocía. Silencio no es sinónimo de vacío. Es el modo de hablar con otros signos. El silencio en el que la vida había sumido a la poeta se los mostraba. Trinidad los aprendía, quizá, sin darse cuenta.
    Un año después, continúa el relato de la autora, apareció la poesía. A borbotones. Creo que no dijo esta palabra, sino otra, pero yo entendí esta expresión. Los poemas se unían unos a otros en su feracidad. Poemas extensos y, quizá, no sé, descriptivos. Pero esos poemas posiblemente nacían después del silencio, pero no del silencio que había vivido. Al cabo de su escritura, Trinidad Ruiz Marcellán inició un camino de regreso al tiempo en el que no existían aún. Les fue borrando palabras, versos, estrofas… los fue «dejando en los huesos». Los fue aproximando a aquel conocimiento y a aquellos signos que el silencio le había mostrado. Y de ahí el título: Traducción del silencio.

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Hay en estos poemas tan breves y elípticos, tan esenciales, un aire oriental. No es estilístico, en absoluto, sino genético. Mucho antes de que en Occidente supiéramos lo que es caminar por caminar, los poetas orientales ya habían emprendido viajes hacia el viaje mismo. Y la evocación de esos recorridos iniciáticos que nos han dejado prescinde de panorámicas, de descripciones, de datos. El protagonismo se deja en exclusiva para aquello que reside en el margen de la existencia. En el intersticio que la existencia crea entre lo que puede estar y no estar en un instante: una rana que se lanza al estanque, la flor que entre piedras se abre a la mañana y por la tarde se habrá marchitado. Como si lo verdadero estuviera solo en lo que se va, no en lo que se queda. Es esta génesis la que comparte Traducción del silencio: «Apoyada / en las piedras / la sombra / resplandece».
    Como si el silencio le hubiera enseñado a la poeta que la locuacidad de unos signos, los conocidos, oculta los signos verdaderos. Los que también «Sin despedida / sin avisar» desaparecen. Al igual que tantos poetas orientales, el libro trata de comprender, por eso es obra, el otro designio de la vida. El inesperado.

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Desde las ventanas de la casa donde Trinidad Ruiz Marcellán nació se veían, a lo lejos, las laderas del Moncayo. Lo recuerda, de paso, en un trecho de la presentación. Parece que lo diga por casualidad, ahora vive en la ladera misma de la montaña. Lo refiere como una suerte de fidelidad a un paisaje. Puede ser, claro. Pero la mención causal tiene otro valor tras la lectura del libro.
    Uno de los poemas más breves lo confirma: «Cumbre / del Moncayo. // Recomenzar». Apenas son cuatro palabras, pero resultan esenciales para la comprensión del libro. Volver al Moncayo, después del fallecimiento de la persona amada, no ha sido solo volver a la casa compartida (aunque también lo sea: «Verás cómo crece / la mimosa de Tasmania / que da sombra a tu ventana…»), sino regresar simbólicamente a la casa natal —«Recomenzar»—, de nuevo bajo el auspicio del monte mágico. Un regresar a una vida-otra («Transformación / de conciencia»), aquella donde lo que está y lo que no está carece de frontera cierta. Esa fisura en el «muro» que separa a «los amantes».

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Vida y obra han protagonizado muchas épocas literarias. Y de diversas formas. La Vita Nova de Dante respondía al alto propósito en la época cortés y stilnovista de fundir la obra con la biografía amorosa del poeta, pero en muchas ocasiones se estiraron tanto las metáforas cortesanas que acabaron por redactar relatos biográficos absurdos. Allí donde la vida ha querido cobrar protagonismo literario el equilibrio entre ambas se ha perdido con facilidad.
    Fernando Pessoa se propuso construir vidas en lugar de poemas, pero unas cuantas ingenuas cartas de amor le legaron la aureola de un legendario e inverosímil amor romántico. No es sencillo vincular ambos conceptos sin que la dinámica emprendida no acabe por dar la vuelta a lo pretendido.
   Traducción del silencio apela, sin embargo, a este vínculo entre vida y obra. Durante la presentación Trinidad Ruiz Marcellán anuncia que leerá al final un único poema, es decir, un solo fragmento del único poema. Un fragmento que difícilmente tendrá más de veinte palabras. El acto habrá consistido en presentar la vida que envuelve el libro y unas pocas palabras que lo confirman.

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Mejor pensado, Traducción del silencio no solo apela, sino que propone un nuevo vínculo entre vida y obra, aquel que, a diferencia de los que se descubre en los programas literarios de las diferentes épocas, se establece sin propósito previo, sin planteamiento estético detrás y sin idealización ni conceptualización posteriores. Aquel vínculo que, recuperando tal vez la vieja herencia olvidada de la tragedia, irrumpe en el sosiego del individuo para modificar tan sustancialmente la línea de la vida que la convierte en una vida-otra a la que se nace, también como en la primera, sin premeditación alguna. Y es esa vida-otra, y su radical incompresibilidad, la que construye la obra. O, dicho de otra manera, la obra traduce la ausencia de la vida. Y como único testimonio de la vida, la obra se convierte, así, paradójicamente, en vida: «Cenizas / por cuerpo. // Ser otra. // Más importa alumbrar.»
    Raras veces se percibe, como ocurre en este libro, que escribir ha sido vivir a pesar de la vida.

[Inédito]

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