Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

domingo, 3 de junio de 2018

Ausiàs March y la grandiosidad de las postrimerías



PÁGINAS DEL CANCIONERO, de Ausiàs March 
Editorial Pre-Textos, Valencia, 2004 

El valenciano Ausiàs March (1400-1459) vivió en el centro de esa suerte de edad dorada para la cultura catalana que fue el siglo XV, y en especial el reinado de Alfonso el Magnánimo (1416-1458). De hecho fue «el primer poeta de lengua catalana que usa su idioma materno». En su juventud formó parte de las expediciones mediterráneas del rey y en su madurez desempeñó el cargo de falconer major. Su primera esposa, por otra parte, fue la hermana de Joanot Martorell, autor del Tirant lo Blanch. Unido para siempre a una lengua, que entonces era de elección, pues la lengua poética era el occitano, la posteridad de March ha sufrido también los avatares de esta, y así, la obra de un poeta esencial en el marco de la lírica europea, desde el dolce stil novo hasta el Renacimiento, no fue editada nunca entre 1560 y 1864. Aún hoy es mayor el tiempo del silencio que el del reconocimiento.
    Lo primero que llama la atención en esta modélica edición —preparada por el medievalista italiano Costanzo Di Girolamo— es que la lectura de Ausiàs March poco tiene del oscurantismo que se le ha atribuido; así lo demuestra la prodigiosa y diáfana traducción en endecasílabos blancos del poeta José María Micó, quien con frecuencia no solo lee con fidelidad el original sino que desvela su íntimo sentido poético, algo infrecuente en las traducciones. Sorprende después la manera cómo March levanta un monumento poético majestuoso con una visión del mundo que caducaba y se derrumbaba ante los ojos (passà lo tempos que’l bo favor havia — «pasó el tiempo en que el justo era apreciado»), con unos materiales poéticos gastados por el uso y unos temas exhaustos de tanta repetición. En una época de decadencia y atardecer, en la que el mundo lírico medieval agonizaba y  ofrecía ecos de ecos e imitadores de imitadores, Ausiàs March consiguió no solo construir una obra artística valiosa, sino el cenit mismo de ese mundo que le constreñía. A este hecho raro en la historia del arte se le podría denominar la grandiosidad de las postrimerías, y cabría emparentarlo, para su comprensión, con el caso de Gaudí, genial constructor con piedra en una época en la que los nuevos materiales la habían desterrado de la arquitectura. Gustav Mahler en música y Rainer Maria Rilke en poesía son ejemplos recientes de lo que Ausiàs March pudo significar como broche grandioso en una época de cambio que solo aguardaba epígonos de las glorias pasadas.
     Pese a los albores renacentistas que apuntan ya en distintos lugares, March escribe inmerso en el universo medieval («La derrota jamás gusta al vencido, / pero a mí sí: quiero que Amor me venza / y que me atrape en su invisible lazo: / bien parecen sus golpes en mi escudo»). Las canciones que escribe forman parte de una tradición trovadoresca secular. Y es precisamente en la radicalidad de esta visión medieval, a punto de desaparecer, donde el lector actual encuentra el mayor encanto. La diversificación y la depuración de las vías de conocimiento que supuso el Renacimiento quedan en entredicho en esta poderosa visión medieval, al mismo tiempo platónica («Mi alma está en Amor tan extasiada, / que del cuerpo parece separarse») y empirista («Yo no preciso abandonar el mundo / para buscar aquel supremo bien /.../ mis ojos ven y os sienten mis sentidos»); al mismo tiempo teocéntrica y dueña de la emoción más humana; al mismo tiempo obsesionada por la muerte y exaltadora de la vida: «cuando quiero vivir, la muerte anhelo; / cuando quiero morir, la vida adoro». 

[El Ciervo nº647. Febrero de 2005]

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